Ilustración: Paula Viéitez.
Lo primero fue un olor inaguantable de procedencia desconocida, acompañado de un humo escandaloso y previsiblemente tóxico; luego llegó el momento de especular y al rato venció la ficción. El Blay, que paseaba por la ciudad creyéndose camuflado, se encargaba de señalar la relación entre el humo y el hedor, pero resultaba muy difícil creer lo que decía porque, hubiera o no hubiera humo, los chavales del pueblo ya estaban acostumbrados a ese «tufo a miseria», y porque siempre es más complicado creer a los fantasmas que creer en los fantasmas. El olor no se fue nunca, o al menos no se fue hasta que no se hubo ido Forcat, el fantasma: el olor era su sombra, el único rastro reconocible de una presencia que escapaba a la vista.
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La idea de la infancia robada es uno de los pilares de la literatura de Juan Marsé, que reconoció haber empezado a escribir Si te dicen que caí a partir de sus sórdidos recuerdos de la posguerra. Sin embargo, sus propias novelas se encargan de desactivar el ingenuo propósito de recuperar la infancia. Marsé debía conocer los peligros del ejercicio nostálgico, que no solo es capaz de falsear y aplanar un pasado a celebrar, sino que también ilumina amoralmente el pasado que se presenta oscuro produciendo desvaríos que casi siempre conducen a una narración encorsetada. En Si te dicen que caí recurría a los famosos aventis sobre los que se ha escrito tanto estos días; pero en El embrujo de Shanghai se aleja aún más del costumbrismo y alcanza cotas de extrañeza que exigen cierta prudencia al lector y no se despejan hasta bien entrada la novela, cuando ya se ha desvelado el sentido clásico y poco común de la idea de fantasía que se maneja en el libro: el grado superior de la imaginación, una fuerza mediadora entre lo incorpóreo y lo corpóreo, el sueño y la vigilia; para Sinesio, «el sentido de los sentidos». Tal es el propósito de la historia que se encarga de narrar Forcat y que causa fascinación en los adolescentes: su veracidad está de más.
Así que se trataba de contar una historia que hiciera creer a Susana que su padre estaba vivo, vivísimo, y que se había escapado a Francia debido a la guerra civil y luego a Shanghai para cumplir un propósito heroico: vengar a su amigo. Una historia indudablemente bien conectada pero que al final, como toda ficción, se descompone: «tenía Forcat el don de hacernos ver lo que contaba, pero su historia no iba destinada a la mente, sino al corazón»; una ficción orgullosamente cinematográfica, con un Shanghai cuyos decorados y personajes exigen ser imaginados como proyecciones en la gran pantalla para acabar de perfilarse, porque la fantasía y la memoria, cuando se funden, producen imágenes entre lo fílmico y lo fantasmagórico. Marsé rastrea el origen de tales imágenes, y lo halla no en la radical inocencia de los niños, sino en ese impulso particularmente adulto de contar un cuento, en ese vicioso ímpetu de narrar para dar sentido —no olvidemos que el libro se abre con esta frase: «Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos»—. La historia de Shanghai se interrumpe cuando el narrador desaparece, pero la fantasía pervive. Quedan los fantasmas: los que se han introducido en el pueblo por los huecos de la literatura y los que hacen notar su hedor; los que proceden de la nube tóxica y los que se dejan ver parcialmente; los que no se pueden captar ni a lápiz, mediados por la imaginación —«yo me preguntaba: ¿se puede dibujar lo que no se ve?»—; y los más reconocibles, los que habitan la pantalla.
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He releído quizás demasiado el último capítulo de El embrujo de Shanghai en busca de un final para el Kim. Supuse que debía estar en algún lugar, que ese final vertiginoso y elusivo no era propio de un libro tan lentamente cimentado. Basta la llegada de otro clandestino espectral para acelerar la narración hasta el punto de anularla, de suspenderla. Comienzan a repetirse las construcciones: «pasó mucho tiempo», «mucho tiempo después»… Se produce una curiosa paradoja: el tiempo se acelera y el espacio se mantiene idéntico. Pese a no haber referencias directas a la dictadura o los pesos políticos, ese aplazamiento del espacio constituye el gran gesto político del libro.
Era de esperar que una historia de fantasmas concluyese en un cine de barrio. Daniel entra al patio de butacas y, si bien habla de él como un «refugio», admite no enterarse de nada: únicamente reproduce la imagen de un barco que navega a Shanghai, ahora que no se lo están contando y que por fin puede verlo, y se despeja la neblina de la memoria, y se intuye así la lógica peligrosa de los excesos fantasiosos, y se entiende el dolor y el clima inhabitable de la posguerra, y se comprende al fin que no, no hay solución posible: la ficción maquilla, a veces entorpece, pero nunca anula. No hubo forma de escapar del olor.
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Autor: Juan Marsé. Título: El embrujo de Shanghai. Editorial: DeBolsillo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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