Recogió las migas de pan con las manos desnudas y las depositó sobre el plato. No había dicho su nombre aunque para todos era el hombre del faro. Le solía acompañar un viejo setter inglés que nunca se atrevió a dejarle solo, ni cuando se aventuraba en silencio entre mis piernas esas noches frías en que las nieves de diciembre nos mantenían incomunicados del pueblo.
Apareció a medianoche, con una lámpara de quinqué y el perro. El perro tampoco tenía nombre y apenas frío, pero al hombre le castañeaban los dientes. Les acogí en casa desoyendo los consejos que me llegaban con cuentagotas desde Doolin. Todos esperaban que le echara de casa. Pasaron las semanas y contaban los días para que mis formas se redondeasen con la espera de un bebé maldito.
El hombre salía a pescar cada mañana con el setter y yo aguardaba en casa, el viejo faro que había heredado de mi marido difunto hacía años. Era un faro sin luz que no podía ayudar a barcos perdidos o capitanes inexpertos y desorientados, pero apenas llegaban barcos a Moher tras la construcción del puerto de Galway.
Esperaba mientras lloviznaba levemente contra la pequeña ventana. La llama de las velas titilaba en el salón. Yo aprovechaba sus horas de ausencia para barrer las angostas escaleras del faro. Antes de que se agotasen las horas de luz, oía el ladrido del can procedente del sendero abrupto y el marino preparaba una austera cena para los tres.
Era huraño en palabras y gestos y casi todo lo que supe de él acabé arrancándoselo en sus desvelos. Pastor sin rebaño buscó de nuevo fortuna a bordo del Mary Rose. Los barcos no son sitio para perros y mujeres, dijo un día entre dientes mientras apuraba un whisky en el borde de la cama. Me tumbé a su lado y alargué mi mano para acariciar su espalda. En lo más profundo del invierno, aprendí que había en mí, a pesar de todo, un verano invencible. Pasaron las semanas y la nieve dio paso a una delicada capa de escarcha. El alma del marino seguía sin encontrar su sitio entre mis brazos, al tiempo que su setter se iba acomodando a la extraña vida hogareña del faro.
No sabes lo que estás haciendo. Nadie querrá casarse contigo, me había gritado Colin O’Rourke, aprendiz de cartero, mientras se alejaba con su fajo de paquetes por entregar. Pasó junto al marino que levantó el sombrero a modo de cortesía.
En el pueblo tenían razón y empezaron a tratarme con exceso de celo. Cerraban los visillos a mi paso cuando bajaba al mercado de Samhain y sólo me hablaban el cartero, por oficio, y el doctor Mac Cárthaigh, por compasión.
Cuando la primavera cubrió de dedaleras la explanada junto al faro, me di cuenta de que había perdido algo de cintura. El doctor, tras examinarme, me pidió prudencia en mis relaciones y me felicitó por la criatura que estaba por venir. Un niño es una buena noticia, venga de donde venga, concluyó mientras me metía en el zurrón un trozo de queso.
El hombre sin barco seguía yendo a pescar cada amanecer con su perro mientras yo esperaba, ensimismada con esa pequeña vida que estaba creciendo en mi ser. Volvía y cenábamos. Y sin levantar palabra me hacía sentarme sobre él en el salón. Sus manos se deslizaban rudas a lo largo de mis muslos y mi abultado vientre. El Sr.Berg nos miraba atentamente desde la manta en la que descansaba.
Para entonces yo llamaba secretamente al can, Sr. Berg, y él solía acudir a mi llamada. Se encontraba cómodo con un nombre, sabedor que gracias a esas cuatro letras se convertía en parte de algo. El Sr. Berg comenzaba poco a poco a ser mío mientras el marino sin nombre mantenía esa distancia gélida a pesar del embarazo, del hogar que estábamos construyendo y de las madrugadas de gemidos y respiraciones entrecortadas.
Empecé a creer que era imposible llegar al alma de un hombre que se sabe exiliado de su destino. Había domesticado al perro, pero jamás domesticaría al marino sin nombre.
El hombre, escueto en palabras, tras el parto parecía mudo. Encontré en su mirada, bajo los restos del fin de su mundo, atisbos de amabilidad y atención cuando jugaba con el niño. Le construyó un pequeño barco de madera con astillas que encontró desperdigadas en el acantilado. Podrían ser restos de su naufragio aunque el hombre no respondía cuando le preguntaba al respecto. Se encerraba en esa parcela llena de dolor y muerte a la que yo no tenía acceso.
En ocasiones le descubría empañado en lágrimas jugando a solas con el barco de madera. Ni su hijo, ni el Sr. Berg ni yo éramos parte de su vida. No se puede separar a un marino de su barco sin destrozar su alma.
Una mañana de julio el hombre y el Sr. Berg salieron a pescar. A mediodía volvió el Sr. Berg y supe que el marino jamás volvería a mi faro. Entré en casa mientras Berg se abalanzaba sobre el pequeño Jonah y le lamía el rostro. Retozaron sobre la manta raída del suelo del salón mientras entre la neblina me pareció ver un barco que se perdía en el horizonte.
Hasta ese día pensaba que el marino había sido arrojado a mi faro para aprender a amar y a ser amado, pero al ver alejarse para siempre ese barco fantasmal, entendí que el marino sin barco había recalado en mis brazos para echar de menos precisamente lo que realmente amaba, el mar.
Tardaron en encontrar su cuerpo, que había sido destrozado por el fuerte oleaje contra las rocas. Lo enterraron en una tumba sin nombre. Pedí una inscripción pequeña que lo diferenciase del resto, cuando las zarzas ocupasen todo el terreno.
Y allí permaneció, resistiendo tormentas de hombres y de rayos. Táim i ngrá leat, rezaba la lápida cubierta por el musgo. Mi amor contigo.
Imagen: Bahía de Galway (Pixabay)
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