Imagen: Archivo personal de María Sánchez.
Dejo el libro al lado y me centro en el recuerdo. La cara de Ana, aunque recurrente, cada vez es una evocación más vaga. Resulta menos trabajoso invocar su voz: rasgada y con el acento cerrado de la zona. Y alta, muy alta, más alta todavía cuando cantaba en misa los domingos, su único día libre a la semana.
Acallo a aquel que lee habitualmente en mi cabeza para que sea el rastro de la voz de Ana el que me hable del campo, de la vida rural, de la mujer en la España vaciada. El juego me emociona: Ana me quiso (tal vez me quiera todavía) como una madre, como una hermana mayor y sensata. Y yo la quise a ella (la quiero todavía, puedo decirlo), aunque jamás me haya atrevido a volver a aquel pueblo perdido, en el que sus habitantes no votan porque han sido abandonados por los políticos, que es mirado con una falsa nostalgia de urbe por aquellos que hacen (hacemos) picnic los domingos y pisamos un terreno que nos es ajeno, exótico, casi un parque de atracciones. Por eso me gusta simular que la escucho leyéndome estos títulos: porque me sigue enseñando, porque ella es, con muchas otras, protagonista involuntaria de esta historia.
Benizar es mi cuaderno de campo; este pequeño enclave rico en fuentes frescas y gentes buenas es un lugar en el que fui feliz. Benizar me enseñó, dejó en mí más cicatrices de las que yo podré dejar jamás en nada. Lo pienso ahora, con los libros de María Sánchez sobre la mesa, con un buen puñado de notas en las que me pido no jugar al paternalismo con lo rural, evitar la mirada bucólica y anecdótica hacia sus gentes.
La poeta, la veterinaria, la ensayista, quiere que olvidemos la imagen idílica de lo rural como eterna postal pastoril: hay mujeres y hombres que luchan a diario por amasar esa tierra, por evitar que sus jóvenes se marchen hacia otro espacio en el que no cabe la idea de retorno, por cultivar futuro.
Sangre no es la palabra:
Quizás un temblor
En los bordes de la herida,
¿quién alimenta a quién?
María Sánchez tiene treinta años y toda la fuerza por delante. Su voz ya es sagrada porque amplifica las de aquellas otras mujeres que calladamente trabajan en los huertos, recogen la aceituna, asisten a sus cabras en el parto, ordeñan y también cuidan de sus padres y sus suegros, recogen a sus hijas del colegio, hacen la compra, guisan, lavan las ropas de faena, sonríen, hablan, celebran, velan a sus muertos.
El don es que es poeta; la virtud, que lo ha ofrecido a un propósito necesario, a una suerte de misión: “¿Quién se preocupa de rescatar a nuestras abuelas y madres de ese mundo al que las confinaron, de esa habitación callada, en miniatura, reduciéndolas sólo a compañeras, esposas ejemplares y buenas madres? ¿Por qué hemos normalizado que ellas fueran apartadas de nuestra narrativa y no formaran parte de la historia? ¿Quién se ha apoderado de sus espacios y su voz? ¿Quién escribe realmente sobre ellas?”.
Por eso Cuaderno de campo. Por eso Tierra de mujeres. Dos títulos hasta el momento. Un poemario editado en La Bella Varsovia y un ensayo lírico y contundente que alberga la colección de Seix Barral. Parecería poco para afirmar que se está ante una obra. Pero es todo lo contrario. A la luz de la lectura de ambos libros es cuando se atiende a la creación mayor de la cordobesa: su propia vida.
Veterinaria de campo, escritora en aquellos momentos en los que el tiempo libre no es paradoja y el cansancio no lo vence todo («la realidad es que escribo cansada», dirá), María es, ante todo, testimonio. Su poética, su literatura supone un descubrimiento hacia sí misma y hacia los demás. Parece haber llegado para decir a los cultos lectores urbanitas que no somos más que un apéndice del origen. Y que el origen es el barro, el suelo, el campo que nos nutre y en el que debemos hundir las manos como en una acción de gracias. Y, lo más importante, también se lo dice a ella, ahora que todavía es posible: mira a tu madre; aprende a abrazar a los árboles, como tu tatarabuela; comprende que el feminismo en el campo es más lento, pero más osado, contempla a esas mujeres como quien celebra lo heroico.
Leer a María es querer correr al campo a bendecirlo; desnudar las manos de anillos, de esmaltes, y entregarlas a la cicatriz del suelo trabajado; embarrarse en sus letras es enfrentarse a la luz que tiró a Saulo, aunque no haya, en este caso, un Dios al otro lado, sino una invitación a conectar con ese espacio de alcornoques, huertos y olivos del que cada vez sabemos menos.
Un primer libro es como una pequeña célula
La cubierta de Cuaderno de campo, una fotografía de Andrea Kiss, es la habitación de una casa cerrada. De pronto Lorca, Bernarda Alba, su «no ha de entrar en esta casa el viento de la calle». Flores vivas que agonizan porque han sido cortadas.
El primer libro de María Sánchez apareció en marzo de 2017. Está lleno de versos honestos, punzantes, crudos. En él, la poeta reconstruye su historia, comienza a despejar la senda, a eliminar las malas hierbas que le impiden comprender aquello a lo que, asegura, ha llegado tarde. Se conoce en la biografía, observa el árbol genealógico y percibe las manos de su abuelo desollando una liebre en la cocina. Habla de instintos y de anatomías, del instinto animal y cobarde, del temblor en el pecho. Pero también se exige, se condena por haber desterrado otra parte, otras partes: «No olvides llorar para que la herida cicatrice».
La mujer invisible es la madre. La mujer invisible es la abuela. Ellas están en el fondo, atrapadas por lo frondoso, por las ortigas a las que la joven escritora no quería acercarse: «¿Por qué ellas no ocupaban un espacio importante entre mis referentes? ¿Por qué no fueron nunca el ejemplo a seguir? ¿Por qué de niña no quería ser como ellas?». Su escritura parte de esas preguntas.
El primer libro es como una pequeña célula; el primer poemario, una mancha que se fija en el centro del estómago y desde la cual se genera todo. Cuaderno de campo responde al propósito extraño de ser la herencia de las abuelas, de las madres, de los abuelos, de los padres: la autora construye su poética desde el recuerdo vivido (con ellos) y el recuerdo desconocido (de ellas): la mujer, el campo, las tareas de la huerta y el vareo de los olivos. Y el cuerpo como mapa, como geografía sobre la que sucede todo: territorio abierto de piel, montañas de células y arroyos de sangre plácida.
Soy la tercera generación de hombres que vie-
nen de la tierra y de la sangre. De las manos de
mi abuelo atando los cuatro estómagos de un
rumiante. De los pies de mi bisabuelo hundién-
dose en la espalda de una mula para llegar a la
aceituna. De la voz y la cabeza de mi padre re-
pitiendo yo con tu edad yo y tu abuelo yo y los hombres
La literatura, se atreve a afirmar, es como cultivar un terreno. Su escritura, reconoce, es tal porque la labra, porque la camina, porque la cuida: «Sí que podría escribir sobre lo que hace que termine escribiendo. Esos elementos que de repente se vuelven protagonistas, acaparan la luz y la atención y no hay nada más. A veces aparecen y te acompañan durante horas, días, incluso meses, hasta convertirse en palabra. A mí me gusta verlos como un destello. Algo que interrumpe e ilumina, que cambia el curso de las cosas».
Aprendo a amasar el pan de pueblo
Tierra de mujeres es muchas cosas. Primero: un libro bello en el que todavía calientan las brasas de la poeta de Cuaderno de campo; segundo: una declaración de amor al mundo rural, tercera: un ajustar cuentas con el feminismo de esas zonas, con sus mujeres valientes; cuarto: un tirón de orejas a los que vivimos el campo como un decorado, a aquellos que vamos allí sin querer entender apenas nada, buscando una postal, una foto bonita para compartir, alguna buena fonda («Y qué barato se come, ¿eh?») y el vivir de aquellas gentes, en las que de un modo inconsciente buscamos un origen, un abrazo con la tierra.
Estas son sus palabras: «Sé que el medio rural y sus mujeres no necesitan una literatura que las rescate, pero sí una que las cuente de verdad. Que sea honesta y sincera, que dé espacio verdadero a sus protagonistas. Que no mire por encima del hombro, que no juzgue ni exija, que deje que ellas puedan equivocarse, como hacemos todos, que puedan de una vez contar y escribir su historia».
Quizá en esas líneas quede todo resumido. Una apuesta personal, la evolución desde la militancia sutil de Cuaderno de campo, un ensayo que camina entre la confesión, el relato familiar y el activismo, y que se centra en la importancia de la mujer y la necesidad de vindicar su lugar más allá de la sombra del hombre, que se hace más pesada y alargada en las zonas lejanas a las grandes urbes. Aquí también está la mancha, que es ella misma, la primera mujer de esa generación de hombres veterinarios, y el dolor de ver el silencio de su madre, de su abuela, el silencio impuesto por un bozal de trabajo en los contornos del marido. Pero también la poesía, el homenaje, la belleza:
«Impone ver a un árbol así agonizando, muriéndose, comenzando a desaparecer. Porque aunque el árbol se resquebraje, se vuelva de color gris y se deje arrasar por los hongos y los líquenes, a su alrededor la vida continúa. En el suelo, en el tronco, en las ramas. Los pájaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia orgánica. Si alguna rama permanece seguirá siendo sombra, descanso, refugio. El agua se acurrucará en sus recovecos, a pesar de la muerte».
Así, entre las hermosas visiones, fruto de la experiencia, y la necesidad de concienciación, la escritora genera una lectura que remueve, que atenta contra los pilares de lo socialmente establecido, que invita a querer al campo tras dejar de lado la ilusión de lo perfecto, a interesarse por ese pulmón vital —lo es, lo debe ser— con todas sus aristas, a sentir las heridas en las manos después de la jornada, de la eterna jornada de trabajo. Para que el pan de pueblo deje de ser tal y solo sea pan, pan real y trabajado, masa de cariño y esfuerzo, miga cercana, propia.
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