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Mary Shelley va a reunirse con sus muertos

Mary Shelley va a reunirse con sus muertos

Otro primero de febrero, el de 1851, hace hoy 172 años, Mary Shelley —una de las autoras que más y mejor ha escrito sobre los muertos de toda la historia de la literatura universal— va al encuentro de sus deudos ausentes. Desde que volvió de Italia en 1823, las sombras de los finados han pesado más que los cuerpos de los vivos en su abnegada existencia. Sacar adelante a su hijo mediante la escritura profesional, ése fue el norte de su vida desde el regreso a Inglaterra, y sí que hace falta abnegación para sacar adelante lo que sea, en cualquier parte, mediante el muy noble y siempre improductivo oficio de las letras.

En la península transalpina quedaron dos de sus tres hijos. A Clara —que no Claire Clairmont, su hermanastra y compañera en sus aventuras por el Continente con los poetas románticos— se la llevó la disentería en Venecia. Eso fue en septiembre de 1818. Al pequeño William —“Willmouse” le llamaban— no le dio tiempo a cumplir los cuatro años. Le faltaban seis meses cuando, viviendo sus padres en Roma —en la misma casa que vio morir a John Keats, muy cerca de las escalinatas de la Plaza de España— puso fin a los días del pequeño la malaria. En las páginas que dedicó a Nápoles —la obra de la gran Mary sobrevivirá a su deceso, para el estudio y disfrute de las generaciones venideras— describió la ciudad como un paraíso habitado por demonios.

"Amor y muerte se han entrelazado en la experiencia de la escritora como sólo lo hacen en el ideal romántico"

Por un procedimiento semejante, casi dos siglos después, los admirados lectores de la escritora que inauguró la ciencia ficción moderna, podemos decir que Italia fue el paraíso donde aguardaban los desastres a los poetas románticos ingleses. El ocho de julio de 1822, Percy Bysshe Shelley, el esposo y gran amor de Mary —aunque en su juventud practicó el amor libre, y a menudo, a instancias de Percy, se entregó a otros amantes—, pereció ahogado cuando una repentina tormenta echó a pique el velero en el que navegaba por el golfo de La Spezia.

Amor y muerte se han entrelazado en la experiencia de la escritora como sólo lo hacen en el ideal romántico. Sus primeros encuentros con Shelley —estando él aún casado con su primera esposa, la futura suicida Harriet Westbrook— tenían lugar sobre la tumba de Mary Wollstonecraft, la madre de Mary Shelley, en la iglesia de San Pancracio de Londres. Ella tenía 17; él, 22 años. Fallecida por una infección, contraída durante el alumbramiento de la niña que estaba llamada a ser la creadora del más arrogante de los científicos de la historia de la literatura —locos por haber osado emular a Dios en la creación de la vida—, Mary Shelley siempre se culpó del óbito de la autora de sus días. Leer Vindicación de los derechos de la mujer (1792), la obra clave de su progenitora, y uno de los primeros textos feministas, fue una suerte de redención del pecado para la futura madre de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Lo imaginó por primera vez durante su estancia en Escocia de 1813, “donde tuvieron lugar mis primeras ideas genuinas, mis primeros vuelos de la imaginación”, escribe en el prólogo a la edición de 1831.

Como es sabido, la primera versión de Frankenstein estuvo lista para aquel duelo de ingenio de Villa Diodati (1816), que, guiado por su vanidad, propuso Lord Byron para mitigar el tedio al que condenaba a los ingleses la inclemencia del tiempo en el verano suizo. Y aquel muerto, revivido merced a la impía galvanización practicada por el barón Frankenstein, fue el único, de todos sus deudos, con los que, tal día como hoy de hace 172 años, no se reunió la escritora.

"Esa antigua bohemia que fue la gran Mary Shelley cuando practicaba el amor libre y viajaba por el Continente con los poetas románticos, de vuelta a la patria, se convirtió en una madre abnegada"

“Singularmente valiente, un tanto impetuosa y de mente abierta. Sus ansias de conocimiento son enormes, y su perseverancia en todo lo que hace es casi invencible”, la describió su padre en 1812, cuando ella era una muchacha de quince años. Aunque en la coyuntura actual se habla más de su madre y ha pasado a la historia con el apellido de su marido, lo cierto es que su progenitor también fue un hombre meritorio, el filósofo inglés William Godwin, uno de los precursores del pensamiento anarquista. Fue su padre quien alentó sus primeras lecturas, poniendo a su disposición su notable biblioteca. Mientras pudo, pagó a su hija institutrices y tutora. Lo malo es que la bonanza económica siempre es más efímera que el resto de las cosas y Godwin acabó siendo uno de esos sabios que, como Balzac, viven agobiados por las deudas.

Odiada por su suegro —sir Timothy Shelley—, quien, en gran medida, la consideraba culpable de las disipaciones de Percy, nunca consiguió de él más que una pensión mínima para el mantenimiento de su hijo, Percy Florence Shelley. Lástima que este último —uno más de los innumerables barones ingleses tras la muerte de su abuelo en 1844— no llegase ni de lejos a la gloria de sus padres. Y menos aún a hacer honor a los esfuerzos de su madre para sacarle adelante. Del tercer barón de Castle Goring —título que ostentó el hijo de la madre de Frankenstein— ha llegado a nuestro siglo XXI poco más que un simpático dibujo. Casi una caricatura, publicada en su momento en Vanity Fair. No hizo honor, en modo alguno, ni a la gloria de sus padres ni a la de sus abuelos maternos. Y menos aún a los esfuerzos que le dedicó su madre.

"Mary Shelley, además de precursora de la ciencia ficción moderna, lo fue también de esas madres, conmovedoras y dignas del mayor de los encomios, que sacan ellas solas a sus hijos adelante"

Ha de quedar claro que, puesta a ello, esa antigua bohemia que fue la gran Mary Shelley cuando practicaba el amor libre y viajaba por el Continente con los poetas románticos, de vuelta a la patria, se convirtió en una madre abnegada. Escribió, naturalmente, crónicas de sus periplos: Historia de una excursión de seis semanas por Francia, Suiza, Alemania y Holanda, con cartas descriptivas de un viaje por el lago de Ginebra, y los glaciares de Chamouni (1917); escribió amenidades para innumerables almanaques, ficciones sobre las estampas que ilustraban aquellas páginas; escribió artículos, cinco volúmenes de artículos de Vidas de los científicos y escritores más eminentes de los 133 tomos de la Cabinet Cyclopaedia (1829-1846), editada por Dionysius Lardner para fomentar la lectura entre la clase media, deseosa de instruirse en el país más clasista del mundo. Sin olvidar otras novelas, algunas de tanta enjundia como El último hombre (1826).

Cuentan sus biógrafos que Mary Shelley perdió la belleza juvenil en 1828, tras contraer la viruela durante un viaje a Francia para visitar a sus amigas Isabel Robinson y Mary Diana Dods. Pero el talento y la lucidez debieron de acompañarla hasta el final de su vida. Cuando tal día como hoy, un tumor cerebral la llevó al hoyo. Seguro que cuando los tiempos eran difíciles y las miserias que le pagaban los editores por su obra tardaban en llegarle, la escritora, cuya memoria hoy honramos todos los amantes de la ciencia ficción, se acordaba de su padre frente a los acreedores.

Y, aun así, Mary Shelley, además de precursora de la ciencia ficción moderna, lo fue también de esas madres, conmovedoras y dignas del mayor de los encomios, que sacan ellas solas a sus hijos adelante. Lástima que el tercer barón de Castle Goring no honrase los esfuerzos de su progenitora, como ella supo honrar el amor a la cultura de sus padres. Así se escribe la historia.

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otromodo
otromodo
1 año hace

«…para fomentar la lectura entre la clase media, deseosa de instruirse en el país más clasista del mundo.» ¿De verdad piensa usted eso, señor Memba? Revise usted por casa el clasismo hispano, el italiano, el ruso, el francés, el polaco, el racismo germ´ánico -que es un paroxismo monstruoso del clasismo- y más modernamente el norteamericano, que siguió sosteniendo leyes racistas casi siglo y medio después de la abolición de la esclavitud en Gran Bretaña.