Solo he estado una vez en París. Una visita relámpago durante un viaje de fin de Bachiller organizado por las monjas Teresianas. No haber regresado a la ciudad de la luz es un pecado que he intentado expiar este verano gracias a la conjunción casual de tres relatos con trasfondo bélico ambientados en la capital de Francia. Las avenidas y calles de París son escenario idóneo de comedias románticas, musicales, thrillers o dramas históricos, pero cuando Marte la visita, mudan en oscuros laberintos, afluentes de sangre. Estos tres libros, dos ellos adquiridos precisamente en la librería París-Valencia, están ambientados en tres momentos del siglo XX marcado por el dios del planeta rojo. Historias dispares que plasman los horrores de la guerra y cómo afectan a quienes la sufren, incluso después de haberse firmado la paz. En ellas descubrí curiosas conexiones, y al acabar este artículo, 24 de agosto de 2024, se cumplió el ochenta aniversario de la entrada en París de la mítica Nueve, o División Leclerc, formada por republicanos españoles, episodio que Paco Roca cuenta en su novela gráfica Los surcos del azar. ¿Pura casualidad o misteriosos designios del azar?
La única persona que se libra del venenoso aguijón de Navales es Ana María Sagi, atleta, poeta, reportera y primera mujer en la junta directiva de Fútbol Club Barcelona, cuya vida ha explorado De Prada muy a fondo en sendos libros. En un rapto de generosidad inusitado en él, Navales le cede su buhardilla y le regala unos zapatos a la última moda, ¡de cartón! Las mujeres son mejor tratadas por cuestión de testosterona, supongo, y aportan un leve perfume de dulzura: María Casares, Ana de Pombo, Nana de Herrera…
Con el resto Navales se muestra despiadado, especialmente con los artistas «polaquitos» (catalanes) de izquierdas que pretende reclutar para las actividades de Falange. Forman una variopinta galería que De Prada dibuja con certeros trazos: Federico Beltrán Massés, Emilio Grau Sala, Fabián de Castro, Honorio García Condoy, Pedro Flores, Óscar Domínguez, Antonio Clavé, Carlos Fontseré, Pedro Creixams o Apeles Fenosa, estos dos últimos refractarios a los intentos de captación del falangista. Y el valenciano Daniel Sabatés, llamado «pintor de brujas», que a veces iba a la morgue en busca de macabros modelos.
Pablo Picasso es un capítulo aparte. A través de la mirada sulfúrica de Navales vemos al mito despojado de su aura. Además de maltratador de mujeres —eso ya lo sabíamos—, avariento, despótico y grosero, es caracterizado como «pintamonas», «garajista», «tratante de ganado». Aconsejaría a quienes tienen al malagueño en un pedestal que se salten el capítulo correspondiente. Yo estoy curada de espanto. En el periodismo aprendes pronto a distinguir la distancia, a veces insalvable, que media entre el creador y su creación. Como le dice Ana de Pombo a Navales: «No todos podemos ser genios, y tal vez sea mejor así, porque no siempre la genialidad, o lo que el mundo entiende por genialidad, nace del bien (…). En cambio, todos podemos elegir el bien, si nos lo proponemos».
El nombre del cubista me recuerda una noche en blanco, la del 9 de septiembre de 1981, porque como redactora de Cultura de El País me encargaron ir a primerísima hora al aeropuerto a recibir el Guernica, y para que no se me pegaran las sábanas me la pasé bailando en Bocaccio. No sé cómo pude escribir luego la crónica. Hay que ver lo que aguanta una de joven si está suficientemente motivada. Y yo lo estaba. Para bailar y escribir. Todavía lo sigo estando.
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Con veinte años y muchos millones más —en 1940 ya estaba forrado—, Pablo Picasso hace una aparición fugaz en la segunda novela de Juan Laborda Barceló, La fragilidad del neón (Alrevés, 2014). Con motivo de su primera exposición en España el artista asiste a la recepción que el día de la Hispanidad ofrece José María de Areilza en el Palacio Wagram, sede de la embajada española en París, a la que acude también Linda Darnell, una actriz norteamericana, con su chófer y escolta, Ramón Sandoval, protagonista del relato.
Después de luchar en las filas comunistas en España y contra los nazis, Sandoval, que podría haber formado parte de La Nueve, lleva una existencia anodina en Montmartre, en la pensión Les Vilandes frente a un burdel iluminado por neones rosas y azules, que, «como los ideales, cambian de color». Atesora un manoseado libro de poemas de Miguel Hernández y su única distracción son las charlas que mantiene en los jardines del Museo Cluny con su amigo Rafael, fumador de Bisontes.
Su vida da un vuelco cuando en la empresa de taxis donde trabaja le entregan un flamante Citroën DS Prestige para que muestre la ciudad a la célebre actriz americana Linda Darnell y su joven acompañante, de visita en la ciudad. Asisten a un espectáculo de Josephine Baker, al bar del Ritz dedicado a la memoria de Hemingway, al centenario restaurante Le Procope, donde comieron Voltaire y Franklin… El glamur de la tournée parisina se alterna con crudas escenas de lucha en el desierto que se libran en Argelia, en las que participa Manuel, hermano de Ramón, las páginas más intensas de la novela. «El desierto se asemeja a un enfermo imaginario. (…) Cuando más lo conoces, más temes sus síntomas, y con el tiempo descubres que solo hay un medio para sobrellevarlo: aceptar su esencia».
Combinando su amor al cine y a la historia, Laborda teje un ameno relato con el ruido de fondo de la guerra de Argelia, cuyos ecos se perciben en la capital. Las tensiones entre el FLN y la OAS explotaron el 17 de octubre de 1961 en una multitudinaria manifestación saldada en un baño de sangre. Malraux y Jorge Semprún tienen un pequeño papel en el argumento, y el villano de la historia también es un personaje real, Maurice Papon, colaborador de los nazis y jefe de la policía, que llegó a vivir casi cien años y que utiliza a Sandoval como peón en su estrategia. Desengañado de unos y otros, cuando los del FLN intentan reclutarlo se niega en redondo: «¡A mí me va a hablar de libertad e ideología! Luché en dos guerras que creía justas y vivo rodeado de fantasmas por las cosas que tuve que hacer».
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Monetta Eloyse Darnell (Dallas, Estados Unidos, 1923), más conocida como Linda Darnell, fue una actriz precoz. Empezó de niña y falleció también precozmente, a los 41 años, a consecuencia de las quemaduras que sufrió en un incendio. Se casó tres veces y triunfó en Hollywood. Una vida breve e intensa. Ella es el eslabón que conecta con Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Alianza Editorial, 2011), pues protagonizó, junto a Rita Hayworth y Tyrone Power, uno de los largometrajes basados en otro éxito de Vicente Blasco Ibáñez, Blood and Sand (Sangre y arena). Por la brillantez con la que el escritor valenciano describe la llamada fiesta nacional muchos piensan que era fan de la tauromaquia, pero en realidad la odiaba, igual que otros muchos artistas que la representaron, como Goya. «La única bestia en la plaza de toros es la multitud», dijo.
Hacía mucho tiempo que no leía a mi paisano y me sorprendió la modernidad de su prosa, una prosa vitalista, vigorosa y tremendamente pictórica. Si Sorolla pintaba la luz, Blasco pintaba con palabras. Fue un enamorado del cine, al que se dedicó varios años: de haber nacido un siglo más tarde, se habría convertido en showrunner. Con esta novela sobre la Primera Guerra Mundial dio su salto a la fama, sobre todo en Estados Unidos, y aunque muchos no la consideran su mejor obra tiene un tremendo mérito para mí, incapaz de concentrarme cuando hay ruido a causa de la hiperacusia. Blasco la escribió, en 1917, en tiempo récord, rodeado del sonido enervante de cuatro pianos vecinos y mal tocados, el griterío de los niños en la calle y la angustia ante el avance alemán.
Acababa de llegar de Argentina con los bolsillos vacíos tras el fracaso de sus colonias valencianas, pero con materia prima literaria de calidad, como su viaje de regreso a Europa en el vapor alemán König Friedrich August, que aparece en los primeros capítulos, con un pasaje cosmopolita que en sus tertulias consideraba imposible una guerra en Europa. O su trato con los estancieros argentinos que le inspiraron el potente personaje de Julio Madariaga, el centauro del rebenque, un hombre indómito y tiránico pero noble y generoso. Del casamiento de sus dos hijas, Luisa y Elena, con un francés y un alemán parte un argumento simple pero eficaz para plasmar la contienda a partir de las dos familias enfrentadas: los Desnoyers y los Hartrott. Blasco no es neutral ni se esfuerza en parecerlo. Francófilo declarado, para él los alemanes son los malos de la película, tanto los primos de Berlín, que describe como unos perfectos protonazis obsesionados por la superioridad de su raza, como los oficiales alemanes.
Según los gustos actuales la novela agradecería una buena poda, y a veces aflora la tendencia melodramática del escritor naturalista, pero ha envejecido bien. El personaje más logrado es Marcelo Desnoyer, un hombre cabal a quien la riqueza induce una vena mezquina, y se obsesiona por adquirir bienes en subastas por un precio inferior a su auténtico valor, pero que los desastres de la guerra redimen hasta convertirlo en héroe a su pesar. Los capítulos que se desarrollan en su castillo de Villeblanche, tomado por los boches y convertido en hospital de campaña, son los más intensos. En la descripción de las escenas multitudinarias Blasco alcanza plenitud de reportero en acción, como si llevara una cámara al hombro, además del bloc de notas. Describe la marcha entusiasta en vehículos de todo tipo hacia la estación para dirigirse al frente. Describe la calamitosa retirada de las tropas francesas, el deterioro de los vistosos uniformes: los capotes azules convertidos «en vestiduras andrajosas y amarillentas; los pantalones rojos blanqueaban con un color de ladrillo mal cocido, (…) el sufrimiento impreso en rostros desencajados tras interminables marchas, el agotamiento de las enflaquecidas bestias que «desprovistas de imaginación resistían menos que los hombres». Y las escaramuzas: «Los caballos sin jinete emprendieron un galope loco a través de los campos, con las riendas a la rastra, espoleados por los estribos sueltos». Oyes el batir de los cascos y música de fondo.
El éxito internacional de Blasco fue empañado por el desdén de muchos escritores españoles, especialmente de los falangistas, que lo detestaban por ser masón. Por encima de elogios y de críticas siempre tuvo el amor de su pueblo y una vida envidiable. Berlanga intentó contarla en un proyecto televisivo, pero no estuvo a la altura del personaje.
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El recuerdo más intenso que guardo de aquel viaje a París con las monjas es un incidente imprevisto que pudo acabar trágicamente. Una aventura emocionante. De camino a Andorra, el autobús, que iba sin cadenas, comenzó a patinar sobre la carretera helada y tuvimos que abandonarlo apresuradamente sin ropa de abrigo, en medio de la noche y la ventisca, para empujar el vehículo y salir del atolladero. Tras un rato de miedo y angustia, acabamos en un refugio de montaña donde funcionaba una discoteca en la que entramos en calor. Un puñado de chicas medio histéricas acompañadas de dos monjas. Debimos de causar fuerte impresión. Mañana mismo podría volver a París. Recuperar la sensación que se tiene a los diecisiete años de que el mundo está esperando que lo devores no es tan sencillo. Solo se me ocurren dos maneras de intentarlo: bailar y escribir.
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