Hace algo más de dos años, la editora Marta Barrio asombró al mundo editorial con su novela Leña menuda. Con ella —una historia agridulce de dolor en torno a la no maternidad— obtuvo el Premio Tusquets de Novela y se hizo un hueco en el sector (ya había visto la luz entonces Los gatos salvajes de Kerguelen, obra editada por Altamarea). En aquel momento Barrio confesó que tenía ganas de zambullirse en una historia luminosa.
Durante meses se zambulló en la correspondencia amorosa que sus abuelos intercambiaron antes de su matrimonio. Su abuelo, ingeniero, iba y venía de Madrid a Asturias mientras estudiaba. Su abuela, que antes de morir sufrió Alzheimer, no recordó al final de sus días los inicios de esta relación. Perpetuar esta historia fue la tarea que Barrio hizo suya. Había escrito unos breves textos en el funeral de su abuelo, pero la relación de ambos la subyugó. Empezó a tejer esta historia de dos.
Según comenzó a tejer esta historia de dos, se percató que, en realidad, era una historia de tres, puesto que al tiempo que dos adultos se enamoran en los años 40, hay una niña —50 años después— dispuesta a descubrir lo que es el amor.
En No volverán tus ojos a mirarme (Tusquets), las pasiones recatadas de las cartas de dos adultos se entrelazan con los primeros descubrimientos de la Marta niña (narradora de esta historia), con los cosquilleos en el estómago y los textos que reflejaron en su diario este despertar sentimental.
Marta Barrio nos regala en esta novela una no ficción que se lee como si fuera ficción. Desde las primeras páginas el lector hace suya esta historia y descubre la pasión que vivieron quienes nos antecedieron. La realidad se abre paso en un texto poderoso que es al mismo tiempo una novela de amor y una novela de formación.
No volverán tus ojos a mirarme recorre de la mano de dos jóvenes enamorados la España de posguerra (final de los años 40 y 50), convirtiéndose en un testimonio directo de aquella época (en el propio texto la escritora intercala cartas de su abuelo). Barrio se reúne con Zenda para permitir que no zambullamos juntos en esta historia de dos más uno. Hablamos con ella de recuerdos, olvido y felicidad.
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—¿Cómo surgió la idea de la novela?
—Fue culpa de mi madre. Ella me pidió que escribiera unos textos para el funeral de mi abuela y el de mi abuelo. Se me quedaron cortos. Luego, cuando fuimos a deshacer la casa, a desmontar la casa donde habían vivido mis abuelos, donde habían crecido sus hijos, y donde había visitado yo, religiosamente muchos domingos, a mis abuelos, hubo un reparto… Empezamos a abrir los cajones a ver qué había y encontramos unas cartas. También encontré toda la documentación de la vida de mi abuelo. Me dio por pensar que mi abuela tenía un archivo de lana y carne, que éramos los nietos y los hijos de esa familia, y todos los jerséis, los patucos, los vestidos que ella nos había tejido a lo largo de los años. Mi abuelo, en cambio, tenía un rastro de papel. Pensé en lo que dejábamos. Pensé en lo que quedaría de nosotros cuando estemos muertos y que, en su caso, era el testimonio de un amor por esta correspondencia amorosa que encontramos. También el testimonio de una carrera, como ingeniero, muy exitosa. En el caso de mi abuela, ella decía que había dejado a sus hijos bien colocaditos porque estaban todos casados y tenían, casi todos, hijos y todos trabajos. Ese era su orgullo.
—No es el primer texto de ficción que bucea en una historia familiar. ¿Cree usted que todos nuestros abuelos tienen una novela dentro?
—Sí, por supuesto. Esto ya es una tradición literaria. Pienso en Amin Maalouf, pienso en sus orígenes, pienso en Eduardo Halfon o en Wajdi Mouawad y creo que hasta la vida más anodina tiene una novela dentro. Pero en el caso de la historia de mis abuelos es casi una novela rosa.
—En un momento de la novela dice la tía abuela “No me dejes sin pasado” (refiriéndose a un recorte del ABC). ¿Qué es el pasado para la protagonista niña y qué es el pasado para la protagonista adulta?
—Es la tía abuela Mercedes la que dice esto. Para Mercedes el pasado es un lugar que revisitar de vez en cuando. Es un personaje que tiene en ese momento más pasado que futuro y la niña tiene más futuro que pasado. Ella usa el pasado de la tía abuela, el pasado que encuentra en las cartas de los abuelos como guía para descubrir el mundo. Una guía para descubrir qué es el deseo, la base de su educación sentimental.
—Lo más importante queda fuera del foco, resistiéndose a ser retratado. ¿Lo cree así también en esta novela?
—Creo que todo libro es un intento de aproximación a la verdad. Las palabras a veces se quedan cortas para describir ciertas realidades, pero es nuestro trabajo como escritores no cejar en este intento.
—¿Es este el proyecto sobre la infancia, la familia y el verano del que nos hablaba hace dos años?
—Sí.
—¿Ha conseguido que sea tan luminoso como esperaba?
—Creo que sí. Creo que ha quedado una novela luminosa y estoy muy contenta con ello. Al final es importante hacer hincapié en esa vertiente luminosa y alegre de la vida frente al dolor o al lamento que muchas veces impregna demasiado los sentimientos.
—Hablemos del tiempo en la novela. ¿Por qué narrar de atrás a adelante esta historia de amor?
—Muchas veces en los cuentos de hadas, cuando el príncipe finalmente besaba a la princesa, era siempre un momento de “entonces tuvieron un flechazo, se enamoraron y se casaron ese mismo día”. A mí me interesaba el tiempo que pasaba entre el primer encuentro y el final del cuento (¡que eran a lo mejor dos líneas!). De esas dos líneas he hecho 380 páginas. Pero esta cuestión del camino que se recorre, de los matices del sentimiento, la montaña rusa del amor que sube, baja, y nos deja a veces completamente turulatos. Mi parte preferida de la documentación era la parte del diario. Un día él dice “quiero morirme” y al día siguiente: “la he visto y la vida es de color rosa porque me ha sonreído”. Esta ambivalencia del sentimiento de un día para otro, de un momento para otro en función de las palabras de la amada me parecía, por una parte, muy novelesco y también era lo que más interesaba a la protagonista narradora, que es una niña en el momento del paso a la adolescencia y que comienza a verlo todo teñido por el barniz de los sentimientos y comienza a darles importancia.
—Esta novela es de formación: una voz infantil predomina en la obra. Se aproxima al mundo mirándolo a través de un caleidoscopio. ¿Qué dificultad encontró a la hora de trabajar esta voz?
—Para esta voz me documenté también. Le pedí a mis amigas que me mandaran fotos de textos que habían escrito de adolescentes. Es una novela y una voz que pone en primer plano los sentimientos. Al principio me resistí como narradora a darles espacio, pero luego ya me dejé.
—En esta novela hay una mezcla de géneros, hay género epistolar, hay novela de aprendizaje, fotografías y postales… ¿Cómo hizo para montar este puzle?
—En cada novela creo que el fondo marca la forma y quería que fuera un diálogo con ese pasado y quería también que fuera un juego de espejos que marcara los contrastes con el presente de la narradora. Casi vino determinada. Quería que fuera una novela ligera, fácil de leer, amena.
—¿Es una novela sobre la memoria?
—Sí. Es una novela sobre la memoria, es una reivindicación de los recuerdos. Es una recuperación de los recuerdos que se han perdido por parte de la abuela de la protagonista que sufre Alzheimer. También es una manera de mostrar las lagunas, mostrar aquello que nunca sabremos de nuestra pasado y reconciliarnos con eso.
—Cuéntenos el porqué del título
—No volverán tus ojos a mirarme es un verso de una canción, de una ranchera de Pedro Infante que mi abuelo le cantó a mi abuela el 21 de agosto de 1951, en Salinas, una tarde junto a las vías del tren, mirando al mar. Venía a ser un ultimátum. Él se iba de vuelta a Madrid. En invierno se encerraba a estudiar Ingeniería. Le venía a decir que se decidiese, que él era su pretendiente pero que él quería ser su marido. Era una declaración de amor a la vez que un ultimátum.
—No hay nada más importante que la felicidad, pero no se le echa cuenta, ¿es este texto una novela sobre la felicidad?
—Sí. La felicidad es a veces huidiza y también se resiste a ser retratada, pero tenemos la obligación —o el deber moral casi— como seres humanos, de fijar esos momentos y valorarlos.
—Usa un narrador testigo, la tía abuela Mercedes, ¿por qué ha utilizado esta voz?
—Cuando se murieron mis abuelos no tenía casi referentes de su generación a los que preguntarles cosas que se quedaron en el tintero, cosas que no había podido preguntarles a ellos por desconocimiento de su historia de amor. Fui a su casa un par de tardes a preguntarle datos y de repente descubrí un personaje que era una mujer muy hedonista, muy divertida, que a pesar de haber vivido el servicio social de la Falange, un colegio de monjas, una educación muy tradicional, tenía una gran libertad de pensamiento y era una mujer mucho más moderna que mis abuelos, que eran muy clásicos. Me interesaba ese contrapunto irónico y casi libertario sobre su vida. Además, así no caía en el estereotipo de la mujer bajo el franquismo, callada, reprimida… sino que ella mostraba para tener cierta libertad de pensamiento y acción.
—En una novela como esta, una vez está escrita, ¿los personajes dejan de pertenecerle?
—Sí. Lo bonito de la literatura es que cuando escribes un libro luego cada lector lo hace suyo a través de sus vivencias y a través de su visión del mundo.
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