Han pasado veinte años desde la muerte de Jesús, y el destino me ha traído hasta Jerusalén. En una casa muy humilde de las afueras vive María, la que dicen que fue su madre. María entretiene los días de su vejez contando a los viajeros de lejanas tierras quién fue su hijo, qué hizo… y cómo lo vio ella.
—Cuando no estaba mirando el horizonte, el final del desierto —me dice María—, miraba las estrellas. Él sabía que era distinto a los demás niños. Muy distinto.
Yo vengo de Hispania, nada menos. Me han enviado para que recoja noticias de Jesús y se las transmita a la gente de mi tierra. Hay un hambre de información en Hispania y en el Mediterráneo acerca de Jesús, sobre todo después de las predicaciones de Pablo. El testimonio de María es el más importante, porque es su madre, porque siguió su vida desde que nació hasta el calvario. Algún día, seguramente pronto, ella morirá y se apagará esa fuente de información, también de amor. Me hice la promesa de que algún día hablaría con ella, y la he cumplido.
—Entonces yo ya pensaba que lo matarían —dice María—, porque alguien así nace para dar la felicidad a un pueblo, pero también muchas desgracias, y sobre todo para ser el cordero que va camino del matadero. Esta idea latía en mi cabeza desde siempre y mientras crecía mi hijo la vi hecha realidad.
En realidad Jesús desbordó a su pueblo; de lo contrario yo no estaría aquí. Su fama, por llamarla de alguna manera, se está haciendo universal. Aquel hombre humilde que se movió por Judea, Samaria… interesa ahora en todas las tierras del Mediterráneo, y tiempo habrá en que ningún pueblo del mundo lo ignore.
María me da una clave de cómo se convirtió Jesús en lo que llegó a ser:
—Podía parecer un profeta más. En aquella época surgieron muchos, algunos muy falsos. Pero a él le salía de dentro lo que decía, era auténtico. No había diferencia entre lo que él era y lo que decía, como si todo fuese su piel, su alma, su corazón. Por eso lo creyeron.
Pero ¿cómo se empieza a predicar en tu propio pueblo, donde todos te conocen? Hay un dicho muy antiguo que dice “nadie fue profeta en su tierra”, y pocos lo han roto.
—Cuando empezó a predicar entre nuestros vecinos —me cuenta María—, yo pensé que lo echarían. Nadie puede aceptar que un semejante es un ser especial, a no ser que haya decidido aceptarlo antes. Y mi hijo era el hijo de José, el hijo del carpintero. Jesús siempre tuvo fama de niño raro, de niño bueno, muy bueno, pero muy raro; no podían aceptar que ahora les hablara del Reino de Dios como lo hacía.
Muchos de mis compatriotas querían saber cómo rezaba Jesús a Dios, cómo era su relación con Dios. María me dice algo muy interesante sobre esto:
“Una vez… tendría él unos catorce años, lo vi tumbado sobre su estera, moviendo los labios, hablando con una voz casi inaudible. Estaba hablando con Dios, pero con normalidad, no como el que reza, sino como el que habla con alguien real, un padre, un amigo. A José, su padre, lo llamaba “Padre”, con todo el respeto, y no era ése el tono que utilizaba para hablar con Dios. A Dios lo llamaba “Abba”, “Papá”, y el tono era diferente: se dirigía a Él como el que habla con un buen amigo, quizá mayor que él, una especie de hermano mayor”.
Para María esto significó un antes y un después: “Yo supe en aquel momento que aquello era una revolución mucho más importante de lo que parecía, y que si sorprendían a mi hijo rezando así podían hacerle mucho daño. Lo que no imaginaba es que él saldría, unos años después, por todas estas tierras a predicar lo que llevaba dentro, y que eso le llevaría a la muerte.”
Con 31 años Jesús empieza a predicar y, efectivamente, sus primeras frases son en su pueblo, Nazaret. María lo recuerda muy bien: “El Reino de Dios está cerca —decía él… yo le oía desde casa—, y debemos aprovechar para convertir lo malo en bueno y lo bueno en mejor”.
Jesús sale de Nazaret y su madre le va siguiendo por los relatos que le hacían de sus viajes:
—Iba de camino en camino, de lugar en lugar, y a mí me llegaba noticia de sus palabras, de sus milagros… Al principio me asustaba, incluso hubo un momento en que me enfadé… porque sabía adónde le llevaría eso, pero pronto olvidé lo malo y llegué a enorgullecerme. Una vez me contaron que le habían gritado, después de predicar: “Viva la madre que te parió”. Y sí, yo me llenaba de orgullo.
La figura de Jesús aparece en un momento muy particular político y religioso, y lo hace en una tierra de continuas revueltas. Así lo recuerda María:
—El país se revolvía. Mi hijo era como una marea que lo iba agitando todo. Él no quería ser rey ni nada de eso, pero muchos lo veían como tal, y una rebelión dormida quería tenerlo como líder. Los romanos veían con suspicacia cualquier alteración del orden; Herodes, débil en su trono, sospechaba de cualquier conspiración, real o inventada. Yo sabía que tenía que llegar lo peor, aunque no sabía cómo.
María me contó cómo desde que Jesús empezó a predicar, su hijo la vio a ella como un estorbo: “Él tenía alas y quería utilizarlas. Le llevaban a todas partes. Él decía: “Quiero ir a Tiberíades”, y le llevaban a Tiberíades. Así siempre. O no necesitaba ni decirlo… En mí veía la familia, la autoridad del padre, Nazaret, un pueblo en el que no pocos lo despreciaban, y también veía mi amor, el cual sabía apreciar, pero que no le dejaba moverse.
Jesús viaja por Israel y merodea Jerusalén. Predica el Reino de los Cielos, y cada vez se le une más gente, gente que tenía de él imágenes muy distintas, pero que lo seguía:
—A partir de ahí empieza una vida nueva para mí —me dice María—. La fama de Jesús se hace cada vez más grande, todo Israel habla de él. Se dice que quiere cambiar la religión de Moisés, que ataca a Herodes y a los romanos, que habla de un Dios de amor, pero que critica ferozmente a los creyentes, que hace milagros en sábado, que resucita a los muertos… A partir de entonces yo espero que cualquier día aparezca alguien en mi casa y me diga: “Mujer, han matado a tu hijo”. Pero aún tendría que esperar para ver eso, y lo vería muy de cerca.
¿Qué sintió María al presenciar la crucifixión de su hijo? Es un tema muy delicado, y se lo pregunto con todo el respeto.
—Todo el proceso que llaman “la Pasión” para mí fue muy diferente que para los que veneran a mi hijo. Supongo que para mí fue lo que para él: dolor. Con la diferencia de que mi hijo llevaba dentro una gran trascendencia, y yo eso lo perdí cuando salió del palacio de Poncio Pilato con la piel desgarrada por los latigazos. Para mí no fue la victoria de la vida sobre la muerte, de Dios sobre la muerte, sobre los que crucificaron a mi hijo… ni siquiera la prueba de su inmenso sacrificio, de la tremenda prueba por la que tuvo que pasar. Para mí fue contemplar paso a paso cómo torturaban a mi hijo Jesús, cómo se reían de él, cómo lo escupían, cómo tuvo que arrastrar una cruz cuando apenas podía con ella, porque desfallecía…Tuve que ver cómo penetraban los clavos en sus muñecas y cómo le ascendían en aquel madero. En esos años me dijeron muchas veces: “Tu hijo es el Hijo de Dios”. Y yo no sabía qué decir. Pero muchos de los que me hablaban de esa manera, estaban ahí escupiéndolo. Ni siquiera cuando dijeron que había resucitado yo respiré tranquila; fueron las peores jornadas de mi vida, ¿quién no diría lo mismo que yo?
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