Soy quien más sabe del sueño mortal, del letargo impasible que conduce al desvarío y a la tumba a los hombres.
Para aprisionar al microorganismo que causa tanto dolor y muerte en humanos y bestias he fabricado medios de cultivo, he diseñado jaulas y artilugios variados y originales, he inmovilizado a toda clase de pacientes vertebrados e invertebrados, he sido microscopista, fotógrafa científica, dibujante, gerente de laboratorio, enfermera, filósofa, diplomática, viajera, estudiante al lado del mismísimo Koch y, aunque jamás se reconociera mi título, microbióloga.
Tú, parasitóloga que sigues mis pasos, tú, aún no has conseguido sanar la enfermedad del sueño. Claro que después de David, mi esposo, y de mí, nadie se ha esforzado demasiado. Al final es una dolencia que sólo se da en África, en pueblos ignotos, míseros y desdichados, un aturdimiento paulatino y fatal que no aparece en los telediarios ni causa pandemias. Un padecimiento olvidado.
Deja que mi voz recupere los matices de la memoria y que mi relato nos envuelva a las dos en el ambiente decimonónico.
Sí, el XIX fue el siglo en el que nací, justo a mitad de la centuria. Nada hacía suponer que mi existencia discurriría por los caminos de la ciencia. Pero la profesión médica no era desconocida para mí, mi padre era médico y David uno de sus colegas. Fue así como nos conocimos y nos embarcamos juntos en la apasionante aventura de cazadores de microbios.
La Nagana, la Enfermedad del Sueño, las Tse-Tsé vinieron más tarde. Nuestra peripecia comenzó en Malta.
Malta… Estaba recién casada con el flamante capitán médico Dr. Bruce; fue en nuestro viaje de novios donde comenzó la primera aventura de microbiólogos intrépidos.
Allí, los soldados ingleses enfermaban y morían de una extraña fiebre que ondulaba, que aparecía y desaparecía. “Fiebre ondulante” la llamaban, en un escaso ejercicio de imaginación. El padecimiento podía durar meses y los dolores que provocaba hacían comprender al paciente que el cuerpo humano tiene muchos más músculos de los que imaginamos. Y al final mataba.
Fue el momento en que comenzamos nuestro paseo por el campo del microscopio, cimentando un cubículo que, en ese siglo tuyo, consideraríais un laboratorio digno de un aprendiz de brujo.
Al realizar las autopsias de los soldados que fallecían, David encontró una insidiosa bacteria, redondita, que no se agrupaba en el típico racimo de uva o en cadenas como otros gérmenes conocidos de gran prosapia y al que bautizó como Micrococcus melitensis. Al fin y al cabo… estábamos en Malta.
Y claro, yo estaba ahí para mirar al microscopio y dibujarla. Las fotografías científicas que permitían comparar los microrganismos eran mis dibujos y esta colaboración se manifestaba poniendo mi nombre junto al suyo en numerosas publicaciones.
¿Cómo se adquiría esta enfermedad?
No se sabía, pero en aquel momento un veterinario describía una afección en las vacas que causaba abortos y falta de producción de leche y que atribuía a un bacilito corto y regordete al que denominó Abortus bacillus. Pasarán muchos años antes de que otra mujer relacione ambas bacterias.
Pero de la dolencia humana había que echarle la culpa a alguien y se acusó a la leche de cabra; justo cuando nos disponíamos a corroborar o desmentir esa aseveración… nos trasladaron a Inglaterra de nuevo. Eso sí, con el orgullo de haber descubierto una bacteria nueva. Al fin se consideró que nosotros, los Bruce, habíamos sido los primeros en describirla. Y en honor a mi marido, y quién sabe si a mí, la bacteria acabó llamándose Brucella.
Sin duda pensarás, desde tu cómodo puesto en un laboratorio moderno, que esto nos produjo una gran ilusión. Pues… no. Soñábamos con África, nos gustaba todo el microcosmos que ofrecía la selva y la sabana. Con sus mosquitos, sus maravillosas moscas, sus garrapatas… era el paraíso del microbiólogo.
Y allá fijamos nuestro objetivo: la zona de Natal, en Zululandia, enclavada en el África meridional. Allí había un problema. Bueno… había muchos, pero el que incitó nuestra atención fue la Nagana, que en lenguaje local quería decir “enfermedad que deprime”.
Acampamos en una colina y desplegamos nuestras posesiones, a saber: microscopios, portas, bisturíes, lancetas, tubos de ensayo y… nada más. ¡Ah, sí!, nuestros ojos y nuestra curiosidad.
Lo primero que llamó nuestra atención fue que los caballos y vacas instalados en el montículo no enfermaban. Sin embargo, cuando bajaban a la planicie iban adelgazando, perdían su pelaje y al final morían. Nosotros escudriñábamos su sangre para intentar descubrir cuál era la causa de la enfermedad.
Y un día, en un portaobjetos, pareció suceder una revolución: los glóbulos rojos, células serias, aposentadas e inmóviles, enloquecieron en una danza frenética. Bailoteaban y casi era difícil seguirlas en sus evoluciones. Una pequeña culebrilla de cola ondulante los azotaba.
En seguida supimos que era un parásito, un tripanosoma. Y tras muchos días observando el ballet de los hematíes en la sangre de los rebaños, estábamos seguros de que era la causa de la enfermedad, esa Nagana que deprimía al ganado.
Pero en ciencia una respuesta debe originar muchas preguntas. ¿Por qué nuestros caballos de la colina se mantenían sanos? ¿Cómo se contagiaba? ¿El aire? ¿Las moscas? ¿La hierba? ¿El agua?
Había que ir descartando mecanismos de transmisión.
Así que arrastramos unos cuantos equinos sanos hasta la pradera con un saco en la boca que les impidiera comer o beber. Todos los días subíamos a dormir a la colina y allí se alimentaban; a los 15 días las cabalgaduras comenzaron a perder el pelaje y descubrimos en ellos la coreografía de los eritrocitos.
Se había descartado la hierba y el agua, pero había que descartar el aire. Y como el aire no se podía subir se subieron… las moscas.
Sobre uno de nuestros más robustos caballos se capturaron cientos de insectos en una jaula forrada con una tarlatana y se pusieron sobre un potro sano de nuestros establos.
Los bichos zumbaban en su prisión y se abalanzaron para alimentarse del pobre animal.
A los 15 días ninguna bestia del establo, excepto esa, había enfermado.
Las moscas eran las transmisoras de la enfermedad.
Y de nuevo, como premio… nos alejaron de Zululandia.
Pasó mucho tiempo y la Nagana parecía haberse controlado. Pero los hombres, autóctonos y visitantes, comenzaban a dormir.
Primero era una fiebre, luego una apatía, luego el coma y, sin remisión, la muerte.
Muchas teorías se barajaron. El estreptococo, una bacteria de gran pedigrí, fue candidato a alzarse con la autoría.
Pero en el líquido cefalorraquídeo de uno de los moribundos se vio, ¡oh, sorpresa!, una culebrilla moviéndose vertiginosamente. Y luego otra y muchas más. Y ¿quién era en Inglaterra el gran experto en tripanosomas? Naturalmente… el coronel Bruce. Y yo.
Lo que son las cosas: a mi esposo le pagaron los viajes, la manutención, un salario… lo normal. Yo iba acompañando a David en calidad de ayudante, una ayudante muy bien pagada, puesto que todos mis gastos corrían por cuenta de mi marido. De estipendio ni hablamos.
Y volvimos al despliegue de nuestros exiguos medios de laboratorio: microscopios, lancetas, jeringuillas, portaobjetos y toda nuestra dedicación.
Cuando iniciamos la extracción de LCR de los moribundos, comenzamos a encontrar más y más culebrillas. ¿Eran la causa de la enfermedad del sueño?
Como siempre, había más preguntas que respuestas.
El reto fue respondido analizando líquido de pacientes que no tenían síntomas de la enfermedad, una pierna rota, por ejemplo. Y no, no encontramos tripanosomas en personas con sarna, bubas o gripe. El agente causal de la enfermedad del sueño quedó demostrado.
Ahora había que encontrar a las moscas; un día, paseando por unos jardines, contemplé que una se acercaba al cuello de mi marido con aviesas intenciones. La capturé. Era una Tse-tsé.
Para demostrar la teoría se planteó que todos los habitantes de Zululandia recogieran moscas. Les enseñamos cómo hacerlo sin riesgo de ser picados y se remitían a nuestro centro junto al reporte de si había o no pacientes en la zona con la dolencia.
A medida que se fue confeccionando el mapa se vio que la coincidencia era exacta: sólo había enfermedad del sueño donde había Tse-Tsé.
El agente causal y el mecanismo de trasmisión de la terrible enfermedad del sueño estaba descubierto.
Solo un concepto arcaico y patriarcal de la Ciencia me ha colocado en el rincón oscuro de nuestro austero y sencillo laboratorio. El mérito se atribuyó exclusivamente a él, contra su voluntad, y jamás hubo un reconocimiento a mi contribución. La Historia me ha envuelto en la sombra del microscopio, sin que mi voluntad y la de mi esposo lo haya evitado. Quizá me siento reconocida por la única persona que me importó. No ansío la gratitud de la posteridad.
Mi marido no obtuvo el premio Nobel, aunque sí fue nombrado Lord. Y todavía en tu siglo XXI, con los laboratorios de Microbiología llenos de PCR, los agentes causales de la fiebre de Malta y de la enfermedad del sueño llevan el nombre de Bruce.
Quiero pensar que también llevan ese nombre por mí, Lady Mary Elizabeth Bruce.
Nuestra microbióloga escritora nos aproxima esta vez, a la “enfermedad del sueño” que como es habitual, afecta especialmente, a pueblos míseros del tercer mundo y de los que se desentiende nuestro prospero mundo “civilizado”.
Y lo hace abordando a otra “heroina”, Maria Elizabeth, ignota en los tratados médicos, a pesar de su contribución al hallazgo científico descrito en el relato, gracias a su capacidad pictórica para el dibujo de los microorganismos patógenos y a su aptitud innata para la pura investigación.
Hay que destacar la habilidad narrativa de la autora, pra hacer comprensible al lectofr/a, la complejidad del trabajo de campo y de laboratorio del matrimonio compuesto por MaryElizabeth y su esposo,el Dr,Bruce, hasta llegar al descubrimiento del tripanosoma causante de la enfermedad y el vector de trasmisión a humanos, a través de la mosca “tse-tse”.
Me agradaría que a través de esta Editorial, se sigan publicando nuevos relatos de esta autora, que con su amenidad y buena habilidad narrativa, sirvan para elevar el acervo científico del público/lector, no especializado en la materia abordada.