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Maribel Andrés Llamero: (re)construir el mundo

Maribel Andrés Llamero: (re)construir el mundo

En marzo de 2018 aparece, en la editorial Maclein y Parker, La lentitud del liberto, el primer libro de poemas de Maribel Andrés Llamero. En ese trabajo, dedicado a sus padres y a su hermano, la autora salmantina se propone construir, reconstruir, más bien, un mundo que contrastara con el presente. Allí empieza un camino ético y lírico que ha definido su trayectoria y le ha generado un público en sintonía con esa particular idea.

La motivación es relativamente simple: el escenario en el que cree que debemos vivir, que mira de alguna forma a las maneras antiguas y que se ha visto desplazado por las urgencias de la superficie contemporánea, no puede desaparecer. Y desde la mínima importancia de un cuaderno de versos inicia esa militancia, que podría considerarse como una reprimenda intergeneracional y un rechazo a la frivolidad de nuestro ahora.

"El lector cae en que la suya es una osadía verdadera: esta poeta de treinta y cuatro años ha comprendido que lo verdadero, lo real, existe en las afueras de esta cotidianeidad"

Así lo defiende Antonio Colinas en el pórtico del pequeño libro, en el que escribe un prólogo que sirve como cirio protector para la poesía de Andrés Llamero: “Vendrán poemas como una sucesión de estampas sutiles y a la vez mordaces de la realidad que vivimos a diario, que engañosamente gozamos como espejismos de paraísos, pero que en realidad son los espacios del liberto, del que sigue esclavo de su amo o amos (el sistema, el poder, las mercaderías, el consumo)”.

Sin ser un ejercicio ‘de lo social’, sin recurrir al panfleto o al grito coreado hasta su pérdida de sentido, la escritora mimbra una poesía que declara principios, que dice no a lo superficial

No al gasto frenético

No a ‘el mundo es mío’

No a todo aquello que disfraza el egoísmo de libertad, determinación, firmeza

Y así, el lector cae en que la suya es una osadía verdadera: esta poeta de treinta y cuatro años ha comprendido que lo verdadero, lo real, existe en las afueras de esta cotidianeidad porque…

En quién te convierte
el mundo

que te habita.

La lentitud del liberto. Titula así su primer libro porque, como sugiere Bernat Castany en una interesante crítica publicada en Pliego Suelto en 2018, es especialmente contra el frenesí del día a día, de las obligaciones, del mirarlo todo sin ver nada, contra lo que se sitúa la autora, que en un poema se pone a AULLAR de este modo:

Grito No
a la velocidad
del sexo rápido, del viaje de consumo,
del café instantáneo, de los coches de carreras,
del fast food.

No a todo lo que niega que la belleza
de los cañones fluviales de roca pulida son los rastros
de la constancia del agua
a través del tiempo.

No a todo aquello que desprecia

la materia temporal que somos            y nos conforma.

Para que madure el fruto
son necesarias la flor y la hoja.
Para dejar de ser verano se necesita la llegada del otoño.
Así como los árboles amarillean para poder dejar de amarte.
yo he de irte perdiendo cada día.
respetando la necesidad del luto,
el lento discurrir de las lágrimas.

Porque es entre ser y no ser
donde se encuentra la vida.

Con estos primeros poemas, Maribel Andrés Llamero inicia un viaje en el que la voz propia se va perfeccionando en el arte de convencer al lector: cada nuevo poema recuerda a esa pregunta —En quién te convierte / el mundo / que te habita—; y busca que sea cada uno, en su individualidad, quien manipule internamente esa ruta prefijada, quien construya otras fronteras, quien dibuje geografías nuevas de tan antiguas.

DEPURAS UN LENGUAJE EN EL QUE SE OYE UNA Y OTRA VEZ EL MISMO AULLIDO

Aullido es una palabra extraña en el contexto de la poesía de Maribel Andrés Llamero. La escritora defiende su postura vital, se enfrenta a aquello que confunde su (nuestro) mundo, pero lo hace con las uñas levemente entresacadas, para que la belleza y el ritmo del verso sean el propio testimonio de la metamorfosis que pretende. Tal vez no aúlla, más bien alza una voz firme, pero que impulsa a su manera.

"Reivindica la poeta su origen y linaje, nos dice que la distopía es hoy, que estamos marcados con el signo de lo artificial y hemos dado la espalda al atardecer y a la mariposa"

Así, continúa por esa misma senda, la de la mirada hacia lo natural, la ruptura con la obligación impuesta de lo frenético, la mirada hacia lo que la sociedad ha vuelto inútil, en los poemas que han conformado sus dos siguientes entregas: Autobús de Fermoselle (XXXIV Premio de Poesía Hiperión, 2019) y en su más reciente Los inútiles (Isla Elefante, 2022).

Reivindica la poeta su origen y linaje, nos dice que la distopía es hoy, que estamos marcados con el signo de lo artificial y hemos dado la espalda al atardecer y a la mariposa.

No hay más que honestidad: la de una mujer que se siente niña feliz con el calor de las manos de la abuela, la que busca esa realidad no ya como una opción política, que también, sino como un aovillarse en una transparencia grata que quiere, que debe, compartir con todos.

Vuelvo de mis anhelos trashumantes
y se me hacen de plata todas las rutas,
de azafrán las carreteras, las retamas
custodian mi camino a casa.
Y qué importa que nadie a acompañarnos baje,
siendo tú tan recia y sencilla.
Yo puedo habitar tu soledad
con las vacas de mi abuelo: Guinda y Viboreta;
con las piernas delgadas de mamá;
con mi padre sacando al choto a los ríos;
la abuela cuidando la nogal.
Las amapolas y las lilas pueblan
estas páginas de primavera.

Esto es Castilla,
nunca fue mejor, solo la nuestra.
Esto es Castilla, lo que somos,
mi cuerpo, preso como arbusto a este suelo,
el espacio donde habitan los abrazos
urdidos, mimbre, con empeño.

Tengo estos prados metidos en los ojos
y cuando brotan me salvan
como al paisaje. El horizonte
se nos talló en el pecho
siempre en pie para recomenzar.
Ya vamos, Castilla, ya vamos.
Seguimos avanzando campo horizontal,
campo tenaz.

Y con la ruptura con el tiempo cronometrado y la mirada hacia lo rural y que es origen, viene la apología de lo inútil, lo aparentemente innecesario que contiene, en realidad, la esencia última y verdadera de las cosas.

Hablo de lo que Maribel Andrés Llamero plantea en Los inútiles (Isla Elefante, 2022). Aquí la poeta se sitúa, de algún modo, en un espacio más pasivo: observa y agradece mientras el ruido sigue ahí afuera.

Para encontrar esa paz, se apoya en la infancia, horizonte antiguo de algodón donde dormir con el abrazo. Dice:

(…)

Elijo el silencio
y la quietud
de quienes todavía
intentan la intimidad
(…)

Y dice, también:

Los que han perdido su miedo
están más cerca de los dioses:
Se los reconoce porque ríen
con la fuerza de mil gigantes.

La ‘voz de manifiesto’ que antes podría esconderse bajo los versos está, en este tercer libro de la escritora castellana, prácticamente exiliada ahora: la proclama se convierte en invitación a una acción privada, íntima; el poema no es lamento, sino testimonio de que lo inútil sirve para qué, para cuándo, por qué.

No son, sus inútiles, aquellos de Fellini: se trata de alabar a los que eligen una disposición a la mirada que incide en lo natural, en lo orgánico, en la ausencia de normas mercadotécnicas. Huir de la ‘cadena de producción’, situarse levemente al margen de la misma o, al menos, reconocerse dentro de ella es el hallazgo vital al que esta poeta invita.

ESAS TIJERAS ENFERMAS

Pero tenemos que hablar del padre, de cómo esa figura en sombra lo transforma todo: 80.000 Soldados de terracota (Isla Elefante, 2024) es un jirón en la trayectoria poética de Maribel Andrés Llamero.

Esta vez, la vida se impone como nunca pues, como escribe Ben Clark en la contracubierta de libro, “una poeta y un padre caminan hacia la noche total”. Él muere y ella, que acepta esa realidad como inevitable poco a poco, en los poemas se rebela, asume, recuerda, ríe, se aleja, tiene miedo, se muestra vulnerable…

Este libro es una elegía para sí misma, pues reconoce vivir, en parte, a través del padre, conformarse en los ojos, en las manos de quien le dio la vida, ser ella a partir de lo que han sido él y ella. Dividido en cinco partes, es el retrato, la crónica del amor a través del cuidado, la ternura de una hija que ofrenda, las manos unidas en el borde del precipicio.

Nos viene mordiendo los pies
una bestia que ha reptado
desde su angosto y húmedo nido.
Imaginábamos ruidos de cristales,
gemidos desgarradores,
animales huyendo con pavor,
pero el suyo es un rumbo espeso
que avanza larvado, con el murmullo
sigiloso –así crecen las plantas–
de la erosión irreversible:
el fin avanza siempre callado.
Y ya viene, papá, ya va llegando
a lo vivo desde el suelo.
Nos viene mordiendo los pies
una bestia con las fauces abiertas.
(…)

CREO QUE RECHAZAS A LOS ÁNGELES

Creo que rechazas a los ángeles. No esperas —“La muerte no es nada / salvo un cuerpo”— una luz incandescente de paz. No quisiste (quisisteis) cruz o responso u oración cuando los restos de tu padre iba camino a liberarlo de, son tuyas estas palabras, su última dureza.

Entiendo todo esto: que la fe que en mí estuvo casi viva y ahora niego no significa nada para ti. Al menos eso intuyo. Por eso, susurro la palabra s a c r i l e g i o cuando fotografío la cubierta de tu libro ante un icono centenario de una virgen con el niño.

Un siglo.

Cien años.

Todo ese tiempo. Toda esta vida sosteniendo la mirada a quienes, como yo, ahora la observan. Ojos firmes en la tristeza queda: la madre que abraza a su hijo treinta y tres años antes de su muerte, pero que ya sostiene ese dolor.

"Pero veo a esa madre dorada que aguanta la quimioterapia, que ve cómo las fuerzas merman, que esconde a sus ojos la guitarra que cantó y que la hizo cantar tantas veces"

Ya sé, ya sé que rechazas a los ángeles, que la vida de tu padre queda solo en el recuerdo hasta que se agote en el último de los hijos de sus hijos, que no hay milagro ni resurrección posibles. Sin embargo, coloco el libro junto a esa madera vieja y lo entiendo: te entiendo a ti, Maribel, que reconoces: “Yo que nunca he parido un bebé, ahora te cuido, / te alimento, te limpio, papá, niño mío”.

Escribo estas líneas con cautela: no quiero sacralizar esos cuidados, no quiero ver en ti —que otros vean en ti por mí— un sacrificio por destino, una proeza inhumana más allá del amor casi egoísta, del abrazo que no quiere dejar ir. Pero veo a esa madre dorada que aguanta la quimioterapia, que ve cómo las fuerzas merman, que esconde a sus ojos la guitarra que cantó y que la hizo cantar tantas veces. Que reclama la esperanza.

Suplico en estas líneas
a todo lo que se marchita
que se detenga.

Una tregua es lo único
que necesito.

Atravieso a paso de soldado este páramo contigo. No contigo: cerca de ti. Me siento en paz: como tú en los últimos poemas del libro en el que te despides de tu padre, aunque de un modo distinto.

He llegado hasta aquí para hacer una confesión: hace una semana, solo una semana, he vivido con el miedo a la enfermedad. He atisbado esos ojos de virgen-madre-hija-mujer en quien más y mejor me quiere.

Ella decía “por favor, no tengas nada”. Yo decía “por favor, no puedo tener nada”.

Entonces la prueba, el pinchazo, el miedo como ardor de orina por minutos. Y, de nuevo, los ojos. A distancia, a través del cristal desde el que mira el especialista y desde el que mira —también médico— ella.

Me atrevo, me asomo a su mirada e intuyo el alivio, la felicidad, una respiración profunda: “Te quedarás aquí conmigo”.

Al menos, por ahora, no habremos de escribir ese libro.

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