Conocí a Mario Agudo una tarde en el salón de actos del Teatro Romano de Cartagena. Organizábamos unas jornadas para difundir el Mundo Clásico. Acudía a presentar su libro Palmira, dedicado a la mítica ciudad caravanera, a la que su reina Zenobia puso en la historia con su desafío a las águilas romanas de Aureliano. Sabía de él tras haber seguido su página Mediterráneo Antiguo, en la que dejaba patente su pasión por el legado griego y lo divulgaba con un verbo dinámico y una documentación exquisita. Su cordialidad, empatía y compromiso acabaron por conquistar mi alma, cada vez más escéptica y cerrada a nuevos afectos.
Otra de sus pasiones es Grecia, sobre todo la del norte: siente devoción por Macedonia y por la dinastía de los Argéadas, cuyos puntales más visibles son Filipo II y su hijo Alejandro III, al cual la inmortalidad conoce como Alejandro Magno. A ambos les ha dedicado libros y artículos en prestigiosas cabeceras.
Su Atenas: El lejano eco de las piedras se convierte en un vademécum muy placentero para saborear a conciencia la capital helena a través de sus monumentos desde época arcaica a la romana. Con una documentación exhaustiva y un estilo transparente, ágil y nada fragoso regala al lector momentos de verdadero deleite.
Lastrado yo mismo por una prosa barroca y afiligranada, fruto de mi natural abigarramiento y mis muchas horas dedicadas a desentrañar la alambicada sintaxis de Cicerón, Tito Livio o Tácito, donde las subordinadas se iban a una novena completa antes de que compareciera la principal, admiro a los escritores que como Agudo, Delibes o Pérez-Reverte escriben con un estilo diáfano y gozosamente sencillo, directo. Se nota que todos ellos han tenido formación periodística, donde prima la concisión. Cosa que desde mi formación en filología clásica admiro y envidio: en mi sintaxis dejó menos huella César que Cicerón.
Ando ahora enfrascado en el disfrute de la última criatura de Mario: Mitología clásica, también editado con Almuzara, en el que el autor nos lleva de la mano a conocer el fascinante mundo de los mitos grecorromanos, con su prosa cristalina, sencilla, natural y precisa. Un recorrido que nos hace pensar que Agudo revive y actualiza lo que hizo hace casi 60 años el enorme Robert Graves con Los mitos griegos. Ya era hora de que alguien con el bagaje y la frescura de Agudo revisitara el mundo mítico y sirviera de cicerone a las generaciones lectoras actuales. Mario se convierte en un nuevo aedo con la finalidad de cantar con el lenguaje actual los mitos milenarios, buscando por un lado un nuevo público, a la vez que embelesa al auditorio más iniciado.
Merced a esta esta circunstancia invito a los lectores de Zenda Libros a conocer a nuestro autor visitando la celda que habita en esta misma prisión y leyendo la entrevista que hemos mantenido con él.
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—Nuestro común amigo Pedro Olalla tiene colgado en YouTube un vídeo, “¿Por qué Grecia?”, en el que con el lirismo que lo caracteriza hace un canto a lo que Grecia regaló a esta sociedad, descreída, ingrata, veleidosa y tambaleante por renegar de sus raíces. Ahora te pregunto a ti: ¿por qué Grecia? ¿Por qué cree el Mario Agudo comunicador, escritor y ciudadano comprometido que hay que seguir teniendo a la Hélade como luminaria en tiempos tan convulsos?
—Resulta difícil añadir algo a lo que mi admirado y querido Pedro ha puesto de manifiesto, tanto en el bello vídeo al que haces referencia, como en su extensa nómina de publicaciones. En mi opinión, si algo puede aportar el pasado griego en nuestros tiempos es la capacidad de interrogarnos por nosotros mismos, pero no desde un punto de vista individual, sino colectivo. Los atenienses acuñaron el término ἰδιώτης (idiōtēs) para referirse a los que sólo se preocupaban de lo propio, en lugar de lo común. La palabra tiene como raíz ἴδιος (idios), que significa privado o particular (de ahí también «idiosincrasia»). Aunque no nació con un sentido despectivo, a medida que las instituciones democráticas fueron consolidándose y, sobre todo, a raíz de reflexiones como las de Pericles —que considera inútiles a estos ciudadanos—, el «idiota» pasó a ser aquel que no sólo no participaba en la vida común, sino que además no le interesaba en absoluto, haciendo oídos sordos a las responsabilidades que le correspondían como ciudadano. Un «hacerse el tonto» que acabaría por derivar en el sentido actual del término.
En efecto, la esencia de la antigua ciudad-estado griega no estaba en sus límites geográficos, sino en la conciencia que sus ciudadanos tenían de pertenecer a una determinada comunidad. Sentirse miembros de un todo que es resultado de la suma de esfuerzos individuales y en la que todos deben participar. La máxima expresión de esta realidad era el ejército de hoplitas, formado por ciudadanos que defendían, entre otras cosas, su propia libertad. Ese proceso de concienciación, de reflexión, sobre la vida en comunidad conduce al desarrollo de una serie de valores cívicos que nos vertebran como sociedad y que se transmiten de generación en generación a través de la paideía. La educación se constituyó desde entonces en la garantía máxima de la libertad. No se trata, como apunta Emilio Lledó, de poder decir, de poder expresarse. Se trata de poder pensar lo que se dice, de aprender a saber pensar para, efectivamente, tener algo que decir. La libertad de expresión no está en poder decir lo que pensamos, sino en pensar lo que decimos.
Por desgracia, con cada reforma educativa nos alejamos de esos principios inspiradores. Las disciplinas humanísticas están en serio retroceso, sacrificadas en el altar de la utilidad. Es difícil que nuestra clase política, cada vez más mezquina e ignorante, cada vez más cortoplacista y sectaria, se dé cuenta de que la libertad es inseparable de la educación y de que sin educación los valores que vertebran nuestra sociedad están condenados a desaparecer. Cuando aflora la tempestad es indispensable guarecerse en un edificio bien cimentado. Tristemente, ahora vivimos en una choza de paja bajo oscuros nubarrones y ya empiezan a escucharse los primeros truenos.
—Repasando tu trayectoria, constato que sientes fervor por Alejandro Magno, su dinastía y su Macedonia natal. ¿A qué se debe esto?
—Mis primeras lecturas sobre Grecia fueron una edición ilustrada de la Odisea para niños y un libro-cómic juvenil de Alejandro Magno, de Joseph Lacier, editado por Bruguera. Los dos los encontré en un viejo armario de mi casa, cuando apenas había cumplido diez años. Aunque en mi familia nunca nos faltó nada, tampoco nos sobraba, de manera que no podíamos salir de Madrid en vacaciones. Así que aquellas ediciones, la de la Odisea en color y la segunda en blanco y negro, me ayudaban a combatir el tedio estival. Odiseo me abrió la imaginación a una colorida y trepidante aventura repleta de mundos y seres fantásticos con el mar, que yo apenas recordaba, como telón de fondo. Alejandro despertó en mí una profunda admiración por su juventud y valentía. Quizás por ello me he centrado posteriormente en dos ámbitos: el del mito y el del reino de Macedonia. En este segundo, casualmente, me interesa más la etapa anterior a Alejandro, sobre todo la de Filipo, y la etapa inmediatamente posterior, la de los diádocos. Sobre Alejandro se ha escrito y reflexionado mucho, pero, para mi pesar, me temo que estamos en un callejón sin salida en el que el mito, nacido en vida del propio conquistador, ha ocultado los hechos históricos. La única posibilidad de acercarnos a su figura, en mi opinión y en la de muchos expertos, como mi amigo Ignacio Molina, es la de situarlo en su contexto macedonio. Al menos, con la información que tenemos hasta el momento.
—Tu formación es periodística, pero la Historia se ha convertido en motor de tu vida también. Dedicaste años y alguna que otra publicación al románico. ¿Cómo se explica esa etapa y qué te queda hoy de ella?
—Siempre digo que soy periodista de formación e historiador de vocación. En realidad, no son profesiones muy diferentes, porque ambos tenemos que construir un relato sobre la realidad a partir del testimonio de nuestras fuentes. Esto me lo decía un apreciado profesor de historia que tuve en periodismo, Alberto Gil Novales. De hecho, la carrera de periodismo tiene un porcentaje nada desdeñable de asignaturas de historia y, en mi caso, se vio incrementado por todas las de libre configuración que cursé tanto en la facultad de historia como en la de filosofía. Todavía recuerdo una asignatura de 16 créditos de filosofía griega que me hizo sudar sangre.
Mi acercamiento al Románico se produce a través de los mitos griegos. En un viaje a Huesca con mi amigo Alfredo Orte, hace más de veinte años, me cautivó la presencia de sirenas, harpías, centauros y otros seres fantásticos en capiteles y canecillos de recónditas iglesias y ermitas pirenaicas. Como soy de naturaleza curiosa, comencé a indagar sobre la recepción del mundo clásico en el medievo y entré en contacto con personas de las que aprendí mucho. Jaime Cobreros, Rodrigo de la Torre, Juan Antonio Olañeta… Por aquellos años se estaba gestando una revista de divulgación, que iba a ser la primera en España dedicada a esta manifestación artística, inspirada en la editorial francesa Zodiaque. Tuve el privilegio de participar en todo el proceso de gestación y, con los años, de dirigirla. De todos aquellos años de contacto con el Románico, de las lecturas, apuntes e imágenes que catalogué, surgió un libro, El bestiario de las catedrales, editado por Almuzara.
—Tu última aventura la has consagrado a acercarte al mundo de la Mitología Clásica y a insuflarles a los vetustos mitos nuevas y salutíferas brisas. Invita a nuestros lectores a conocer tu obra adelantándoles qué se pueden encontrar si se sumergen en las translúcidas aguas de tu texto.
—Sobre los mitos griegos se ha escrito casi de todo y desde muchas perspectivas, pero creo que cada generación debe volver sobre ellos. Por eso me propuse relacionar los ciclos más importantes con el arte y elementos de la cultura pop, como el cine, las series o los videojuegos. Estructuré el libro en cuatro grandes áreas: physis, eros, thánatos y logos, que son las cuatro grandes áreas de la vida: la naturaleza, el amor, la muerte y el pensamiento. Elegí los mitos más importantes y los desarrollé en cada uno de estos bloques para darles cierta coherencia narrativa y hacer de la lectura del libro una experiencia placentera.
—¿Por qué crees que sigue siendo necesario zambullirse en los mitos griegos?
—Los mitos son relatos sobre los orígenes que responden a cuestiones fundamentales de la naturaleza humana. Ahora hablamos por teléfono móvil, nos desplazamos en avión o en tren de alta velocidad, podemos contactar en tiempo real con cualquier parte del planeta… pero en el fondo nos siguen moviendo los mismos impulsos que a nuestros antepasados más remotos. Seguimos siendo humanos, con permiso de la tecnología. Así que es normal que ese corpus de historias, de tanta intensidad narrativa y sentido simbólico, sean apreciadas por cada generación, que las interpretará en función de sus preocupaciones, pero que siempre podrá sacar una lectura muy útil de todos ellos. Por eso han estado presentes y lo seguirán estando en el futuro. Son impermeables a las modas.
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