El catedrático de psicología de la Universidad de Oviedo, Marino Pérez, es uno de los referentes de este país en su campo. Desde una perspectiva contextual acaba de publicar junto a José Carlos Sánchez y Edgar Cabanas La vida real en tiempos de la felicidad (Alianza Editorial), donde se enfrenta a la concepción actual de la felicidad: individualista, hedonista, medicalizada y propia de una sociedad de consumo. De hecho, pocos días después de la realización de esta entrevista su conferencia en Vélez-Málaga sobre el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) en la infancia fue censurada por parte del Ayuntamiento y el Servicio Andaluz de Salud por criticar la construcción social de dicho trastorno y la medicalización del mismo. Nos sentamos en Noviciado, en el bar “La Gloria”, con silencio feliz, y comenzamos a charlar.
—Este libro recorre muchas cosas, como las recorre la propia felicidad.
—No es un libro de autoayuda por el cual uno vaya a encontrar la felicidad sino, más bien, al contrario. De hecho, una de las conclusiones del libro es que no hay tal cosa como «buscar la felicidad»: no hay una ciencia de la felicidad que derive en reglas, estrategias o técnicas para encontrar la felicidad. En ese sentido, este libro está en contra de la búsqueda de la felicidad como algo que pudiera buscarse y encontrarse con estrategias. Eso sí, puede ser de ayuda en la medida en que desenmascara y desmonta la tendencia actual de tratar de ser feliz a través de la psicología positiva o de supuestas técnicas psicológicas.
—Hay un tipo de felicidad que se ha convertido en central en nuestra época histórica.
—La felicidad, como se entiende y se usa hoy día, tiene que ver con el desarrollo exacerbado del individualismo en nuestra sociedad. El desarrollo del individualismo lleva a buscar ser feliz dentro de una sociedad donde la felicidad parece que fuera algo democrático que pudiéramos alcanzar cualquiera. La preponderancia que tiene la búsqueda de la felicidad en nuestra sociedad pone de relieve, precisamente, que no vivimos en una sociedad que facilite la felicidad. Seguramente la insistencia en buscar la felicidad pone de relieve que no vivimos tiempos tan felices. Si lo fueran, no se necesitaría buscarla. Esto tiene que ver con el exacerbamiento del individualismo desde siglos atrás y que en nuestro tiempo conecta con el liberalismo y la sociedad del consumo hedonista, donde se convierte a la felicidad en una especie de bien más al que los individuos tienen derecho y que, por tanto, podrían supuestamente buscar.
Aunque haya preocupado en épocas anteriores, como es conocido, la felicidad de la época clásica griega, de los estoicos, de la Edad Media, etcétera… no tiene gran cosa que ver con la felicidad de hoy en día, que se reduce prácticamente a una especie de bienestar subjetivo de satisfacción de uno consigo mismo, al margen de cómo sea el mundo o de cómo les vaya a los demás, una especie de salvación individual-individualista dentro de un mundo en competencia, en lucha, donde se ofrece una gran cantidad de posibilidades pero que luego no se convierten en probabilidades que tengan los individuos. La felicidad se ofrece, por tanto, como una salvación individual dentro de un mundo que te da muchas promesas que no se satisfacen de la manera que se supone, mientras que la felicidad en otras épocas estaba ligada a la virtud: a contribuir con aportaciones que beneficiasen a otros, a la sociedad. Por ejemplo, en la época griega se intentaba beneficiar a la polis a costa del bienestar personal. La felicidad estaba ligada a la virtud y a las aportaciones para los demás. Y ahora, por el contrario, está ligada al bienestar personal subjetivo, al margen de cómo funcione el mundo.
—Una idea central en su libro: la contradicción entre el sentimentalismo personal y el utilitarismo de las competencias impersonales que se exigen en el mundo profesional. Ahí salta el conflicto psicológico absoluto: porque en la profesión donde funciona la persona se le valora la despersonalización y, a la vez, a esta se le refuerza en privado la necesidad de exacerbar su «yo» más íntimo. ¿Cómo se puede conciliar esta locura?
—La búsqueda de la felicidad está ligada también al sentimentalismo, a la preponderancia que han tomado en nuestra sociedad los sentimientos y las emociones como algo que suponga bienestar, disfrute o hedonismo. Actualmente se diferencia entre emociones supuestamente positivas, que se refieren en realidad a emociones confortables, frente a las negativas, que serían las disconfortables, las que se tratan de desechar. Esta diferenciación pasa por alto que emociones discordantes como el miedo, la vergüenza o la culpa son fundamentales en el ser humano y tienen funciones naturalmente adaptativas y sociales. Pero nuestra sociedad favorece o selecciona únicamente las “positivas” para referirse a aquellas que contribuyen al bienestar personal.
La felicidad está vinculada a ese sentimentalismo porque se refiere siempre a los sentimientos que implican satisfacción. Tiene mucho que ver con el consumismo de esta sociedad donde se supone que todos somos consumidores, que el consumidor tiene que estar satisfecho, que los productos que compra le tienen que satisfacer y que tiene que estar todo medido por la satisfacción y el bienestar que produce. Entonces la felicidad se convierte en una mercancía más y en un aspecto más de ese individualismo subjetivista hedonista.
Frente a todo esto se impone la realidad de las cosas: que hay diferencias entre los individuos dentro de una sociedad, que hay enfermedades, que hay pérdidas, que los cuerpos envejecen, que muchas cosas son posibles pero pocas son probables… Entonces hay una gran contradicción entre esa supuesta felicidad a la que uno pudiera acceder por sí mismo y el mundo real que no se corresponde con ella. Por eso el libro lo titulamos La vida real en tiempos de la felicidad.
—Son significativas las encuestas de satisfacción: actualmente no existen encuestas de satisfacción como las que se podrían plantear a mi abuelo. A mi abuelo no tenía ningún sentido preguntarle con una encuesta de satisfacción, como ocurre actualmente, al instante en el que compraba unos zapatos, sino que se me ocurriría preguntarle a los dos años para que dijese si los zapatos le siguen funcionando. Pero hoy eso no tiene ningún sentido. La satisfacción siempre debe ser medida al instante.
—Ese ejemplo nos da un poco la medida de los tiempos. Tú acabas de comprar un producto y ya te piden que midas la satisfacción con la atención y el producto cuando éste no lo has, ni siquiera, desenvuelto. Esas encuestas supuestamente miden la felicidad al instante en el que te están haciendo esa entrevista, donde se quiere que el individuo haga una especie de balance o de abstracción de todos los aspectos reales de la vida y que diga, tomando todo en consideración, cuán feliz se considera de cero a diez, siendo diez lo más feliz que se pueda imaginar. Y efectivamente, la gente en esos contextos hace una especie de resumen al alza y las encuestas suelen poner de relieve que la mayor parte de la gente es muy feliz, en gran medida, a nivel de ocho sobre diez. Pero cuando se hacen estudios más despacio y si a los individuos que acaban de responder que son felices se les entrevista durante una hora o más en profundidad, pues esa gente tiene los problemas que tiene todo el mundo. Tiene conflictos, tiene dificultades, tiene preocupaciones, tiene dolencias, tiene las cosas de la vida real. Sorprende a los propios entrevistadores cómo acaban de decir que su vida es feliz de una forma tan elevada, cuando realmente tienen los problemas que nos depara la vida y que no darían para declararte feliz como lo has hecho. Y luego eso tiene que ver a su vez con el ejemplo que ponía del consumidor que le preguntan si está satisfecho antes de haber estrenado el bien. Creo que si fuéramos rigurosos a la hora de medir la vida basándonos en la felicidad, sería algo que habría que medir al final de la vida.
—Como debería ocurrir con “tu media naranja”. “La media naranja” no tiene ningún sentido. Uno debería valorar si ha tenido esa cursilería con otra persona cuando se esté muriendo. «Usted ha sido mi media naranja», «usted ha sido el amor de mi vida», “usted ha sido mi pitiminí” o estas cosas horribles, ya de forma responsable en el lecho de muerte.
—Hay una expresión brillantísima de Clarín, el de la novela de la ciudad nuestra (nos reímos, ambos somos de Oviedo), referida al matrimonio. Decía que el matrimonio no debiera considerarse tal sino es post mortem. Ahí es cuando se puede decir que esto ha sido un matrimonio, porque si no es desde el final no podríamos estar seguros nunca de él. En el caso de la felicidad aplicada a la valoración de la vida tendríamos que hacer lo mismo. Hay también una expresión de uno de los Siete Sabios de Grecia, Solón, que dice que uno no debiera declararse feliz hasta después de muerto. ¡Claro!
—Hay una cosa que describen en su libro: la envidia porque hay gente más feliz que tú, o mejor dicho, que se declara más feliz que tú. Y otro fenómeno alucinante: la envidia por no vivir en países más felices que el tuyo. Citan el caso danés.
—Están las dos escalas: la escala individual donde uno se mide en relación con otros, que pueden ser tanto celebridades que se ofrecen como modelos aunque estén muy alejadas de la posición de uno, como comparaciones con otros iguales a uno. Hoy día cada uno tiene sus redes donde se expone y se está comparando, con la impresión de que los otros son más felices que él y que él podría ser todavía más feliz que lo que es, etcétera…
—Pero el propio medio, la red social, ¿no le parece que provoca esto? No es tanto que nosotros seamos «así» sino que el medio premia estos comportamientos. Como si se tratase de un programa de condicionamiento, con sus reforzamientos muy bien distribuidos.
—Las redes sociales no sólo facilitan sino que promueven la continua comparación de uno con otros y su mecanismo lleva a uno a revisar si es tan feliz, por qué no es tan feliz como los otros y cómo podría ser más feliz. Lo que está ahí operando por el medio es la envidia. Son medios que promueven la envidia en el sentido de estar continuamente midiéndose y valorándose todo por lo feliz que eres o que podrías ser.
Y luego está la escala supranacional: se te señalan países que supuestamente son más felices que otros, como si luego la supuesta felicidad que tienen esos países fuera exportable. Estudiamos también la felicidad danesa con el caso del hygge. El hygge se refiere a veladas danesas donde se reúne gente en torno al fuego o la estufa con un jersey de cuello subido, donde fuera hay una tormenta, o si está nevado ¡pues tanto mejor! y donde hay una especie de cohesión, de armonía y de satisfacción con lo que está ocurriendo allí. Pero cuando se analiza más despacio, más que cohesión y una especie de armonía natural lo que hay ahí es una coerción donde está prohibido o está excluido que se hable de cosas serias, de cosas políticas o de cosas en las que los individuos pudieran tener opiniones distintas. Entonces todo está armonizado de una forma artificiosa. Es una especie de felicidad para tontos.
Esto no se compadece con que los daneses son los principales consumidores de psicofármacos y depresivos, que los índices de suicidios y de alcoholismo allí son altísimos, o que el maltrato de las mujeres existe en Dinamarca y por tanto la violencia no está exenta en esos ambientes. Este último año el país de mayor felicidad parece ser que sería Suecia, todavía por encima de Dinamarca. Pero la forma de vida en Suecia es una vida que a los latinos nos debería llamar la atención por ser una vida de gente solitaria, por el morir solos en casa, por el no hablar nadie con nadie. Digamos que es una especie de armonía artificiosa donde se pueden encontrar individuos hablando con los árboles, buscándose espacios artificiosos para entrar en contacto unos con otros o simulando esa relación. Como vemos, esto no se corresponde con que supuestamente sea el país o la nación más feliz. Desde otro punto de vista, ciudadanos de otros países podríamos decir «si esa es la felicidad, pues preferimos ser unos desdichados».
—Me acuerdo del caso de Bután. Bután es quien propone a la ONU el «Día Mundial de la Felicidad» (20 de marzo). Un país que valora más la Felicidad Nacional Bruta que el Producto Interior Bruto pero que si analizas su situación política en el momento que instauró el día es horrenda. En el país no había voto para las mujeres, tiene una monarquía religiosa y totalitaria asquerosa… Pero me da la sensación de que si preguntásemos en Occidente por esta iniciativa la gente respondería entusiasmada, como si fuese más importante para el mundo la felicidad que el voto de las mujeres. La palabra «felicidad» lo oculta todo y vende mucho. En el fondo esto es «turismo Bután» pero más allá está la autoayuda y está el coaching. Este libro intenta ser un mazazo contra ellos.
—Efectivamente. El coaching es también otro desarrollo asociado a ese sentimentalismo, al auge del neoliberalismo y a la felicidad de placebo. Los coaches son, en cierta manera, los nuevos predicadores urbanos. Van predicando la salvación individual en el mundo actual, competitivo, que promete cosas que no están al alcance, etcétera… Ellos tratan de infundirte una motivación y para ello han adoptado y expandido un tipo de lenguaje que, a poco que repares en él, es muy sofista, muy engañoso: «de los despidos del trabajo o de las enfermedades sacar oportunidades», » una pérdida es un paso adelante»…
—»Si te esfuerzas, lo consigues», «no pares de tener sueños»…
—“Lo que tú pienses, lo que lo que tú te propongas, lo consigues”. Y acaso si no lo has conseguido es porque no lo has tomado en serio, no has creído en ti mismo suficientemente, etcétera… De manera que se devuelve al individuo la responsabilidad de no ser feliz, no estar motivado o no conseguir las cosas que supuestamente podría conseguir. Así la sociedad siempre queda a salvo. El mundo se ofrece como una especie de supermercado de oportunidades y eres tú el que tiene que acceder a ellas, y por eso, si no accedes es porque no sabes o porque no has creído en ti suficientemente. Al final eres tú el responsable y el culpable de no aprovecharte de esas oportunidades. Y si uno fracasa suficientemente en eso, pues entonces entra a funcionar ahí la patologización de tus propios esfuerzos, de tus propias desgracias o de tus pérdidas. Entonces, ahí entran a funcionar los diagnósticos, las enfermedades, la depresión, la ansiedad, los traumas que ahora te están impidiendo que consigas lo que te propones. De manera que el fracaso personal en el que te han metido, ahora se salva naturalizándolo, convirtiéndolo en un proceso natural. Son los genes, son los traumas que han alterado tu cerebro los que están impidiendo que tu vida vaya bien. Ni siquiera eres tú ahora.
Esa culpabilidad inicial que tenías te la quitan porque el culpable sería un culpable impersonal, no responsable de nada: serían los genes, sería una enfermedad mental que tú tienes, etc. Es una especie de armonización que tiene la sociedad del fracaso personal en el que te ha metido la propia dinámica social, la propia sociedad, haciéndote creer que tú puedes conseguir todo con tal de creértelo.
—Eso conduce a una solución en general: la medicalización de la vida en lugar de la reconducción de la vida.
—Exactamente: es la patologización y medicalización de los problemas cotidianos, incluyendo los esfuerzos que te han inculcado para mejorar tu vida, para que seas feliz. Si has fracasado en eso, que probablemente has fracasado, pues entonces se naturaliza o se convierte eso en una enfermedad que se supone que es una realidad natural de tu cerebro, de tus genes. Entonces la sociedad queda a salvo, incluso tu autoestima o tu responsabilidad en cómo organizas tu vida también queda a salvo porque tienes una enfermedad. Esto forma parte de esta ideología neoliberal que naturaliza los problemas en los que la propia sociedad mete a la gente y, al final, nadie es responsable: ni la sociedad, que es un conjunto de oportunidades, ni los individuos que han hecho esfuerzos para aprovechar esas oportunidades pero si han fracasado es por el trauma o por los genes.
—Hay impases entre en un estadio, el fracaso, y el otro, la medicalización: la infelicidad. Porque actualmente no hay nada peor visto que un infeliz. Incluso es preferible pasar desapercibido que demostrarte como infeliz.
—Una de las razones de que en las encuestas la mayor parte de la gente se declare muy feliz, incluyendo no solo a los suecos, es que declararte infeliz sería tanto como declararte un fracasado. ¿Cómo puedes ser infeliz si hay tantas oportunidades? Es que no quieres o no crees en ti mismo suficientemente. Entonces ser infeliz se convierte fácilmente en un estigma y se patologiza. Fácilmente se convierte eso en que entonces tienes depresión o tienes un trastorno que es el que explica que tú no seas un ser feliz. Creo que eso es un mecanismo perverso que tiene la sociedad de explicar todo.
Las contradicciones a las que las que se ven envueltos los individuos a resultas del funcionamiento de la sociedad reciben también una explicación naturalista. Queda a salvo la propia sociedad que crea los problemas. Podemos decir que la ciencia de la felicidad, el coaching y demás tienen funciones ideológicas, en el sentido de que enmascaran la realidad de las cosas y tratan de esquivar las contradicciones y darles una explicación apolítica.
—Hablamos siempre de países occidentales, de sociedades de consumo, de ahí la importancia del contexto. Siempre digo, si me permite la broma, que en Burundi no hay depresión.
—Efectivamente. Yo creo que en los países, como se dice desde Occidente, menos desarrollados o en vías de desarrollo se da la paradoja de que no tienen los problemas psicológicos que son tan frecuentes en nuestra sociedad. Empiezan a tenerlos ahora con el proceso de globalización y con la extensión de las maneras patologizantes que tiene Occidente. Allí tienen otros problemas perentorios o más importantes que los problemas psicológicos de la sociedad del bienestar. La paradoja es que una sociedad del bienestar, como sería la nuestra, es la que más malestar genera y que se traduce en la prevalencia de trastornos psicológicos como la ansiedad, la depresión, las fobias e, incluso, la esquizofrenia, etcétera, que no se dan en los países en los que están peor.
—Que, por cierto, viven una serie de ansiedades mayores, como pisar una mina abandonada en la última guerra. No creo que pudiese vivir en un país más ansioso que Liberia tras la última guerra. Pero no ocurre así con los habitantes de Liberia: viven con una tranquilidad inusual, lo puede ver en el segundo capítulo de Larry Charles’ Dangerous World Of Comedy en Netflix. No ocurre y pone en duda, disculpe este ejemplo tan obvio, el cerebrocentrismo. Si todos los cerebros humanos son similares, ¿cómo se puede sostener que influya en diferencias psicológicas tan notables entre personas? Frente a los habitantes del Tercer Mundo, tranquilos ante la posibilidad de pisar una mina, hay personas en Occidente que no pueden vivir sin acudir al psicólogo cinco días por semana.
—Ese hábito no es concebible más que en una sociedad individualista, subjetivista, vuelta sobre sí misma, en la que muchos problemas están cubiertos por el desarrollo de las comodidades, de los servicios de alimentación, etcétera, etcétera, que lleva a malestares subjetivos que necesitan continuamente ser analizados y revisados y que ellos mismos, según analizan y resuelven en unos aspectos, van generando otros desde dentro de la propia masa psicológica. Lo que llamaría Gustavo Bueno «el charco subjetivo». Hay un encharcamiento de subjetividad, propio de estas sociedades, y que no existe ciertamente en sociedades que no han alcanzado el desarrollo. Como si dijéramos que nuestro pleno desarrollo al que nos referimos ha de incluir malestares psicológicos, neurosis y demás.
Las crisis psicóticas en los países menos desarrollados tienen infinitamente mejor pronóstico que en Occidente, con todos sus servicios de salud, medicación, etcétera. En principio es una paradoja, pero cuando se analiza pues no es tal paradoja, sino que en aquellos contextos las crisis que puedan darse se resuelven en el propio contexto, no se da la estigmatización que aquí tienen un diagnóstico y no se entra en las soluciones protocolarias: ir a urgencias, medicación continuada… Los países menos desarrollados se nota que están menos desarrollados en que no desarrollan una esquizofrenia más grave (nos reímos).
—Una idea que repiten en su trabajo: se resuelve el problema de la vida en la vida, en comunidad. Y no en un proceso ajeno donde se reconduce hacia otro lado. El problema de la vida se resuelve en el mismo barro donde fue construido.
—Cuando se producen catástrofes en países asiáticos, por ejemplo, el tsunami de 2004 o la fuga de la central de Fukushima, de acuerdo con las concepciones occidentales se supondría que iba a haber una cantidad tremenda de traumas en todos los supervivientes. En el caso del tsunami, nada más que ocurrió la catástrofe, miles de voluntarios occidentales, europeos, también norteamericanos, de Canadá… Psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales fueron allí a ayudar con los traumas que iban a ocurrir. Se encontraron con dos cosas: una es que la gente no tenía traumas o no tenía los traumas que se supone. Y dos: cuando la gente trataba de ayudarlos de acuerdo con la concepción de trauma que llevaban desde Occidente, pues la gente no entendía, no le servía de ayuda. Y la prensa local de aquellos sitios se refirió al «segundo tsunami» para destacar la cantidad de voluntarios científico-técnicos que venían de Occidente a ayudar a superar el trauma pero que, al final, perturbaron más a los supuestos traumatizados. Aquella gente claro que tenía problemas, pero ese tipo de problemas se resolvían en términos comunitarios. Al final, si acaso ayudaron los occidentales fue a través de las instituciones de allí, no a través de la “ciencia universal” cerebrocentrista que llevaron hasta esos lugares.
En el caso de Fukushima, a los españoles nos debiera llamar la atención que allí no fueron un equipo de psicólogos a atender a aquella gente. No los necesitaban. Todas las ayudas surgían de la propia comunidad, de los propios supervivientes, donde incluso los más ancianos eran los que más se arriesgaban o los que más se acercaban a las zonas peligrosas por cuanto que, precisamente por ser ancianos, eran los que tenían menos que perder.
—Regresaban al concepto de felicidad clásica del que hablábamos: de pérdida propia en beneficio de la comunidad.
—Exactamente. El que ponía en riesgo su vida podría decir que ha sido feliz porque los demás le pueden reconocer que ha sido feliz muriendo por una causa supraindividual.
—Una la frase estupenda de su libro: “De la felicidad también se sale”. Pero ¿cómo se sale de esta cultura de la felicidad tan absorbente, que invade todo, hasta lo más racional? En el marketing de las cosas más racionales se incluye la felicidad, se incluye el corazón. Y ya en la política es tremendo: el corazón ya no solo es Podemos, es PSOE… ¿Cómo nos libramos de esta lacra? No soy optimista.
—Soy optimista de que esto no tiene mucha solución (nos reímos). Utilizamos esa frase irónica de que «de la felicidad se sale» pero yo no veo que sea fácil de salir, porque nos envuelven estructuras políticas.
Quizá una manera de salir de la vorágine de la felicidad, que al final trae el efecto de que la persona es cada vez más infeliz y está continuamente hiriéndose, hiperreflexionando y teniendo envidia y etcétera etcétera, quizá una manera de salir, y eso sería una especie de ayuda que ofrecería este libro, sería tener claro de una vez que no existen técnicas para ser feliz, que no existen reglas que derivaran de ninguna ciencia a partir de las cuales uno pudiera conseguir la felicidad. Si uno tuviera claro eso ya tendría mucho ganado. Y dos: si uno se pone a vivir la vida de acuerdo con las condiciones que se le ofrecen y los esfuerzos que uno tenga que poner en juego, si uno se pone a vivir sin tener como objetivo la felicidad o sin medir todo por la felicidad que le reporta, entonces estaríamos saliendo clarísimamente de la felicidad.
Y no sería partidario de prohibir la palabra «felicidad» pero deberíamos reservarla como algo post mortem. «Mi vida fue feliz», si fueras tan cursi como para medirlo así. Feliz por lo que tú también hayas contribuido a los demás independientemente de las satisfacciones puntuales que tú tuvieras. Hay una frase de Stuart Mill que se cita a menudo: «Vale más ser un Sócrates infeliz que un cerdo satisfecho». ¿Qué quiero ser? ¿Un cerdo feliz que que suponemos que lo es cada vez que acaba de comer ad libidum o ser como Sócrates, que es una figura reconocida por ir planteando cuestiones más allá de las cosas obvias y que voluntariamente se dejó morir en la cárcel en vez de volver a casa? Aunque mi tesis es que fue porque estaba casado con Jantipa, que debió de ser muy petarda… (nos reímos)
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