Maruja Torres (Barcelona, 1943) se rebela contra quienes defienden que envejecer “no es perder, sino cambiar”, y celebra en Zenda su supervivencia “embistiendo, intentando tirar p’alante”. Esta hembra alfa del periodismo patrio —“Pertenecí, y pertenezco, a una generación de reporteros solitarios, cazadores de historias y bebedores”—, corresponsal de guerra, escritora galardonada con el Planeta y el Nadal, triunfa como Los Chichos con su último libro, Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo (Temas de Hoy, 2024), un bestiario de marujismos, un dietario anarka y divertidísimo, una crónica de vida, o sea, de infancia, sexo, feminismo, literatura, cine, amigos y farras. Conversamos en el Rhinos, cerca del Conde Duque, con una mujer sabia y alérgica a los cenizos que, con la edad, ha terminado apreciando “el verdadero abrazo del Tiempo”.
—Maruja, ¿envejecer es una putada?
—Es una putada objetivamente: te encaminas hacia la muerte y te estropeas. Pero yo prefiero llegar a la vejez (risas). En los últimos años, he tenido noticias y certezas de gente joven que ha acabado muerta y, ¿qué quieres que te diga?, eso sí me parece injusto, pero que yo me muera, después de haber vivido tanto…
—Usted no ha conjugado mal el verbo “vivir”.
—No. He tenido la suerte de ser aventurera. Me he lanzado a por lo que pasaba.
—El tiempo, ¿abraza, asfixia o ambas?
—Si te dejas. Hay un momento, cuando eres mayor, en que no te tienes que agobiar por el tiempo. Tienes que decir esto tan tonto de: “Qué bien me levanto hoy, no me duele nada, o me duele menos, o me duele poco, o tengo que hacerme una analítica, ¡pero mira qué bien, que puedo ir andando!”. (Risas) Es cuestión de utilizar el tiempo que te queda lo más positivamente que puedas. No soporto a los cenizos. Quiero gente alegre a mi alrededor. Incluso en los momentos más complicados…
—Los momentos en los que esa gente es más necesaria…
—¡Claro! Ayer estábamos en La Josefina cenando: sólo quedan las sobremesas largas y los amigos. Sobremesas no tan largas como la de Mazón… Es que estoy muy intrigada, ¿qué hizo? Me ha recordado mucho a la huida de Rajoy.
—Cuando se transformó en el bolso de Soraya Sáenz de Santamaría.
—Sí, sí. Cuando se dijo: “¿Para qué coño voy a trabajar? ¡Si yo he venido a inaugurar!”. Más que Mazón, lo que me preocupa es la oleada de bulos. Llega un momento en que piensas que ha sido Sánchez quien ha abierto las compuertas de una presa.
—Mi favorito es el de que el temporal ha sido un “ataque meteorológico HAARP” made in Marruecos.
—Están locos. Si quiere jodernos, Marruecos no tiene más que abrir la frontera y dejar pasar pateras.
—¿Cuál es la lección más importante que le ha enseñado la vida?
—La de sobrevivir.
—¿Y cómo se aprende a sobrevivir?
—Embistiendo. No quedándose sentao. Intentando tirar p’alante.
—“Cuanta más gente se muere (y bien que lo siento) / más ganas de vivir tengo (y no más tiempo)”. No sólo queda resignarse, ¿verdad?
—No, no. Se mueren amigos míos. Más que en toda mi vida. Entonces, pienso: “Joder, estoy viva, tengo que aprovecharlo, porque Fulanito y Menganito ya no pueden”. Desde que salió el libro, han muerto más. ¿Sabes qué es jodido? Que este es un libro de despedida, me ha salido redondo, la gente lo está recibiendo muy bien…
—Va por la tercera edición.
—Va por la tercera edición. Los colegas os habéis portado de muerte. ¡Y yo no puedo hacer otro! (Risas) Fíjate, tengo ganas de escribir. Claro, esto es un dietario, y la vida no se termina nunca, por ahora: hay más cosas. Pero no tengo tantas ganas de eso como de seguir una conversación conmigo misma y escribirla. Da igual publicarla.
—Usted ha conjugado como pocas el verbo vivir; ¿cómo ha conjugado el verbo “amar”?
—¡Aaaay…! Pues bien…, siempre que he podido. Me he enamorado, he vivido el romance con pasión, y luego la desaparición de la pasión por una parte o por la otra. O por las dos a la vez. Pero el tema del cariño, el “vamos a vivir juntos el resto de nuestra vida”, sólo lo intenté una vez y perdí siete años de mi vida.
—Dice que no hubo placeres mayores que el de “salir de cacería”…
—Entonces no existían tantos problemas como ahora: redes sociales…, todo eso. En ese momento, las chicas empezábamos a levantar cabeza. Yo fui de las que nos negamos muy temprano, en el 62 o por ahí, a ir a los bailes a quedarte en un lado, con todas las tías, esperando a que los tíos, que estaban en la barra, te escogieran a bailar. Así entré en el periodismo: escribí una carta de protesta sobre ello. El otro problema, ¿cuál era? Quedarse preñada. Pero teníamos la píldora, que nos llegaba de Francia. Como no existían plagas, sino enfermedades venéreas, y teníamos penicilina, las espabiladas allí, en Barcelona, no teníamos el miedo a follar sin condón. Esto es importantísimo. Y, después, siempre he sido muy realista. Yo sabía que la más guapa de la fiesta se llevaba al más guapo; la segunda más guapa, al segundo más guapo, y yo me llevaba al más interesante. Es como un filtro: tu propio físico te protege de ser la pobrecita esa que se convierte en la mujer de Mad Men.
—El otro gran placer es el periodismo, “mejor y más prolongado”.
—Lo es. Al menos, tal y como pude practicarlo. Tuve un aprendizaje absurdo en la prensa del Movimiento, pero como no era tonta, yo sabía que tenía que salir de ahí. Me tiraba el mundo del espectáculo. Estaba Fotogramas, la revista que empezaba a ser moderna en aquel momento: viajes a Londres, traerse las últimas novedades, etcétera. Me metí en ese mundo y conseguí estar en la pomada de la Barcelona de aquellos años. Siempre como visitante, como francotiradora, como cronista. Y luego, nos lo pasábamos muy bien en la revista. Había mucha gente nueva: Rosa Montero, Terenci Moix… Eso te da, joder, una formación de la que no eres consciente.
—Una formación de vida.
—De vida: trabajas como una perra, pero te diviertes y conoces gente. Luego, viene la época de la crisis, cuando la Transición: se cierran revistas, viene el sufrimiento por no estar en un buen medio en ese momento, pero también supero eso cogiendo una maleta y viniéndome a Madrid, y luchando por entrar en El País. Y entrando.
—No digo mejor, ¿era más divertido el periodismo de entonces que el contemporáneo? ¿Había más camaradería?
—No me atrevo a decirlo. Éramos más jóvenes. Cuando eres joven, te divierten las cosas. Puteados, estábamos. Hasta que entré en El País, no había tenido vacaciones nunca.
—La precariedad no es cosa nueva.
—Antes se llamaba “pluriempleo”. Y nos divertíamos porque éramos jóvenes. ¿Qué pasaba? Que este país era más divertido, aunque no teníamos lo que tenemos ahora, que nos hemos acostumbrado a las libertades. En ese momento, estaba la lucha por ser libres, más allá de la cosa política, que también. De ser libres como personas. Coger, salir a la calle después del trabajo e irte con los amigos de antro en antro, dormir cuatro horas y seguir trabajando.
—¿Nos hemos malacostumbrado a las libertades?
—Acostumbrarse a las libertades es bueno en el sentido de que es señal de que ya las tienes, pero perder la memoria de que hubo un tiempo sin libertades, y que se pueden perder con mucha facilidad, eso es malo. Creo que es el problema de cierta educación actual, generalizada en todo el mundo. Se educa en la falta de memoria, en la inmediatez, en darlo todo por sentado. Esto es muy complejo. Antes, decías: “Qué mal estamos en España, en Portugal y en Grecia, porque son dictaduras, pero los demás son democracias, y cuando nosotros no tengamos dictaduras, seremos como las democracias”. Pero ahora, ¿quién quiere ser Alemania? Están la AfD; la gente que está en el Gobierno, que no sabe para dónde tirar; la policía, nazificada completamente, masacrando a los que se manifiestan por Palestina…
—Vamos acabando, Maruja. ¿De qué refugia un buen libro o una buena película?
—Para empezar, es, literalmente, un margen de tiempo en el que estás protegido de la realidad, metido en otra realidad. Segundo, depende de la calidad… y del momento. No puedes salir con un libro a la calle a defenderte de los fachas. Lo de los Claveles era muy bonito, pero depende de a quien se lo pongas: si se lo pones a los portugueses, funciona; pero ponérselos a los de Colón… te cortan la mano.
—¿Un hombre o una mujer que lee es mejor que un hombre o una mujer que no lo hace?
—Depende de lo que lea. Es que se leen algunas cosas… Leer, en general, es bueno, pero siempre hay que pasar de un estadio a otro.
—Escribe en el libro: “La derecha española se me atraganta en bloque. No los conservadores”. Acláreme esto.
—Yo soy conservadora, perdona. No soy una revolucionaria en absoluto. Quiero mantener esto que hemos logrado. Si lo podemos mejorar, mejor. Pero no soy partidaria de estos adanistas que se creen el Che Guevara en los setenta, luchando en América Latina, porque el pueblo lo merece todo. Con los años y las guerras que he visto, todo esto se me ha pasado, ¿entiendes? No creo en las revoluciones que se hacen en un país en democracia. En un país en dictadura, tienen su justificación, claro que sí, pero hay que pensar en el día después y tener un plan B: no te puedes convertir en aquello que odiabas.
—Y, para finalizar, ¿sigue pensando que “depende” es la palabra más afortunada del español?
—Creo que sí, porque sirve para todo.
—¿Cuándo la dijo por última vez?
—No me acuerdo, pero la uso con mucha frecuencia. Sobre todo, para las citas. “¿Podemos ir a no sé dónde?”. Depende. “¿Podemos comer el sábado?”. Depende… de que me salga bien la analítica (risas).
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