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Mario Vargas Llosa, el intelectual frente a la obra

Mario Vargas Llosa, el intelectual frente a la obra

No creo que exista ningún escritor español que no tenga contraída, en mayor o menor grado, una deuda con Mario Vargas Llosa. Autor de al menos tres libros a los que cabe calificar de obras maestras irrefutables ―La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo―, de unos cuantos que rozaron la excelencia y de otros que constituyeron devaneos joviales o arriesgados divertimentos, pero que nunca estuvieron desprovistos de sustancia, su obra narrativa es tan prolífica, tan rotunda, tan total, que resulta inevitable sentirse interpelado por alguno de sus hitos. Explorador de los abismos donde se contradicen la historia y la estructura, maestro del idioma, apóstol de la máxima que vincula de manera irreversible la ética y la estética, en su larga y fructífera vida fue urdiendo ficciones que ponían al ser humano frente al espejo de sus demonios, que perfilaban sus luces y sus sombras, que discutían su posición en el mundo y su fortaleza o su debilidad ante las exigencias impuestas por su condición. Ese manejo de la ficción como plataforma desde la que asomarse a los enigmas del mundo la combinó con una dimensión pública que estimuló su faceta de intelectual ―entendiendo como tal no sólo a quien se dedica al cultivo de las ciencias o las letras, sino a aquél que está en posesión una tribuna desde la que alzar la voz y formar parte del debate, e instigarlo― a la par que profundizaba, puede que sin ser él del todo consciente, en su propia antinomia: la divergencia que se abrió, y se fue haciendo cada vez más acusada, entre el discurso que conjugaba en primera persona del singular y el que defendían sus novelas, que, como todo el mundo sabe, acostumbran a ser más libres y perspicaces que sus autores; una dicotomía que le generó adhesiones inquebrantables y no pocas amonestaciones, y que causaba periódicamente estupor entre quienes no terminaban de entender que la misma persona que tomaba parte en sus ficciones por los habitantes de los márgenes lo hiciera en la vida real por muchos de quienes, a la postre, contribuían a sus padecimientos. Fue una pugna del intelectual frente a su obra, una demostración de que realmente existe la verdad en las mentiras y a su vez pueden las mentiras arreglárselas para componer una verdad. Ha muerto Vargas Llosa y las letras españolas pierden a uno de sus defensores más egregios, quizá el último escritor verdaderamente grande con el que compartíamos época, y ni sus detractores más firmes van a poder eludir el poso de tristeza, la sensación de orfandad. Su pérdida, nadie lo puede negar, clausura un mundo. Ahora sí que se jodió el Perú.

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