El centenario del nacimiento de la actriz María Casares (La Coruña, 21 de noviembre de 1922), hizo que las celebraciones de su figura coincidieran con un revisionismo aún mayor e infinitamente más cainita: el de la Guerra Civil y la dictadura franquista por parte de la autodenominada «España de progreso», no obstante el retroceso que supone mirar hacia atrás con ira, arramblando al hacerlo con esa reconciliación que fue el asombro de cuantos, allende nuestras fronteras, supieron de aquel conflicto y de su superación por parte de la sociedad española cuando felizmente se despolitizó.
Ciertamente, la futura actriz fue hija de Santiago Casares Quiroga, presidente del consejo de ministros —y titular de la cartera de la Guerra— cuando el golpe militar del 36. Pero cuando ella, su madre y el amante de ésta, un trotskista de 18 años que respondía al nombre de Enrique López Tolentino, llegaron a París el 20 de noviembre del 36, el desprestigio de su padre entre el republicanismo español, por no haber sabido atajar a los golpistas, era tan grande que había voces que llegaban a pedir que el nombre de Santiago Casares Quiroga fuese suprimido del registro civil. Es posible que, ya convertido López Tolentino en el primer amante de la actriz —siempre según sus propias memorias, Residente privilegiada (Argos Vergara, Barcelona, 1981)—, pusiese a la joven María al corriente de las atrocidades con las que el Servicio de Inteligencia Militar de la República —el temido SIM, al servicio de la policía política soviética—, ponía fin a los trotskistas del POUM, dentro de las matanzas de represión comunista al movimiento libertario en la Barcelona de 1937.
En fin, son varias las causas en las que podría tener su origen la tibieza del republicanismo de la actriz. Salvo error u omisión, en lo que a este compromiso se refiere, María Casares se limitó a cubrir el expediente y poco más. Otra cosa es que, desde el discurso oficial de nuestros días, se tienda a magnificar su compromiso con la República Española, contar que se mantuvo fiel a la causa a lo largo de su vida, que utilizó su arte y su voz para defender los valores republicanos y que participó en actos para la comunidad de exiliados españoles. Pero da la impresión de que no fue para tanto y tampoco tenía por qué serlo. Interpretaría obras que simbolizarían la supuesta redención de España que iba a traer la República, cuando los militares que se rebelaron contra ella la destruyeron; firmaría manifiestos contra la tiranía de Franco. Pero, desde luego, el compromiso de María Casares —quien al saberse “una hija no deseada” no debió de querer mucho a sus padres— no fue el de Jorge Semprún. O siquiera el de Picasso, quien, apenas supo de Eugenio Arias —un comunista español, exiliado, como el artista, en el sur de Francia— le convirtió en su barbero. Más aún, iban juntos a los toros, hablaban de España y cultivaron una encomiable amistad durante 26 años, hasta que la muerte del malagueño les separó.
“Llevo conmigo una vieja nostalgia que me grita cada vez más fuerte a medida que pasan los años y observa, impotente, mi destino de exilio eterno. Echar raíces, encontrar una patria y aferrarse a ella hasta el final, ese es mi profundo deseo”, escribió en una carta, fechada el 30 de agosto de 1950, remitida a Albert Camus.
Llegado a las librerías a comienzos de este año, Albert Camus, María Casares: Correspondencia 1944-1959 (Debate, Madrid) nos habla del intercambio epistolar que la actriz mantuvo con el más notable de sus amantes, a quien conoció en 1942, el mismo año que el escritor publicaba El extranjero. Ya en el 44 la actriz —ni republicana, ni amante de… ni hija de…, actriz básicamente es lo que fue María Casares— debutaba en el cine de la mano del gran Marcel Carné en Los niños del paraíso (1945), una fantasía sobre dos funámbulos ambientada en el París de 1820. Terminada de rodar justo un día antes del Desembarco de Normandía, esta ensoñación del maestro del realismo poético fue una de las cintas paradigmáticas del cine francés durante la ocupación que, bajo la supervisión directa de Berlín, evitaba como a una nube de piedra la mirada a la realidad. Un Berlín que nunca hubiera permitido el más mínimo atisbo de republicanismo español en una película. No hará falta recordar que la Gestapo alemana, por indicación de la policía franquista, detuvo a numerosos republicanos, entre otros al antiguo presidente de la Generalidad, Lluís Companys.
El gran Bertrand Tavernier nos cuenta de aquella pantalla en Salvoconducto (2001). Fue cuando el cine francés enfrentó el mismo dilema que el resto del país: seguir o no seguir trabajando durante la ocupación alemana. Hubo guionistas, como el gran Charles Spaak, que llegaron a escribir incluso estando en la cárcel. No en vano muchas de aquellas cintas eran coproducciones alemanas y los estudios debían seguir funcionando. Ahora bien, bajo ningún concepto hubieran consentido la presencia de una reconocida republicana española en aquellas producciones.
De una belleza fuera de lo común, y de una fotogenia aún más asombrosa, todavía recuerdo la primera vez que vi en una pantalla a María Casares. Fue en la de la Filmoteca Española, cuando su sala de proyecciones estaba en el cine Príncipe Pío, en la Cuesta de San Vicente. La sesión estaba dedicada a Las damas del Bosque de Bolonia (1945). Supongo que el gran Robert Bresson, su realizador, fue el primer magnetizado por el embrujo de la gallega, confiándole a ella el personaje de Hélène, la señora que, despechada tras ser abandonada por su amante, urde sutilmente toda una trama para que éste acabe casándose, y perdidamente enamorado, con una cabaretera que, más que nada, es una prostituta.
Dotada con una inteligencia que no iba a la zaga del resto de sus dones, nunca tuvo ningún problema en confesar que su verdadera motivación —como la del común de los creadores por otro lado— no era otra que la vanidad. La vanagloria, que no toda la nómina de solidaridades y compromisos que exige la política en su corrupción de la cultura. Y partiendo de esa vanidad, en la que tiene su origen toda la creación artística y literaria, explicaba el desdén que siempre le inspiró el cine:
“Como espectadora, admiro a los actores que han sido capaces de crear figuras míticas a través de los personajes que han interpretado. Mi narcisismo es otro. Nunca he sido capaz de entregarme a ese afán delante de una cámara”.
Con todo, en los años 40 y 50 su filmografía está integrada por varias de las obras maestras del cine francés del momento. Así, fue la duquesa Gina de San Severina de La cartuja de Parma (Christian-Jaque, 1948), la princesa de Orfeo (Jean Cocteau, 1950), extraño personaje, que aguarda allí donde mora la Muerte, en El testamento de Orfeo (1960), también de Cocteau. El enigma y el misterio de la española la hacían especialmente atractiva para el universo de Cocteau. El resto, prácticamente, fueron espacios dramáticos para la televisión.
Volvió a España en el 76, para protagonizar un montaje de El adefesio, de Rafael Alberti. Y como regresó se fue. Pero, si como decía Rosa Chacel —otra compatriota que sufrió el exilio, la última que llamó a Malasaña por su antiguo nombre en una de sus novelas más celebradas, Barrio de Maravillas (1976) cuando regresó—, la verdadera patria de un escritor es su idioma, puede que María Casares hubiese dejado de ser española cuando superó sus primeros problemas con la lengua de Baudelaire, convirtiéndose en una de sus mejores rapsodas según cuantos la vieron recitar a los clásicos sobre un escenario.
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