Marta Fernández (Madrid, 1973) pisó por vez primera una sala de cine con su padre para ver Fantasía, esa película de Disney en la que un T-Rex tridáctilo —en realidad, los tiranosáuridos sólo tenían dos dedos en las patas delanteras— atacaba a un estegosaurio al ritmo de Stravinsky. También, de niña chica, siguió las recomendaciones literarias de su madre, a quien recuerda dándole El amante, de Duras. La pasión cinematográfica y la literaria de esta periodista y escritora convergen en No te enamores de cobardes (Círculo de Tiza, 2021), una compilación de artículos —y de algunos textos inéditos— en la que habitan, entre muchos otros, Spielberg, Sorrentino, Christopher Nolan, Marilyn Monroe o Zelda Sayre, y en la que la autora, además, discurre por la “sapiosexualidad”, la promiscuidad intelectual, “la plaga de lo políticamente correcto”, las personas que recomiendan libros y los libros que recomiendan a personas.
—Marta, dedica No te enamores de cobardes a su padre, “que de pequeña me llevó al cine a ver Fantasía”. ¿Qué recuerda de aquella experiencia?
—Fue una experiencia absolutamente iniciática. La primera vez que fui al cine. Claro, en aquellas épocas, se llevaba a los niños muy pequeños a ver películas que eran presuntamente infantiles, pero que no los infantilizaban. Lo recuerdo como un impacto tremendo: todo el ritual de entrar al cine, de estar en aquel lugar, con la pantalla tan grande… Y luego, por supuesto, la película: no sólo recuerdo al aprendiz de brujo, sino aquellas imágenes psicodélicas, de las ondas del sonido, por ejemplo, o las hipopótamas bailando, y la pastoral de Beethoven, con esas imágenes bucólicas… Fue un impacto tremendo. Y tenía que agradecerle a mi padre que fomentara, siendo yo pequeña, ese amor por el cine.
—Tengo entendido que en su casa se leía mucho.
—Sí. Cuando en tu casa hay muchos libros y ves que tus padres leen… Mi madre era una grandísima lectora. Siempre me recomendaba libros. A veces, incluso, con un cierto descaro para mi edad.
—¿Por ejemplo?
—Yo tenía doce años, y recuerdo a mi madre dándome El amante, de Marguerite Duras. Me encantó, pero, si ahora lo piensas, a lo mejor era un poco atrevido. Le tengo que agradecer eso. No me daban sólo lecturas infantiles. Era algo que producía mucho placer en mi casa: ir a comprar libros, ir a librerías de segunda mano, ir al Rastro a buscar libros, a la Cuesta de Moyano…
—En el, digamos, intercambio epistolar entre el cine y la literatura que encontramos al principio del libro, la segunda dice al primero: “Somos la vida (…) y por eso permaneceremos. Créeme. Te lo digo yo, que siempre he sobrevivido aunque me hayan dado por muerta”. ¿Serán el cine y la literatura un fenómeno de minorías?
—Creo que no lo serán. En el fondo, a nosotros nos gusta contar historias y que nos las cuenten. Por eso me ha gustado hacer ese intercambio epistolar entre los dos, para que la literatura tranquilizara un poco al cine y le dijera: “A ver, de mí habían dicho que iba a morir cuando llegó la radio, han dicho que iba a morir cuando llegó el cine, han dicho que iba a morir cuando llegó la tele, y, al final, nunca he terminado muriendo”. Ni siquiera el formato en papel ha sucumbido al formato digital o al audiolibro, sino que sigue ahí. Y creo que la literatura sigue ahí porque es tremendamente poderosa: los humanos necesitamos que nos cuenten historias. Creo que con el cine pasará lo mismo. Es cierto que el cine tiene una particularidad: donde más lo disfrutas es en la sala de cine y que, después de esta pandemia, se nota mucho que las salas de cine están mucho más vacías. También porque hay muchos menos estrenos. Si piensas que la película más taquillera de la semana pasada fue El Señor de los Anillos, que es una reposición, esto te da la idea de que la gente no va más al cine porque no hay grandes estrenos. Sin embargo, cuando hay una película que los espectadores aman, van a verla al cine. Yo fui a ver El Señor de los Anillos el otro día al cine. La vi hace veinte años, la he visto innumerables veces después en DVD, Blu-ray y demás, pero no hay una experiencia comparable a la de verla en el cine. Entonces, creo que cuando la gente conoce y disfruta esa experiencia, tiene algo tan hipnótico, que te apela tanto y que produce que consumas la película de otra manera, que lo hace muy atrayente.
—Esa es la lectura optimista, la del vaso medio lleno. Pongo la pesimista: en general, triunfan los formatos cortos. Arrasa el Tik-Tok, los nuevos y brevísimos formatos virtuales. En prensa, la evidencia es más clara: la tropa se queda con el titular, casi nunca lee una noticia entera…
—Este es el viejo debate sobre la atención, y cómo, supuestamente, los nuevos medios, las nuevas plataformas y las nuevas narrativas han modelado la atención de los espectadores, que hace que sea más…
—¿Precaria?
—Que saltemos de una cosa a otra sin centrar la atención. Pero creo que no es cierto, realmente. Cuando le das a alguien una buena película… Hablábamos de El Señor de los Anillos: es una película que dura tres horas. Cuando das una película bien contada, bien narrada, la gente se queda a verla. Y las nuevas generaciones también se sienten atrapadas por ese tipo de narrativa. Si lo piensas, es muy curioso. Hay algo paradójico en estas nuevas narrativas: pensamos en los microvídeos de redes sociales, pero, ahora, la gente se larga unos directos, no sé si de Twitch o de las plataformas que sean, que pueden estar una hora ante la cámara, hablando tranquilamente, y hay espectadores que se quedan viendo eso. ¡Si hay hasta directos de gente estudiando y la gente se queda mirándolo! Hemos sobreinterpretado a veces lo de la atención. Y luego hay algo muy peligroso, que es subestimar al espectador. No hay por qué subestimar al espectador. Si le das un producto bueno y bien acabado… Si alguien se va a ver una ópera de Wagner que dura cinco horas, son cinco horas de pura gloria estética. Desearías que durara cinco más. En el fondo, depende del producto. Prefiero ser optimista, como estás viendo (risas).
—El neopuritanismo, lo políticamente correcto, ¿es el actual archienemigo del cine y de la literatura?
—Tendría que pensar la respuesta. No sé si es el archienemigo de la literatura y del cine actual o del pasado. Se produce algo que puede parecer contradictorio, pero todos sabemos que en tiempos de censura se agudizan más los sentidos de ciertos creadores. Estaba pensando en esos goles que Berlanga le metió a la censura cinematográfica franquista con El verdugo, con Bienvenido Mr. Marshall o con Plácido. Precisamente agudizando su ingenio consiguió saltarse esa censura y denunciar lo que el régimen no permitía que se denunciara en aquel momento. Parece increíble que en Bienvenido Mr. Marshall el único plano censurado fuera un plano de una bandera americana en un regato de agua. Hay veces que las censuras y que lo políticamente correcto, que puede suponer una censura, pueden servir para agudizar los sentidos de los creadores. A mí lo que más me preocupa es la censura con carácter retrospectivo. O sea, Lolita es lo que es, pero es una de las grandes novelas en lengua inglesa de la historia de la literatura. Y creo que hay que leerla. Es una novela sobre un personaje controvertido, es un narrador no fiable, cegado por muchas cosas, entre ellas su pasión… Y está escrita por uno de los mejores escritores de la historia de la literatura mundial. Eso es peligroso. También es peligroso cuando tú asimilas la prohibición dentro de ti mismo. Es aquello que decía Bradbury de “no hace falta prohibir leer si a los propios lectores se les quitan las ganas”. No hace falta quemar los libros si los propios lectores son los que se alejan de la literatura. Eso sí que es inquietante.
—En un artículo se refiere al gran debate televisivo que protagonizaron, en EEUU, William F. Buckley y Gore Vidal. ¿Dos intelectuales pusieron la semilla de la telebasura?
—Hay una especie de boutade en ese artículo cuando digo que ese fue el momento en que la televisión se tiró al barro. Efectivamente, eran dos intelectuales, dos personas con una mente asombrosa, con una cultura admirable, con una retórica y una manera de hablar que te quedas fascinado, y entonces, en uno de esos debates se produce ese rifirrafe entre ellos en el que Buckley llama a Vidal “queer”. En aquel momento era una palabra prohibida, tabú, un insulto que no se podía decir en la televisión. Claro, a partir de ese momento los directivos de televisión vieron que había un cierto filón en gente diciéndose cosas horribles, y más si eran intelectuales. A partir de ahí, vimos a Norman Mailer diciendo cosas tremendas, y a Capote… Hay excelsos ejemplos en la televisión patria de intelectuales diciendo cosas…
—“El mineralismo va a llegar…”.
—Por ejemplo. En ese artículo digo, con cierto atrevimiento, que ahí es cuando la televisión empezó a amar el barro. No por lo que hicieron Buckley y Vidal, que, en el fondo, cayeron en el fragor de su batalla dialéctica, sino porque los directivos de televisión se dieron cuenta de que aquello podía ser rentable. Lo malo es que, en un principio, era rentable que los intelectuales o gente con un cierto fuste lo hiciera en la pantalla, pero después ha pasado a hacerlo gente sin fuste alguno. Eso tiene mucha menos gracia.
—En otro artículo sobre Vidal, incluye el siguiente textual del autor de Juliano el Apóstata: “Según vaya avanzando la era de la televisión, los Reagans serán la norma, no la excepción. Ser perfecto para la pantalla es todo lo que un presidente tiene que hacer”. ¿Cree que acertó?
—Totalmente. Creo que Vidal acertó en casi todo lo que dijo. Me encanta esa frase suya que dice: “Las cuatro palabras más hermosas del idioma inglés son I told you so” (risas). Creo que acertó plenamente. Si revisionas las apariciones públicas de Reagan, te das cuenta de que era un líder pensado para la televisión y para ser amado televisivamente. Lo hacía muy bien. Parecía mentira que aquel señor, con aquella cara, con una cierta edad, con el tupé y tal… pero para la televisión era perfecto. Y creo que Vidal acertó. Y que acertó en el caso de Trump sin quererlo. Porque Trump era perfecto para la televisión por otras razones. Igual que Obama. Trump es una especie de dibujo animado. No es una cuestión de telegenia, pero se convierte en algo icónico. También Obama, que es un hombre muy atractivo.
—Cambiemos de tema: ¿qué es un “sapiosexual”?
—Un “sapiosexual” es alguien que se siente atraído por la inteligencia de otra persona. Uno se puede sentir atraído por muchas cosas. La belleza está donde el ojo quiere ponerla, y hay veces que el ojo pone esa belleza en la inteligencia de otra persona, que es mucho más divertido.
—Escribe que “hay personas que recomiendan libros y libros que recomiendan a personas”. ¿Podría hablarme de algún libro que le haya recomendado a alguna persona?
—Mmm… qué pregunta tan extremadamente complicada (piensa). Sí. Mira, hay una persona que es el hermano de una amiga mía, al que hace, no sé, quince o veinte años que no veo, y me recomendó un libro de Budd Schulberg, El desencantado, y es un libro extraordinario, como todos los de Budd Schulberg. Y descubrí a Schulberg a través de él. A partir de aquel momento rendía pleitesía absoluta a todo lo que me recomendaba este muchacho. Me parecía que alguien que me había recomendado y que me había descubierto a un autor así merecía todo mi respeto para el resto de mis días.
—Por cierto, le voy a plagiar y a trasladar una pregunta que hace usted en su libro: “¿De qué se enamoran las mujeres que se enamoran de Philip Roth?”.
—(Risas) ¡No lo sé! Supongo que de su inteligencia. Lo que pasa es que su inteligencia tiene muchas aristas y muchas capas y muchos claroscuros… aunque eso es lo interesante. Imagino que Philip Roth debe de ser como pasear por un campo minado en el que nunca sabes dónde puede estallar algo. Sí, me gustaría saber de qué se enamoran las mujeres que se enamoran de Philip Roth.
—Alterando su pregunta, ¿de qué se enamoran las mujeres que se enamoran de David Bowie?
—Bueno: las mujeres, los hombres, los gatos, los gorriones… (risas) De David Bowie podemos enamorarnos todos de todo: de su voz, de su físico, de su valentía, de su originalidad y de su cabeza. Bowie permite la “sapiosexualidad”, la filia física (risas) y la musicofilia, también. Si no te enamoras de Bowie, eres una persona sin corazón, sin alma, sin ojos ni intelecto: estás muerto. Si no te enamoras de David Bowie, estás muerto.
—Me gusta mucho el artículo que dedica a otro de mis ídolos: Stephen King.
—Creo que Stephen King es un genio. Lo creo de verdad. Siempre ha pesado sobre él esta especie de mala interpretación elitista por la cual un señor que escribe novela de género, que además es leído por muchos jóvenes, no puede ser un buen autor. Primero: aunque Stephen King sólo fuera eso, que no lo es, creo que todo el sector literario, los grandes popes de la literatura y los grandes críticos le debieran estar agradecidos por tantas generaciones, por tantos jóvenes que se han iniciado a la lectura gracias a sus novelas. Pero es que, además de eso, es un autor que estructura como nadie. Hacer lo que él hace es muy difícil. Es muy sólido estructurando, creando su propio universo, siempre queda todo bien anclado. Y construye muy bien a sus personajes. Lo que pasa es que Stephen King ha sido también víctima de su propio éxito y de su propio éxito en el momento en que se produce, porque toda su obra superventas termina convirtiéndose en películas que, exceptuando la de Kubrick, que, como sabemos, no le gustó, tienen más que ver con el cine de género, de serie B y de miedo, y te hace pensar: “¡Este autor, que escribe estas cosas y luego hacen películas de serie B sobre sus libros!”. ¡Pero es que es un autor magnífico! Y aunque sólo sea por ese libro que tiene sobre escribir…
—Mientras escribo.
—Es uno de los mejores libros que se ha escrito sobre el tema. En su edición española, tiene una portada feísima, incomprensible (risas). Pues aunque sólo fuera por ese libro, donde están sus reflexiones sobre lo que hace y la artesanía de escribir, creo que merecería estar en cualquier gloria literaria.
—Para finalizar: escribe que “las leyes de Hollywood también dicen que, si hay un monstruo encerrado, terminará por salir. Así ha pasado desde que escapó King Kong”. ¿Eso está pasando en la vida real? ¿Hay por ahí un tiranosaurio, un alien o un gorila gigante que está a punto de salir?
—Fíjate: si apareciera ahora un Godzilla por aquí, ni nos sorprendería. “Aparece, venga, pero a las once vete a casa, que empieza el toque de queda” (risas). Siempre hay un monstruo oculto detrás de alguna puerta. Eso es lo terrorífico y lo bonito: nunca sabes qué hay detrás de la puerta. Pero más interesante que eso, y creo que lo aprendimos durante la pandemia, es todo lo que nosotros ponemos detrás de esa puerta cerrada. Recuerdo que las primeras semanas del confinamiento, todo lo que oíamos y nos contaban sobre un virus que, realmente, no conocíamos y que era un monstruo detrás de la puerta, nos hacía pensar que aquello era la peste negra. Y recuerdo que ibas al supermercado y pensabas: “El aire tiene otra densidad. ¿Estará lleno de virus?”. Al final, siempre es mucho más lo que nosotros ponemos sobre los monstruos que la propia realidad de los monstruos. Esto nos remite al principio de la entrevista: en el fondo, nos encanta contar historias, incluso a nosotros mismos. Y construirlas.
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