Foto de portada: Mario Andrada
Cinco enigmas de la Historia (Ladera Norte) es un entretenido recorrido por cinco casos misteriosos del pasado: ¿por qué Aníbal no conquistó Roma?, la destrucción de la flota china de Zheng He, ¿quién fue el Hombre de la Máscara de Hierro?, el mito de la gran duquesa Anastasia Romanov y el último vuelo de Amelia Earhart. Martín Casariego, una de las voces más solventes de la narrativa española contemporánea, combina dos de sus vocaciones en este libro, cuyo ánimo divulgativo y ameno no resta un ápice de rigor. Su investigación arroja luz y claridad sobre cinco hechos que siguen alimentando la intriga de los historiadores y la imaginación de los novelistas.
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—Eres novelista, pero formado en historia del arte. ¿Recuerdas el momento de tu vida en que se te despertó la vocación por la historia?
—La historia, como narración, como sucesión de civilizaciones, personajes y acontecimientos, me interesó desde el colegio, como a muchos otros. Siempre me ha gustado la historia, y más si se puede leer como una novela… Sin embargo, novela histórica he leído muy poca a partir de los 15 o 16 años. Ahora recuerdo un libro que me encantó, cuando tenía unos 12, Los grandes asedios, de Vezio Melegari, donde, por cierto, salía, el de Sagunto por Aníbal.
—No es la primera vez que haces un libro sin ficción. ¿Eres de los que piensan que la ficción es más fácil, porque puedes inventar cualquier cosa, o de los contrarios, para los que la no ficción es más sencilla porque están los hechos dados?
—Yo no creo que nada sea fácil, lo difícil de cualquier cosa —incluyo lo que no tenga nada que ver con escribir— es hacerlo bien y con rigor. Es cierto que en la ficción el campo es virgen y puedes hacer lo que quieras, pero eso es a la vez una ventaja y una dificultad; y lo mismo diría para la no ficción: el campo no es tan virgen, pero hay que seleccionar los datos conocidos y engarzarlos, ordenarlos, darles mayor o menor importancia… Como cualquier libro, de ficción o no, Cinco enigmas de la Historia ha sido un parto difícil, y lo mejor, el final, tenerlo hecho, poder tocarlo.
—Balzac decía que la novela es la historia íntima de las naciones. Para ti, ¿cuál es el vínculo entre historia y literatura?
—Es una frase muy buena, la de Balzac. Hay quien dice que para comprender la historia lo mejor es acudir a las novelas de la época. En parte es cierto, creo, pero voy a decir una perogrullada: para comprender la historia también son muy importantes los libros de historia. Las novelas pueden ser, eso sí, un complemento muy importante. Y en fin, a mí los libros de historia que más me gustan son los que no inventan nada pero aportan ritmo narrativo. Por otra parte, es muy tentador para un historiador rellenar los huecos con especulaciones o, directamente, invenciones. Y al revés. Alejandro Dumas inventa, evidentemente, pero D’Artagnan es un personaje histórico, capitán de los mosqueteros, a quien el rey ordenó que detuviera a Fouquet, su ministro de Finanzas, tan poderoso que llegó a creerse intocable. Es en la tercera entrega de Los tres mosqueteros, El vizconde de Bragelonne, cuando aparece la Máscara.
—La Quinta Historia, según explica la editorial Ladera Norte, nace con la vocación de ser seria y rigurosa sin dejar de ser amena y divulgativa. ¿Cómo resolviste esta doble exigencia?
—Ese espíritu es el que a mí me gusta. Evidentemente, yo no soy un investigador. A lo más que aspiro es precisamente a eso, a hacer un libro de divulgación pero riguroso, documentado y que se lea muy bien, que resulte entretenido y serio a la vez. He hecho lo mismo que hago con mis novelas: releerme para corregirme, teniendo muy presente que, a la hora de escribir, aburrir al lector es uno de los pecados capitales. Si me dicen que un libro es excelente pero cada página es como un ladrillo, y el libro entero como un muro, bueno, entonces para mí ese libro no es tan bueno.
—¿No es todo pasado, en sí mismo, enigmático? ¿Por qué estos cinco enigmas, cómo los seleccionaste?
—En efecto, el pasado es muy enigmático… ¡Pero si hasta lo es el presente! Hay cientos, miles de casos… Yo he escogido algunos de los más famosos, de los que más han encendido la imaginación popular, y la de los historiadores también, a lo largo de los siglos. El paso del tiempo ha resuelto alguno, como el de Anastasia. Otros permanecen en la sombra y siempre permanecerán ahí, como el de Aníbal. Cuando yo era niño mis hermanos y yo leíamos libros de una colección francesa, traducida por la editorial Fher, que se llamaba «15». Recuerdo 15 casos policiacos, 15 grandes destinos, 15 grandes exploraciones… y 15 enigmas. Es posible que este último libro se me quedara en la memoria, porque allí, como he comprobado luego, aparecían los casos de Earhart, la Máscara de Hierro y Anastasia. Sobre Zheng He había escrito una corta semblanza en un libro sobre grandes viajeros, Con las suelas al viento, y me intrigaba desde entonces. Y Aníbal es una figura que me fascinaba de niño. Otra colección infantil que me gustaba mucho era «Las aventuras de Tocón». Eran doce libros y teníamos todos: Tocón con Gengis Khan, Tocón en Waterloo, Tocón en las cavernas —voy citando de memoria—, Tocón en las Cruzadas, Tocón en el Renacimiento… y Tocón con Aníbal. Por cierto, a mí me seducía incluir un episodio muy actual, el caso de los mercenarios de Wagner y Prigozhin… ¿Murió realmente Prigozhin en un accidente de avión al norte de Moscú, en agosto de 2023? Pues yo tengo mis dudas… Me cuesta creer que fuera tan estúpido como para volar por Rusia después de amenazar a un hombre como Putin. Quién sabe. Cuando sucedió aquello yo estaba empezando el capítulo de la Máscara de Hierro, y me tentó cambiar uno por otro. Pero en la editorial no lo vieron claro, ir a un caso tan reciente. Porque, curiosamente, lo reciente es lo que puede envejecer más rápido.
—En el capítulo de Aníbal, además de una reconstrucción detallada de su campaña militar contra Roma, haces una indagación en la psicología del personaje. De las muchas razones que das para que no conquistara Roma, ¿cuál crees que pesó más?
—Es un enigma irresoluble, que lo ha sido desde siempre. Los propios romanos nunca lo entendieron… y hoy, sin duda, tampoco tenemos explicación. Yo creo que el único que podría tenerla es el propio Aníbal y, al contrario que Julio César, no ha dejado nada escrito. Las razones propuestas no se sostienen: estrategia, falta de tropas, incluso escrúpulos morales, lo cual es de risa… Después de Cannas, el ejército romano estaba destruido. ¡Murieron 29 de sus 36 tribunos militares! Es un error de una magnitud enorme, que cambió la historia. El grito de terror romano, Hannibal ad portas, parece indicar claramente que los romanos sentían que no podían oponerse a los cartagineses, que habían sido derrotados… Sin saber más, sin más datos, es imposible entenderlo, sólo podemos recurrir a alguna explicación psicológica… Así que esa escena tan bonita que nos pinta Tito Livio, claramente inventada, en la que Maharbal, su lugarteniente, tras la aplastante victoria de Cannas, la mayor derrota sufrida por Roma desde su fundación, aconseja a Aníbal marchar sobre la capital y el general no se decide, es quizá la mejor interpretación que nos ha llegado. «Los dioses no han dado todos sus dones a un solo hombre», dice un decepcionado Maharbal. «Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes qué hacer con la victoria». El precio de esa indecisión fue la destrucción de Cartago y el dominio romano durante siglos sobre media Europa y sobre todo el Mediterráneo.
—¿Crees que hubiera podido llegar a América la flota china de Zheng He, a principios del siglo XV?
—Por los datos que manejan quienes han estudiado en profundidad la navegación histórica, no lo creo. Tampoco sabemos cómo eran realmente sus barcos. El caso es que no lo hicieron, y eso es incontestable, aunque algunos disparaten y sostengan lo contrario. Su flota navegaba sin alejarse mucho de la costa, sin aventurarse a un mar abierto, por zonas conocidas… De hecho, salvo alguna excepción, Zheng He llegaba a sitios en los que ya había chinos, o los había habido. No eran viajes de descubrimiento, sino de prestigio, de poder y de diplomacia. No tiene nada que ver con esa casi inconcebible valentía de lanzarse al océano prácticamente a ciegas, como hicieron sesenta años después los marinos españoles, una hazaña tan impresionante que cuesta comprenderla en toda su magnitud. La flota china era sin duda admirable, descomunal, enorme. Pero las verdaderas gestas marineras las protagonizaron en las décadas siguientes a la destrucción de la Flota del Tesoro los europeos, y muy especialmente los españoles y portugueses.
—Es interesante que China hoy siga usando la Flota del Tesoro como propaganda imperialista, cuando en realidad es la historia de una derrota.
—Propaganda imperialista, sí, sobre todo en África. China siempre ha sido un imperio, y lo sigue siendo, aunque haya pretendido mostrarse tradicionalmente bajo una falsa humildad. Los chinos siempre se han creído superiores, en la época de Zheng He también, y desde luego hoy. Tal era su desprecio por los bárbaros que a menudo guardaban sin abrir los regalos de las delegaciones extranjeras. Pueden estar legítimamente orgullosos de su historia, de sus avances, de sus logros, de su cultura, de todo. Pero pretender que, cuando no hay ni la más pequeña prueba, dieron la vuelta al mundo antes que Elcano, llegaron a América antes que Colón, cruzaron el Estrecho de Magallanes, reconocieron las costas de Chile hasta Ecuador, que además exploraron las costas de América del Norte y de Islandia, y que regresaron a China por el Ártico… En fin, es un disparate grotesco. Pero si se apoya algo con dinero siempre habrá gente dispuesta a inventar. En cuanto a que sea la historia de una derrota, no estoy tan seguro. Sí es la derrota de quienes querían abrirse al exterior, los eunucos, frente a los que querían encerrarse, los funcionarios… Pero era encerrarse en un mundo inmenso, prácticamente autosuficiente… Históricamente, China siempre ha mantenido una lucha interior ante esa dicotomía: encerrarse sobre sí misma, o abrirse y expandirse… Realmente, esa decisión, la de replegarse, como la indecisión de Aníbal, cambió la historia del mundo, como la cambió la Revolución rusa. Los enigmas de la Máscara de Hierro y de Amelia Earhart son también muy atractivos, pero su alcance es mucho menor, tienen un interés, por así decirlo, individual.
—Quizá el enigma que alimentó más la literatura es el del Hombre de la Máscara de Hierro. ¿Cuál de las hipótesis que lanzas es la más verosímil y por qué?
—Bueno, yo no lanzo ninguna hipótesis nueva, me limito a recoger las que han lanzado otros. El del Hombre de la Máscara de Hierro es el gran enigma nacional francés. Y como la novela del XIX en Francia abarca muchos temas, no podía faltar, y Dumas lo utilizó, como Flaubert utilizó para Salambó la rebelión de los mercenarios cartagineses. El primero en hablar de él fue Voltaire, en su ensayo El siglo de Luis XIV, de 1752, y desde entonces hasta nuestros días ha habido muchos intentos de resolverlo, sin éxito; se han propuesto más de cincuenta nombres, condes y duques, y hasta un hijo de Cromwell. Es un misterio apasionante, pues se sabe con certeza que hubo un prisionero al que se trató de forma especial, al que nadie le podía ver el rostro, y que fue de una cárcel a otra, siempre a cargo del mismo carcelero, Saint-Mars, desde 1669 hasta su muerte en la Bastilla en 1703. Y poco más. Es un caso realmente extraño, fascinante, y que hace que vuele la imaginación. Para un niño, nada puede haber más emocionante que un hombre de identidad desconocida, desgraciado, prisionero, aislado, educado, posiblemente noble… y todos mantenemos algo de niños, por fortuna. Lo que alimenta la imaginación alimenta la literatura y, por supuesto, el cine: hay más de veinte películas sobre este personaje. Quizá la más famosa sea la de Randall Wallace con Leonardo DiCaprio, que, siguiendo a Dumas, juega la carta de que era un hermano gemelo de Luis XIV, el Rey Sol. Pero las reinas daban a luz en presencia de mucha gente, así que ocultar el nacimiento de un gemelo no era posible. Tenía que ser alguien de importancia, pues si no, ¿por qué tomar tantas precauciones durante tantos años? Pero en esos años no se echa de menos a ningún personaje lo suficientemente importante como para merecer tantas molestias. Se ha llegado a decir que era Molière, y que el rey lo confinó para salvarle de una falsa acusación de incesto (las prisiones se usaban para castigar, sí, pero en algunos casos también para proteger a alguien que en libertad estuviera en peligro; el Marqués de Sade fue huésped de una prisión de Estado para evitar una posible condena a muerte por violación). Pero lo cierto es que Molière dejó de escribir cuando «supuestamente» murió, en 1673; sin duda, porque realmente murió en esa fecha aceptada tradicionalmente. A mí, como escritor, no me cabe en la cabeza que Molière se pasara treinta años encerrado sin escribir nada. En fin, en realidad, ni siquiera se sabe si era una máscara de hierro lo que ocultaba su rostro, o un simple antifaz. Pero, claro, es mucho más novelesco, mucho más intrigante, que fuese una máscara de hierro. De todo lo que se ha escrito no me atrevo a decir cuál de las posibilidades es la más probable. Se ha apuntado también, ante el fracaso de no identificar al misterioso prisionero, que no era nadie importante, que se hizo así para desprestigiar a la monarquía (la crueldad del rey, capaz de hacer eso a su propio hermano), o para darse importancia el carcelero…. Pero tampoco cuadra que algo así se mantenga durante décadas, es absurdo, poco creíble. No se sabe, y seguramente nunca se va a desvelar quién era la Máscara de Hierro.
—En el caso de los Romanov, la superstición de que la princesa Anastasia sobrevivió ha opacado la tragedia que supuso la masacre de una familia con sus hijos, niños algunos de ellos, en nombre de la Revolución bolchevique. Tengo la impresión de que tuviste en cuenta esto, ¿o me equivoco?
—Bueno, es que al empezar a meterme en la historia de Anastasia (otra historia fascinante, que nos habla de la incertidumbre que nos rodea, y de la debilidad de la psicología humana, que hace a menudo ver lo que se quiere ver y no lo que realmente se ve, y que hasta los años 90 del pasado siglo no se resolvió definitivamente) fue inevitable entrar en la de los Romanov, en la tragedia del hijo hemofílico, en una familia joven de dos padres que se quieren (suena cursi, pero era así, una anomalía entre los zares rusos) y unos hermanos que también se quieren. Además existen muchas fotos de ellos, tanto en sus momentos de esplendor como en su época de cautivos, que contribuyen a que los sientas más cercanos y les compadezcas. En la portada del libro se reproduce un retrato de la familia tan pensado, tan equilibrado, que a mí me resulta admirable. Alekséi tenía trece años cuando lo mataron, a la vez que a sus cuatro hermanas, a sus padres y a cuatro criados, de una forma espeluznante. Lenin era un monstruo y los bolcheviques han escrito algunas de las peores páginas de la historia de la humanidad, de las más crueles, y esta masacre es sin duda una de ellas. Es cierto que la estrategia de desinformación soviética acerca de la matanza desvió la atención hacia la posible existencia de supervivientes y dio alas a todo tipo de especulaciones que no se interesaban apenas por la brutalidad del hecho. Por mi parte, al escribir este episodio me dejé llevar tanto por la agitada historia de Rusia en aquellos años, en la que Rasputín juega un papel decisivo, como por el misterio de Anastasia en sí. No podía separar una cosa de la otra.
—El episodio de Amelia Earhart me parece el más trepidante, porque haces revivir a los lectores el accidente y su desaparición casi minuto a minuto. Por otra parte, supone un símbolo indiscutible de la liberación femenina.
—Sí, fue muy angustioso, porque fue una tragedia radiada, nunca mejor dicho, con mensajes cada vez más apremiantes, hasta el silencio final. También en el caso de Earhart se han lanzado muy diversas teorías, algunas bastante absurdas, como que hubiera alcanzado islas a las que era imposible llegar, por una simple falta de combustible —la autonomía de vuelo de un avión es la que es—, o que su viaje tuviera como fin espiar bases militares japonesas. Ella era realmente una heroína, uno de los personajes más populares de Estados Unidos, intrépida, valiente y lista. Y efectivamente, una verdadera feminista, que tenía muy claro desde niña que las mujeres valían tanto como los hombres, que sus derechos debían ser los mismos, que ser mujer no debía conducir jamás a una posición secundaria. Su independencia la demostró también cuando se casó: puso condiciones para conservar su libertad y mantuvo su nombre de soltera. En sus charlas en colegios aconsejaba a las chicas no casarse hasta tener un título que les permitiera ganarse la vida, ser autosuficientes. Además de sus logros aeronáuticos, ésa es también sin duda una parte fundamental de su legado.
—Y me encanta que lo que cuentas sobre ella dialogue de una manera tan directa con Tierra de los hombres, de Saint-Exupéry, con el que estableces un vínculo directo, cuyo detalle yo desconocía.
—Pues sí, hay ciertos paralelismos evidentes entre Amelia Earhart y Saint-Exupéry: el accidente aéreo, la fama, el no encontrarse el cuerpo, las diferentes teorías sobre qué ocurrió verdaderamente, etc. Es que, además de Tierra de los hombres (por cierto, es magnífica la edición de Ladera Norte con la nueva traducción de Berta Vias Mahou), El Principito es uno de mis libros preferidos. Recuerdo que leí en el periódico la noticia de la aparición de la pulsera del escritor, encontrada por un pescador en sus redes, en 1998, así que vino a mi cabeza mientras escribía sobre Earhart. Ese parecido entre el Principito y la aviadora me lo señalaron mis editores —yo no había caído— y me encanta acabar así el libro, con una foto de Earhart y el dibujo de Saint-Exupéry. Me parece algo gracioso, tierno y simpático y, a la vez, un poco enigmático. Parece una tontería, pero esa imagen del Principito y Amelia juntos es de lo que más me gusta de Cinco enigmas de la Historia. Me arranca una sonrisa. Y acabar con una sonrisa un libro en el que se cuentan algunas atrocidades me encanta.
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