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María Domínguez del Castillo: «El agua es capaz de decirse y de contradecirse»

María Domínguez del Castillo: «El agua es capaz de decirse y de contradecirse»

Imagino el color del agua. Sé que el agua no tiene color, pero también sé que ha de imaginarse siempre azul. Imagino el azul del cielo rebotando sobre la superficie acuática; la bruma gris de la costa atlántica. El agua cuando es gris ya no es agua, el agua cuando es gris es una tristeza, es niebla y el agua está detrás. Imagino la lluvia sin color golpeando el agua azul durante la infancia de mi padre. Sé que la infancia de mi padre no tiene color, pero también sé que ha de imaginarse siempre azul. Imagino el color azul: ¿existirá el mundo así concebido si limpio el polvo que cubre mis ojos?

María Domínguez del Castillo (Sevilla, 1997) ha escrito ya tres poemarios. El último de ellos, El polvo de las urnas, ha resultado ganador del último certamen de poesía organizado por el ayuntamiento de Villa de Peligros. Su poética asume la voluntad del agua en su sentido mudable: la escritura se superpone siempre a sí misma, siempre está superponiéndose. Está viva muy poco tiempo: uno ha de seguir escribiendo para que la muerte nunca invada las playas.

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El polvo de las urnas es la decantación de un proceso de aprendizaje que atraviesa tres poemarios. Cruzando sus lecturas se aprecia la agitación de este crecimiento, dada la juventud con la que empezaste a escribir. 

El regreso de la lluvia fue el primer poemario que concebí como una unidad narrativa, como un todo integral. Cada poema funcionaba de manera autónoma, pero existía un conjunto del que todos ellos formaban parte, en aquel caso construido a partir de una especie de hilo ficcional. Aquel hilo, en cualquier caso, tampoco estuvo predefinido: en general, es durante el proceso de escritura cuando empiezo a apreciar la reiteración de ciertas tendencias temáticas y formales. Dado que cada cosa que escribo no deja de ser distinta a lo anterior, pienso que por el momento es complicado hablar de un estilo común entre mis poemarios, pero sí noto una diferencia sustancial a la hora de enfrentarme al acto de escribir en el sentido de haberme desligado de cierto carácter imitativo, quizá inconsciente, que se daba en las primeras cosas que publiqué, particularmente en Presente y el mar. Entonces me apoyaba mucho en aquello que ya existía, pero sin siquiera reelaborarlo. En El regreso de la lluviaEl polvo de las urnas creo que, al menos, está presente una voluntad de coherencia temático-formal. Quizá por eso se pueda apreciar una voz más asentada en ellos.

—Respecto a El regreso de la lluvia, en El polvo de las urnas manejas los usos del lenguaje con mucha mayor limpieza, depurando el empleo de recursos habituales en tu obra como las repeticiones, las anáforas o las rupturas idiomáticas. Si El regreso de la lluvia se planteaba como un torrente lingüístico, tu último libro es una obra mucho más recogida.

—Es curioso: El polvo de las urnas está dividido en dos partes; la primera, que da nombre libro, y una segunda titulada Necrológica. Cronológicamente, Necrológica está escrito antes de El regreso de la lluvia. El año pasado escribí la primera parte de El polvo de las urnas, que es la más reciente, y que sí creo que recoge esa limpieza de la que hablas. De hecho, en un primer momento su escritura se me volvió extraña, dado que rompía un poco con aquello que había publicado antes y que podía identificarse como mi estilo. Como mencionas, la manifestación constante de la intertextualidad o la introducción reiterativa de distintos idiomas y referencias son recursos de los que aquí ya no me sirvo con tanta frecuencia, y me figuro que esto sucede así por una exigencia de intimidad. No quiero decir con ello que el resto de cosas que haya escrito no posean un cariz íntimo —considero, de hecho, que toda escritura es una elaboración a partir de lo experiencial, nos refiramos a estímulos de carácter cultural o a meras vivencias—, pero sí es cierto que en la primera parte de El polvo de las urnas llevo a cabo un ejercicio que podríamos denominar de honestidad formal, de liberación respecto al artificio de la literatura. Digamos que, a la hora de escribir esos poemas, no me interesaba plantear los juegos literarios que predominaban en mi poesía previa.

—Esto también se da así por una cuestión de coherencia temática: tus dos libros previos proponían una contraposición entre los elementos del mar y la ciudad, dos espacios abiertos y a menudo inabarcables, y El polvo de las urnas se presenta con un aspecto mucho más doméstico. Al hacer referencia a espacios cerrados o de carácter familiar e íntimo es lógico que la forma del libro también se recoja.

—Creo que está muy bien visto porque la intención, especialmente en esa primera parte del libro, era la de proyectar la idea de estar escribiendo desde el interior de un dormitorio, pensando con cuidado en la construcción del poema. En los otros libros se proyectaba lo contrario: la sensación de escribir a lo largo de un recorrido por diferentes ciudades y lugares, de escribir siempre en movimiento. De este modo, la inquietud y el dinamismo quedaban impresos en el poema, tanto formal como temáticamente. Puede que este giro hacia la intimidad haya venido dado por las propias circunstancias materiales del proceso de escritura, que en el caso de El polvo de las urnas están relacionadas con el sosiego y la introspección de los primeros meses que pasé viviendo en Inglaterra. En Necrológica, igual que en El regreso de la lluvia, se reflejan la sucesión de acontecimientos caóticos que atravesé durante el periodo de su escritura, la mezcla de lecturas y los viajes realizados. Pienso que sí, que la forma puede venir de algún modo cincelada por las circunstancias materiales en que los poemas fueron escritos.

—El leitmotiv de que «primero hay que leer y después escribir» está siempre presente en el debate literario, pero no dejo de considerar interesante un caso como el tuyo, en el que, al haber empezado a publicar siendo tan joven, es posible asistir al proceso mediante el cual te has desarrollado como persona que escribe a lo largo de tus años de formación. Tanto Presente y el mar como El regreso de la lluvia sirven como testimonio de la agitación en la que te viste envuelta como persona que abandonaba la adolescencia y cambiaba de ciudad por primera vez en su vida, que descubría el mundo y sus correlatos lingüísticos. Así, tu obra cruza subtextualmente toda tu biografía, si bien no a través de su contenido, sí a través de sus formas.

—Al principio sucedía que yo, como persona y escritora, era particularmente inmadura e insegura. Prestaba mucha atención a las voces que procedían del exterior, a los cánones poéticos y a la crítica literaria, que entonces funcionaba más restrictiva que prescriptivamente. Digamos que trataba de justificar mis decisiones poéticas en base a una serie de teorías o a la opinión de ciertas autoridades en la materia que pontificaban sobre las formas en que se debía escribir y aquellas otras que ya estaban en desuso. Considero que estos elementos limitan y entorpecen las posibilidades y potencialidades de cualquier creador y, en el caso de una persona insegura como lo era yo, se vuelven más peligrosos. Veía entonces a la literatura como un ente idealizado; pensaba la figura del escritor en base a esas mismas lógicas. Concebía la experiencia como material para la literatura.

Con el paso de los años, a medida que mi conocimiento al respecto de los mecanismos literarios y del mundo de la literatura en general, se me reveló que quizá no hubiese tanto por comprender: darme cuenta de que la obra también se extingue con la muerte —en tanto ésta supone una suerte de anulación absoluta del espacio y el tiempo— me sirvió para llevar la escritura a un lugar más terrenal. La vida ya no se presentaba como una excusa para la literatura, sino que se daba el proceso contrario: la literatura empezaba a ser una excusa para la vida. Lo esencial, en el fondo, es vivir y amar. Es cuando esas dos cosas no pueden darse en plenitud cuando uno se recoge y aparece la literatura. Creo que ese proceso de reorganización de mis prioridades me hizo comprender lo que es ser en el otro y también con el otro, también repensar las relaciones entre vida y literatura, relativizar mi idealización del arte. Esa evolución se ve reflejada en mi escritura, pero más fundamentalmente en mi conformación del yo, en la comprensión de que éste no es sino una tensión entre lo estático y lo dinámico, entre el estar siendo en movimiento constante y la necesidad de, al mismo tiempo, definirse de algún modo para sortear el vértigo.

Juan Gallego Benot publicó en 2017 —cuando ambos apenas alcanzabais la veintena— una reseña en Ocultalit de Presente y el mar en la que lo presentaba como un ejercicio antitético respecto a la poesía joven comercial que entonces estallaba, con los grandes grupos editoriales formando sellos y fichando poetas a través de Internet. Enlazando con lo que comentabas antes sobre la influencia del contexto crítico que uno habita a la hora de escribir, imagino que aquellas circunstancias también te condicionaron a la hora de posicionarte. En tus dos libros siguientes se puede apreciar un esfuerzo por liberarte de esa escritura por oposición, en busca de construir algo estrictamente tuyo.

—No quiero decir que fuese una cuestión de orgullo, pero entonces tenía claro que no merecía la pena publicar un libro si para hacerlo tenía que modificar mi manera de escribir o de comprender la literatura. En ese caso dejaría de ser una escritora para ser una escribidora, me parece. Es algo que se hace: hay personas que diseñan un contenido específico para consumición, pero yo no me veía capaz de hacer eso. Nunca he concebido la escritura de una manera en la que los tiempos estuviesen demasiado marcados, con lo que la dinámica de los premios tampoco funcionaba para mí, que simplemente escribía y exploraba lo que en cada momento encontraba interesante. Me asumía en la periferia y no me importaba demasiado, dado que creía que para abandonarla debía hacer algo que no quería, ni literaria ni personalmente. En un momento dado llevé a Esdrújula, la editorial de Granada, un libro de relatos que tenía terminado. Entonces, mi poesía era algo en lo que no confiaba demasiado, pero el editor me pidió que le dejase la primera parte de Presente y el mar y unos días más tarde me llamó para decirme que estaba decidido a publicarlo. Para mí fue difícil de creer en un primer momento, porque tenía muy asimilado que, si quería publicar un libro, tenía que ganar un premio antes. La presencia y la presión de aquel contexto poético hizo que, durante un tiempo, yo ni siquiera concibiese la posibilidad de la edición.

—Saltaste así de la narrativa a la poesía, pero creo que es interesante atender a cómo en tus libros continúas empleando dispositivos propios de la narración e incluso de la novela. El polvo de las urnas, sin ir más lejos, nace a partir del diseño de un aparato ficcional, algo inusual en un contexto en el que la poesía suele nacer o bien de un ejercicio de pensamiento a partir de una idea específica, o de una exploración de carácter más lingüístico. De este modo rompes también las barreras categoriales entre poesía y narrativa, para enmarcar lo poético dentro de una serie de usos concretos del lenguaje más allá de las estructuras.

—De hecho, creo que ese salto nunca llega a darse. Digamos que yo empecé a escribir más o menos con cierto criterio cuando comprendí que la escritura se producía a través de una vinculación concreta entre forma y contenido. En aquel momento yo pensaba en términos de puros dispositivos textuales sin tener en demasiada consideración el género literario al que éstos pertenecían. Las convenciones de género me incomodaban, pero no porque se diese en mí una voluntad rompedora ni disruptiva, sino porque a la hora de escribir me veía incapaz de ajustarme a ellas; de pronto me daba cuenta de que algunos textos en prosa funcionaban, por su disposición métrica, con los mecanismos propios de un poema, pese a que yo no tuviese una intención explícita de que así fuese. Yo siempre escribo fragmentariamente, con lo que los resultados de mi trabajo se van amontonando hasta formar un pequeño laberinto que a pesar de todo sé, mirándolo desde arriba, que puede ser organizado de alguna manera para ser concebido como una unidad.

Al leer Las olas, de Virginia Woolf, me costaba mucho pensar en términos de novela o poesía. Lo mismo me sucedía al leer Altazor, de Vicente Huidobro: en esa obra se producía una manipulación absoluta del lenguaje, que pasaba a ser concebido como el agua, como algo líquido susceptible de transformarse a otros estados posibles. El lenguaje, en el fondo, es una materia que puedes manipular a tu gusto, y es común a la prosa y a la poesía. Acercándote más a unos u otros estándares, tú puedes hacer más o menos lo que quieras, subvertir las reglas que definen o categorizan lo que estás escribiendo. Así pues, mis poemarios se construyen al final como pequeñas ficciones, aunque originalmente estén concebidos desde los usos lingüísticos de la poesía. No se trata de romper abruptamente con lo poético, sino de comprender que no existe la necesidad explícita de nombrar de una manera concreta aquello que se está haciendo.

—El agua es un elemento que se ubica en el núcleo de tus tres poemarios. Su empleo te sirve para muchas cosas, dada su ductilidad: representas a través de ella el movimiento y la capacidad de un cuerpo textual para desplazarse y transformarse; también la usas como espejo en el que el yo cobra conciencia de sí mismo; a través de la lluvia introduces la idea de la constante renovación de las cosas. De la mano del agua presentas la mayor parte de los temas que pueblan tu obra, es algo que late siempre en tu imaginario.

—Considero que el agua, como cosa, es prácticamente una holofrase. Lo dice todo. El agua es capaz de decirse y de contradecirse. Estableciendo analogías, en primer lugar considero que es una perfecta metáfora del lenguaje en sí: su única constancia es su potencialidad de cambio. Implica la vida e implica la muerte; lo contiene todo a un mismo tiempo. También considero que existe un vínculo importante entre el agua y la identidad —bien del yo o del otro— ya que a esta última, como decía antes, la concibo como una tensión entre lo que siempre está siendo y aquello que permanece estable en su esencialidad —el agua, al final, está hecha de agua—. Ofrece además muchas posibilidades como espacio de convivencia, y supone un recordatorio acerca de la volubilidad de las cosas. La imagen de las olas golpeando la orilla y recogiéndose después me hizo entender que lo que más me angustiaba del hecho de vivir era esa inestabilidad, pero que en ella reside también lo más hermoso de la vida. El mar es hermoso porque siempre está moviéndose. Por último, fija una cierta atemporalidad: representa aquello que siempre está siendo y que continuará siendo más allá de tu agencia y de tu propia existencia.

En otro orden de cosas, el mar ha sido siempre un escenario presente en mi biografía, con lo que también he establecido vínculos de carácter más íntimo con él. Cuando paseo por la orilla de una playa siento una opresión suave en el pecho, una excitación similar a la que puede producir el enamoramiento; es la cosa más parecida al amor que he encontrado hasta la fecha. En muchos sentidos, para mí la imagen del mar resulta redentora: si uno se encuentra solo o si las cosas van mal, al menos se tiene la certeza de que el mar continúa ahí, de que el tiempo sigue avanzando. De que tú sigues siendo mientras estás vivo. Y también de que, mientras vives y estás con otra persona, ese instante es el único que existe. Ese instante no puede ser mancillado ni siquiera por la certeza de que después vendrá otra ola, romperá en la orilla y volverá a marcharse.

—Más allá de la presencia del agua y el movimiento, en los tres libros también se da un interés por el lugar que ocupa el otro en un espacio comunitario representado por la ciudad y, en el caso de El polvo de las urnas, también por la propia casa. Así, ocupan un lugar central en tu poesía las interacciones entre el yo poético y aquellos que lo rodean; desde un punto de vista intertextual, la interacción entre el yo poético y las voces que lo conforman. Más allá de la soledad del yo que avanza alejándose del otro en base a su dinamismo intrínseco, también planteas cómo los dinamismos de los demás son fundamentales en la propia construcción de ese yo.

—En tanto uno siempre está siendo, cada persona con la que convive o comparte tiempo, así como cada espacio que ocupa, cada acontecimiento que tiene lugar a su alrededor, cada libro que lee o cada voz que escucha juegan un papel activo en la conformación del yo. Si ese yo estuviese solo consigo mismo, se produciría una enorme crisis de identidad: una persona sin ningún tipo de referencia vital, emocional o intelectual no es más que un cuerpo que no deja de autorreferenciarse, incapaz de pensar en algo que no sea él mismo. Todo yo se diseña en base a la relación y el diálogo con la otredad, o al menos yo no soy capaz de concebir su construcción de otra manera. Quizá por eso se tiene la sensación de que todo cambia constantemente, dado que cada día que pasa se produce una reestructuración del yo y del mundo percibido. Vuelvo a recurrir a Las olas: en el libro de Virginia Woolf se presentan varias concepciones de la identidad y los seis personajes que lo pueblan parecen tener una serie de rasgos que los definen en sus individualidades respectivas. Sin embargo, eventualmente todos convergen en una unidad multifacética: cuando se reúnen se dibuja la frontera en la que la distancia entre el uno y el otro se disuelve. Cuando otra persona se acerca, cuando se escucha lo que el otro tiene que decir, el propio yo se modifica.

—No es estrictamente una paradoja, pero sí un juego en esta dirección: El polvo de las urnas es un libro que, en apariencia, trata sobre la muerte; sin embargo, acaba por ser un libro sobre seguir vivo a pesar de ella. Hace poco, en Voices in the Wind, la última película de Nobuhiro Suwa, escuchaba a un personaje decirle a la protagonista: «El hecho es que tú estás viva. Y las personas vivas tienen que comer». Todo remite a la idea de que, más allá de que la muerte exista, pueda pensarse y configurarse como ficción, todo se resume en el hecho de que estás viviendo. Tu escritura se presenta siempre mudable, reivindicando desde la forma una realidad que puede ser obvia pero no por ello menos contundente: que la persona que escribe está viva.

—En el caso de este libro empleo un punto de partida ficticio, que es la muerte de mis padres —afortunadamente, mis padres están bien—: este recurso me sirve para plantearme, sucesivamente, tres preguntas que vienen a relacionarse con todo lo que hemos estado hablando sobre la relación entre el uno y el otro. La primera pregunta que me hago es la de qué queda del yo ante la ausencia del otro, ejemplificándolo a través de la familia como otredad con mayor presencia a lo largo de la vida. En segundo lugar, ante una hipotética muerte del yo, me pregunto qué queda del otro ante su ausencia. En ausencia de ese yo, respondo: bueno, pues lo que queda no es otra cosa sino la propia literatura. Pero esto no puedo sino decirlo de manera irónica, porque, a fin de cuentas, ¿qué es la literatura cuando no existen ni el yo ni el otro? No sirve para nada, no es más que papel escrito. De este modo creo reivindicar la vida en sí misma, señalar que la muerte solo existe cuando ya no existe la vida. Y a fin de cuentas seguimos viviendo y, mientras lo hacemos, seguimos necesitando comer.

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Autora: María Domínguez del Castillo. TítuloEl polvo de las urnas. Editorial: Diputación Provincial de Granada. VentaTodos tus librosAmazon y Casa del Libro.

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