A las cuatro de la tarde —dos horas y media antes del inicio— ya había cola en la puerta.
Treinta minutos después, tras el conteo, no quedaba un sitio libre para el auditorio, ni en la otra sala que, ante el llenazo, se habilitó para ver el acto en streaming. Gente venida desde distintos puntos de España, e incluso del extranjero, se quedó fuera, igual que todos los fans que aguardaban en el hall desde las tres, confiados en entrar con tan prudente anticipación (por lo visto agotaron las hojas de reclamaciones). La convocatoria fue un éxito absoluto, desbordante, y eso que no se trataba de fútbol, ni del concierto de una Pop Star, sino de Mary Beard —la Madonna del latín— que venía al Arqueológico Nacional para contarnos una de romanos, y ni las más optimistas previsiones habían barruntado que la Cultura, con mayúsculas, pudiese tener tal tirón, lo cual ya dice mucho…
La profesora, con su larga melena cana y la ya mítica gabardina amarilla de sus documentales, accedió en triunfo al salón de actos, y el público que abarrotaba la cavea, entregado, rompió en aplausos como si recibiese a la emperatriz; ella, apropiadamente, correspondió con el pollice recto. Para la expectante concurrencia de fieles seguidores sobró la media hora larga de speeches y presentaciones; de todos los que estábamos allí ¿quién no la conocía?: catedrática no estirada de Cambridge, dama de la Orden del Imperio Británico, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, un montón de méritos académicos más y, sobre todo, una de las mejores divulgadoras científicas del momento. Además, sonríe, continuamente, y aún se ruboriza mientras le adulan, tocándose nerviosa el pelo. Su ponencia, titulada Roma y nosotros. Cómo entender la herencia romana en nuestro tiempo, era la sesión inaugural del ciclo de conferencias ‘Diálogos con el mundo clásico’ que, durante los próximos meses, va a pronunciar un nutrido grupo de especialistas (ninguno español…) y al que le deseo el mismo arrollador éxito y poder de convocatoria que tuvo la Dra. Beard. Si uno había hecho los deberes leyendo previamente sus ensayos La herencia viva de los clásicos y, el más reciente, SPQR, algo de lo dicho por la clasicista ya sonaba, pero nunca está de más dar un repaso a la historia y menos si se hace ante una persona que no lee monocorde su conferencia y transmite tanta pasión en sus relatos, recortándose, al inicio, ante un fondo de incendio con Obama tañendo la lira.
La asociación es obvia. El poder del presente parangonado con el pasado, y, ya se sabe, todos los caminos llevan a Roma. Últimamente, la pregunta que más le hacen es a qué emperador romano se parece Donald Trump, y la profesora, en lugar de citar a alguno de los sospechosos habituales —Calígula, Nerón, Domiciano, etc.—, contesta “a Heliogábalo”, con la intención, entrañablemente maliciosa, de desconcertar a su interlocutor obligándole a informarse un poco al respecto, aunque sea en Google. Y así con todo. Mary Beard realmente dialoga con los clásicos y si en Madrid lee una pancarta donde pone Refugees Welcome, enseguida le viene a la mente el Asylum de Roma, como ciudad de acogida e inmigrantes. Pero su conversación con la historia no es pedestre; no hace ninguna falta acudir a unos añejos libros sibilinos para saber que, por ejemplo, la intervención en Afganistán iba a ser un desastre. Por manido que suene, el conocimiento del pasado da perspectiva y ha de tenerse presente para comprender lo que somos como europeos, pero, primeramente, hay que tenerlo. Y a este respecto, trajo a colación otro ejemplo, el último revuelo mediático en el que se ha visto inmersa. Hará unas semanas, la BBC presentó un documental infantil sobre la Britannia romana en el que aparecía un oficial militar negro.
Lío al momento. Todos los prejuicios raciales de la opinión pública salieron a la luz ¡cómo iba a haber negros en la isla en aquella época y encima pertenecientes a las élites! Ante tal polémica, se le preguntó en calidad de experta y ella respondió que la imagen le parecía bastante precisa, dada la diversidad étnica del multicultural imperio romano. Apaga y vámonos. Millones de tuits mencionándola incendiaron las redes sociales, la mayor parte carentes de todo fundamento histórico o esgrimiendo argumentos tan torticeros como pensar que no podía haber negros visto que las esculturas de mármol son blancas. Ante tal supina ignorancia y una nueva tromba de insultos, estuvo tentada de recordar a la caverna su rango de catedrática de Estudios Clásicos, pero se mordió la lengua. Para discutir sobre el pasado —opina— se precisan más de 140 caracteres y cierto conocimiento de causa, conseguido a base de lecturas.
Para esta comprometida divulgadora, la historia no es el monopolio de cuatro sabios, pero cualquiera no puede enseñarla. Considera que es obligación del científico salir de la biblioteca y compartir su conocimiento porque se debe a la sociedad. Ella ve en la televisión una poderosa herramienta comunicativa, pero en sus documentales se niega a frivolizar los contenidos o disfrazarse con una sábana; eso sí, es capaz de explicar maravillosamente las divisiones del imperio cortando una pizza y sacarle el jugo a una castaña tal como la famosa esponja con la que los romanos se limpiaban el trasero. Si en pos de la mejor comprensión de su alumnado ha de explicar la conjura de Catilina o la guerra de las Galias empleando neologismos tales como “terrorismo” o “crímenes de guerra”, los usa sin pestañear, aunque a otros les chirríen. Probablemente el secreto de su éxito sea la combinación del rigor con la humildad. Muy raras veces sienta cátedra, al revés, continuamente nos sume en la incertidumbre a base de preguntas sobre nuestras supuestas convicciones históricas. Su gran sentido crítico hace temblar los lugares comunes poniendo en cuestión todos los tópicos perpetuados, y sobre lo poco que sabemos proyecta una visión escéptica…y convincente. Desmitifica a los romanos, pero relativiza nuestra superioridad moral con respecto a ellos —seguimos teniendo esclavos y matando por placer—; eso sí, se llevaría a Virgilio a una isla desierta.
Me hubiese gustado mucho preguntar a esta lúcida historiadora cómo ve el momento presente que atraviesa su país, pero me quitaron el micrófono de la mano (y sé que es abiertamente europeísta frente al Brexit). De aquella tarde me quedo con sus permanentes sonrisas, el honor de haber estrechado la mano a Gillermo Altares y, por encima de todo, con el hecho que hizo posible que yo pudiese verla: cuando estaba a punto de irme a casa por no tener cabida en el Museo, Marisol Monsalve, una antigua alumna, que se había chupado dos horas de espera bajo el sol, se sacrificó cediéndome su sitio para que fuese yo el que disfrutara en vivo de Mary Beard. No sé cómo serán sus discípulas de Cambridge, pero algunas de las mías se encuentran entre las mejores personas del mundo.
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