«La lucha armada solo convence a personalidades que no tienen una enorme complejidad. Son individuos que no tienen capacidad para cultivar la duda. Lo más apreciado de los seres humanos es la capacidad de reflexionar, de interrogarse, de tener dudas. La duda es lo más fértil que existe. Introduce cuestiones imprescindibles: ¿Esto es realmente así? ¿Es como todo el mundo dice? Esa persona que todos aseguran que es tan negativa, ¿lo es…? El terrorismo y los terroristas jamás tienen curiosidad por comprender a quién tienen delante. Lo que hacen es transformarlo en un símbolo, lo convierten en un siervo del poder, porque así lo despersonalizan. Luego atacan a un símbolo, no a un ser humano».
La mañana del 17 de mayo de 1972, dos disparos arrebataron la vida al comisario Luigi Calabresi a pocos pasos de su domicilio. Durante meses, él fue acusado desde las páginas del diario de extrema izquierda Lotta Continua, que contaba con una facción armada, de haber asesinado al anarquista Giuseppe Pinelli. A pesar de que la investigación posterior demostró que era inocente, que, de hecho, no se encontraba presente en el momento de su fallecimiento, y que descubriera el detalle nada menor de que los dos se conocían mutuamente (Pinelli era su confidente), no sirvió para que se librara de la sentencia de muerte que se había dictado contra él. Se había convertido en el objetivo del comando terrorista de esta organización, pero eso jamás le hizo renunciar a sus principios, a huir a otra ciudad, como le plantearon, o salir siempre a la calle armado con una pistola. Aceptó su destino sin renunciar a sus convicciones. Con su asesinato, Italia entraba de lleno en los llamados años de plomo que habían echado a andar poco antes, con el atentado de Piazza Fontana, el 12 de diciembre de 1969.
Mario Calabresi, exdirector de los diarios italianos La Stampa y la Reppublica, uno de los tres hijos que dejó Luigi Calabresi, narra ahora todo lo que sucedió en Salir de la noche (Libros del Asteroide), donde repasa los acontecimientos políticos de aquellos años impregnados de violencia y ahonda en cuestiones controvertidas, algunas de una enorme actualidad, como la idealización del terrorismo o si los terroristas, a pesar de haber cumplido con su condena, pueden ocupar cargos de responsabilidad pública.
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—Conoció a Giorgio Pietrostefani…
—Él fue el hombre que organizó el asesinato de mi padre. Huyó a Francia y jamás volvió. Hoy todavía sigue viviendo en Francia. Italia ha pedido muchas veces que fuera extraditado, pero los jueces franceses dijeron que no, que no lo iban a hacer por respeto hacia la nueva vida que había construido. Para mí, para mi madre, para mis hermanos, era muy importante conseguir verdad y justicia. Hoy después de tanto tiempo, 51 años, que alguien pueda estar en la cárcel no cambia nada. Pietrostefani tiene 80 años, está viejo y está enfermo. A día de hoy no sirve para nada. Más que una cárcel, lo que hace falta ahora son palabras que sean verdaderas, palabras de arrepentimiento.
—Usted ha hablado con él.
—Hace cuatro años, cuando supe que había sido operado varias veces en el hospital. Había unas preguntas que quería hacerle, así que me fui a Francia, lo busqué, le escribí y lo encontré. Le propuse vernos una mañana. Quedamos en la recepción de un hotel que estaba lleno de turistas americanos. Distinguí a un hombre casi irreconocible, muy doblado, que estaba sufriendo. Llevaba unas gafas oscuras. Cuando me vio, me preguntó si delante de él tenía al periodista o al hijo de Luigi Calabresi.
—¿Qué le dijo?
—Que no era el periodista. Estaba allí por una cuestión personal. Eso significaba que no iba a escribir de lo que íbamos hablar en ese momento entre los dos. Así que le hice las preguntas que realmente quería hacerle y él me dio las respuestas, que son lo importante. Ya le veo, ya le veo, y me adelanto a lo que seguro va a ser su repregunta: qué me dijo. Yo nunca hablo de sus respuestas. Pero sí que le voy a reconocer una cosa: para mí fueron cruciales para poder pasar página.
—Al menos dígame si se arrepintió.
—(Risas). Solo esto: lo importante es que él, después de tantos años, hizo lo que debía para darme las respuestas que yo necesitaba.
—¿Y por qué le ayudó a pasar página?
—Porque la verdad es lo más importante. Fue honesto conmigo. Permítame contarle algo. Hace un tiempo escribí un libro sobre una historia que ocurrió hace 25 años. Era sobre unos jóvenes terroristas en Milán. Lo escribí por un motivo: la hija del chico que raptaron nació nueve meses después de que lo mataran. Este era un muchacho rico de esa misma ciudad, pero tenía una especial sensibilidad hacia la injusticia social. Estamos hablando de principios de los 70. Era investigador, médico, alguien muy inteligente y pasaba la mitad de su tiempo ayudando a los niños de las afueras, a los hijos de los obreros inmigrantes. Allí contactó con otros chicos que soñaban con la revolución, pero que no eran violentos. Sin embargo, en un momento, esos amigos suyos dan el salto hacia la lucha armada y empiezan a incendiar fábricas. Luego quieren raptar a una persona, hacer lucha armada. Él, entonces, decide que no quiere tener nada que ver con ellos. Dejó de apoyarlos con dinero, porque estaba en contra de la lucha armada. ¿Qué cree ocurrió?
—No me lo puedo imaginar…
—Que los amigos lo raptaron a él para pedir dinero a su familia y organizar con ese dinero una banda armada. Pero durante el secuestro se equivocaron al drogarlo y murió envenenado. Sin embargo, ellos se callan y no dicen que ha muerto. Consiguen el dinero del rescate. El cuerpo del chico no lo encontrarán hasta cuatro años después. Su novia, que tenía 22 años, una semana después de que se lo llevaran se da cuenta de que está embarazada. Transcurridos nueve meses, nace su hija, que nunca conocerá a su padre y cuyo padre nunca supo de ella. Esta hija contacta conmigo y me pregunta: «¿Me ayudas a descubrir quién era mi padre y por qué ha muerto?». Entonces, comencé mi labor de investigación, que duró un año. Entrevisté a todas las personas. Hablé con los compañeros del colegio, de la universidad, las personas que había a las afueras, repasé los documentos de los tribunales y la policía… Un primo de ella que es cura, un monje que trabajaba en Argelia y que regresó a casa durante la COVID, encontró un armario donde estaban todas los documentos y cartas del chico. Me lo entregó todo. Sus dibujos, sus fotos, su diario, incluso. Eran documentos exclusivos. Ahí estaba lo que necesitaba. Así fui capaz de reconstruir su historia. Lo que no te cuentan nunca es que lo que vas a buscar al final en la vida, lo que vas a necesitar siempre, es la verdad. Lo que ocurrió.
—En el libro se queja de que existe una mitificación de los terroristas.
—La mitificación de los terroristas es un peligro enorme. Escribí precisamente este libro porque quería evitar este riesgo, quería decir claramente cuántos daños han provocado estos terroristas que no eran jóvenes ni idealistas, sino personas que han matado. Son asesinos. No buscaba una salida ideológica. Solo quería, como dice el título, «salir de la noche». Jamás hay que idealizar el terrorismo. Si idealizas el terrorismo, su herida va a ser permanente en la sociedad. Lo que me llama la atención es que, entre los jóvenes, a pesar de que todos sabemos que matar está mal, todavía existen los que idealizan a esas personas simplemente por pertenecer a una revolución, aunque sea una falsa revolución.
—¿Qué le parece el papel que desempeñaron muchos intelectuales con estos movimientos? Ahí tenemos a Giangiacomo Feltrinelli, el editor y fundador de la cadena de librerías más famosa de Italia, que murió, precisamente, porque le explotó la bomba que preparaba para cometer un atentado. O Dario Fo, con Muerte accidental de un anarquista.
—El terrorismo tuvo toda esta amplitud en Italia porque contaba con apoyo intelectual y cultural, lo que es terrible desde cualquier lado que lo mires. De hecho, los intelectuales son responsables de las palabras que usan. Pero hoy ya tenemos anticuerpos, porque existe mucha gente, en este caso muchas personas de izquierdas, que es capaz de decir que «no», y que considera que la violencia política y las armas no son justificables. El terrorismo se ha alimentado de una idea intelectual y esta idea era que todo estaba corrupto, todo el poder era oscuro y que era hacía falta deshacerse de él. Hoy en día, tenemos que constatar que en el poder de los 70 había muchas cosas positivas. Se acordaron leyes innovadoras, como el divorcio. No estaba podrido ni corrupto totalmente. Pero se decía eso porque servía de justificación para atacar al poder y tumbarlo. Para deshacerse de él.
—Es curioso que los que estaban a favor del consenso fueran asesinados. Hablo de Aldo Moro.
—Justo. Es increíble que las Brigadas Rojas no raptaran a Giulio Andreotti, y sí en cambio a Aldo Moro. ¿Se lo ha planteado? ¿Por qué lo hacen? Prefieren a Aldo Moro porque estaba comprometido, porque mediaba entre los comunistas y la democracia cristiana. Quería ayudar a la sociedad a progresar. Era más reformista y, por eso, representaba un mayor peligro para la propaganda terrorista. Por otro lado, en este sentido, Andreotti les resultaba más funcional.
—Pasamos de los 60, que abogaba por el pacifismo y el amor, a los 70, con bandas armadas. ¿Qué ocurrió? ¿Qué nos perdimos?
—Los 60 fueron la consecuencia de los 50. Los 50 son la década de la reconstrucción, del bienestar. De ahí hasta mediados de los 60, Italia crece año tras año. Las personas comen carne con frecuencia. Pasan a tener un baño en casa, comprar lavadoras, televisores, el coche… poco a poco hay un número de cosas que se puede llegar a tener, pero a mediados de los 70 crece la inflación y esta promesa de que todo iba a mejorar empieza a estar crisis y empiezan las protestas, que son económicas y culturales.
—No es poco, para nada, lo que indica pero, ¿eran los únicos factores en juego?
—El viento de cambio que se generó en el París del 68, en la Universidad de Berkeley, con la moda, por ejemplo, la irrupción de la minifalda… La realidad es que la sociedad que estaba progresando chocó con una sociedad que todavía, en su corazón, estaba cerrada. El derecho de familia, en 1970, todavía reconocía que una mujer que dejaba a su marido perdía todos sus derechos. La mujer no podía divorciarse o abortar. La sociedad, desde el punto de vista económico, había crecido, pero en todo lo demás continuaba siendo un país viejo.
—Hay un choque.
—Sí. Pero luego sucede algo más. Aparece esta petición de jóvenes de la izquierda que exigen, por estas razones anteriores, un cambio. Pero se encuentra que una parte del Estado es conservador, nostálgico del fascismo, y muchos piensan en defender el país inclinándose hacia el autoritarismo. No es una fantasía. Existían modelos en Europa en este instante. La España de Franco. La Grecia de los Coroneles. Allí empieza la estrategia de la tensión. El primer acto, la bomba de Piazza Fontana, que pusieron los neofascistas. Creían que de esta manera crearían el caos necesario en Italia para ir hacia el autoritarismo en nombre de la seguridad. Esta idea sirve luego para que el terrorismo rojo tenga su propia justificación y que diga que todo el Estado es fascista, y que tienen que luchar. Pero lo curioso es que estos atacaron a los que estaban en medio, a las personas que dialogaban, a las que eran puentes entre posturas opuestas. En la Fiscalía de Milán, atacaron a mi padre. Mi padre era la persona más abierta al diálogo de la Fiscalía, de la comisaría, y hablaba siempre con los estudiantes que acudían a las manifestaciones. No atacaron al fiscal, que tenía un pasado fascista y era una representación de esa amenaza . Esos no eran el problema. El problema era mi padre o Aldo Moro, los que dialogaban.
—Denuncia la responsabilidad de algunos medios que blanquean a los terroristas. En el libro comenta, por ejemplo, cómo una televisión entrevistó a uno de los asesinos de los guardaespaldas de Aldo Moro en el mismo lugar donde ellos fueron asesinados.
—Se privilegia el sensacionalismo. El escándalo y el ruido son mejores que la exactitud de la información. No se respeta el contexto. Solo se procura hacer ruido. Si entrevistas a una víctima del terrorismo, no produce tanto ruido. No es una noticia tan comentada, pero si entrevistas a un terrorista que te dice yo le disparé a ese… Eso es pornografía y llama mucho la atención. En Italia se ha hablado mucho de un chico que acuchilló en un bar de Milán a su novia embarazada de siete meses. El novio admitió al final haberla matado y que luego intentó quemar su cuerpo. Los diarios estaban repletos de noticias morbosas de cómo la acuchilló, de cómo procuró prender fuego al cadáver… pero eso, ¿para qué sirve? ¿De qué se informa en realidad? Y en todo esto, ¿dónde queda el respeto hacia la chica y su familia? Solo es pornografía. Yo, que fui director de dos periódicos, creo que tiene que haber una línea de respeto hacia las personas. Es crucial. Puedes contar una historia, pero los detalles macabros no ayudan y no sirven para nada. Cuando yo era director y veía que se iba a publicar algo así, decía al redactor: «Eso me lo quitas porque me da igual, no me interesa. Eso es pornografía». Y luego le preguntaba: «¿Quieres ser periodista? ¿De verdad? ¿Esa es la clase de periodista que realmente quiere ser?».
—En España existe un debate que en Italia ya hubo. ¿Puede un terrorista, aunque haya cumplido pena de cárcel, ocupar un cargo público? ¿Cuál es la línea?
—Si has matado a alguien no puedes ocupar un cargo público. Esa es la línea roja: si has matado a una persona. El terrorista siempre tendrá una responsabilidad sobre lo que ha hecho. Ese acto tiene una consecuencia que es eterna y que queda para siempre: has quitado una vida a una persona y a una familia. Esa vida ya no se puede devolver. Es una cuestión de sensibilidad y de respeto. Esa persona tiene que dar un paso atrás. No puede desempeñar un cargo público. Probablemente esas personas, formalmente, han pagado por lo que han hecho, han estado en la cárcel, pero lo que no han entendido realmente es el daño que han cometido con un acto terrorista y lo grave que ha sido, porque, si de verdad lo hubieran entendido, tendrían mucho más respeto hacia la comunidad en la que viven. No es importante solo que el terrorismo haya perdido, también que entiendan que el camino del terrorismo es el camino incorrecto. Es el más destructivo. Pero si piensan que todo es igual, es como si dijeran, vale, este camino no ha funcionado, voy a probar otro.
—En Italia es distinto, ¿o me equivoco?
—Tenemos que darnos cuenta de un aspecto. El exterrorista ha cumplido una pena, pero el que ha condenado a otras personas a una cadena perpetua es él al haberles robado un familiar. Ese daño es infinito. Eso es irreparable. Hay que mirar las dos caras de las páginas. A los terroristas hay que reinsertarlos, porque es importante, pero también tienes que mirar y atender el daño, los problemas, el dolor y las necesidades que sufren las víctimas. No sé cómo funciona la ley española. En Italia, un terrorista, cuando ha cumplido la pena, se le libera, pero no recupera automáticamente todos los derechos políticos activos y pasivos. Existe un tribunal que estudia cada caso y luego decide si merece recuperar sus derechos políticos. Para eso tiene que haber dado señales de cambio.
—Describe a los terroristas como personas que, si no fueran terroristas, no servirían para nada. No tendrían futuro.
—Es cierto. Increíble, pero cierto. Cuando escribí el libro sobre ese chico de Milán secuestrado, estudié quienes eran estas personas implicadas en la banda armada. Y lo que encontré fue una miseria impresionante. Al acercarte al rapto de Aldo Moro, al ataque, a su muerte, a la matanza de su escolta, al secuestro… te dices, estas tienen que ser unas mentes increíbles, estratégicas. Asesinos, pero con una mente desarrollada… Bueno, pues la realidad no es así. Para nada. Es lo contrario. La realidad es verdaderamente deprimente. Es una gente de una pobreza intelectual impresionante. He leído todas las cartas de Aldo Moro y los interrogatorios… y hay una diferencia intelectual entre él y los terroristas que sobrecoge. Él hablaba a un nivel muy alto y ellos les hacían preguntas que eran básicas, elementales. Él hablaba sobre el poder y su complejidad y notas que ellos, sencillamente, no le comprendían… No tenían las herramientas para entender lo que decía.
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