Pocas cosas desgarran tanto como el transformador acto de metamorfosis que supone construirse una nueva identidad. Mary Wollstonecraft y Emilia Pardo Bazán, dos mujeres cuyas vidas son hoy ejemplo de esa materia de la que se nutren la curiosidad y la literatura, fueron también dos de las primeras en experimentar esa mutación interna, producto del esfuerzo incesante de tratar de dar respuesta a las preguntas que las carcomían y dejarnos en sus escritos una prueba tan palpable como valiosa de ese cambio.
En la Francia revolucionaria, Olimpia de Gouges ya había publicado sus Derechos de la mujer y ciudadana —algo que terminaría con su ejecución y la antipatía eterna de Wollstonecraft hacia Robespierre—, y antes que ella François Poullain de La Barre había escrito sobre la educación de las féminas. Hijos de la Ilustración, ninguno alcanzó la repercusión y la fama que tendrá Mary Wollstonecraft. Y es que si algo se le puede reconocer sin lugar a dudas a esa mujer que vivió sacudiendo los barrotes dorados de la jaula de los estereotipos en el mismo momento en que se estaban forjando fue su capacidad innata para la indiscreción en un tiempo en el que el mayor deber de la mujer, relegada a la esfera privada, era ser discreta.
Wollstonecraft es hija de una familia burguesa en una época en que a las jóvenes de su sexo y su clase sólo se las educaba para “casarse bien”. Pero ¿qué hacer cuando un padre de temperamento violento que maltrató a su familia dilapida la fortuna familiar tomando pésimas decisiones? Mary hará casi todo lo que la sociedad permite: será institutriz, dama de compañía, montará un colegio… antes de centrarse en su objetivo vital: la independencia, empezando por la económica. Su vida transcurre sobre una afilada y cortante doble hoja, la formada por la Revolución Industrial británica y la Revolución Francesa, que dará el tajo a la fina tela que abre la puerta de la modernidad en Occidente.
Marcada por el ideario liberal e ilustrado, la gran precursora del feminismo moderno nace el 27 de abril de 1759 y muere el 10 de septiembre de 1797, con apenas 38 años, poco después de traer al mundo a otra Mary, que años más tarde brillará como protagonista de célebres escándalos y creadora de uno de los seres más intrigantes de la Literatura: Frankenstein. Ambas son criaturas fronterizas, adelantadas a su tiempo, que no encajan en un molde o una narrativa determinadas por exceso de anacronismos. Como la criatura que crearía su hija años más tarde, Mary Wollstonecraft es la responsable de su propia educación y no cesa de preguntarse quién es.
En ese contexto, Wollstonecraft intenta entenderse a sí misma. Sobre ella pesa el fantasma del “ángel doméstico”, una visión social de la mujer como epítome de valores morales centrados en la castidad, el sentimiento y la abnegación. El hombre hacía, la mujer tan sólo podía ser. Puritanismo y radicalismo, racionalismo ilustrado y romanticismo se mezclan en su vida y en su obra. Uno de sus mayores méritos es haber logrado contradecir sistemáticamente todas las opiniones y costumbres. Empezando, eso sí, por las propias. Y es que lo que convierte a Wollstonecraft en un ser de rabiosa actualidad no son las páginas de este libro —que aborda muchas cuestiones hoy ya superadas con un estilo hoy más bien anacrónico— sino sus numerosas paradojas y su constante debate interno.
Tras ser una de las mujeres más admiradas de la Europa de su tiempo, su nombre fue considerado prácticamente un anatema en el siglo XIX. Hubo que esperar a bien entrado el siglo XX para volver a recuperar la versión no censurada —las feministas de finales del XIX también fueron víctimas de ideales puritanos o moralistas— de su vida y su obra. Ya desde muy joven definió el matrimonio como prostitución legal, ayudó a fugarse a una de sus hermanas, víctima de malos tratos, y tras empaparse de liberalismo utópico y beber de los escritos de Rousseau se planta en Londres con 28 años decidida a trabajar para una editorial. Así, termina escribiendo y traduciendo a tiempo completo para J. Johnson, punto de encuentro de la intelectualidad radical londinense de la época: John Opie, William Blake, Henry Fuseli, William Godwin, Thomas Christie, Tom Paine, Fanny Burney… Son años en los que Mary, ávida, absorbe como una esponja el conocimiento a su alcance. Publicará casi 300 reseñas y terminará convertida en una de las escritoras más versátiles de su época.
Vindicación de los derechos de la mujer, que Cátedra publica por primera vez de forma íntegra y anotada en castellano, es un texto considerado casi fundacional en el feminismo. Su capacidad de fascinación no radica en su forma, sino en la precisión con la que muchos de los interrogantes que plantea se dan de bruces con la tradición o la costumbre al tratar de encontrar respuestas. Escrito en unas seis semanas, no es una petición de derechos político-jurídicos, sino que aborda lo que ella considera “el destino de la mujer” desde una perspectiva más amplia, dando réplica a los libros de conducta de la época (entre ellos los de Burke y Rousseau). Wollstonecraft niega de forma tajante que virtud y razón sean diferentes para distintas categorías de personas, y va más allá, asegurando que la desigualdad lleva a la corrupción de las partes implicadas. Para el avance de la humanidad que tanto ansiaban los ilustrados era imprescindible que sus verdades fuesen verdaderamente universales, sin atender a diferencias de género, raza o clase social.
El problema es, pues, de identidad. Roussoniana impenitente, su decepción fue brutal al advertir la visión del filósofo de Ginebra, que calificaba a la mujer de apéndice para agradar al hombre: “Educad a las mujeres como a los hombres, y cuanto más se parezcan a nuestro sexo menos poder tendrán sobre nosotros”, decía él. “Eso es exactamente lo que pretendo. No deseo que tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas”, responderá ella. Extremadamente lúcida en algunos temas, se debate en contradicciones en otros: asume una voz masculina en ocasiones, en otras niega totalmente su sexualidad, intentando esquivar el problema moralista, se debate constantemente entre lo que Jane Austen llamaría sentido y sensibilidad, y eso es precisamente, como se detalla magistralmente en el prólogo, lo que más la acerca a nosotros.
Tras su viaje a Francia, sus amores —y desamores— con el americano Gilbert Imlay, viajará a Escandinavia, y de ahí nace, con una belleza y una intensidad arrolladoras, el que quizá sea el mejor de sus libros: Letters Written During a Short Residence in Sweden, Norway and Denmark (1796). Por primera vez, la británica deja que sus emociones se desborden junto a su intelecto. “Si hubo alguna vez una obra destinada a hacer que un hombre se enamorase de su autora, fue ese libro”, escribirá Godwin. Coleridge, Wordsworth, Percy Shelley, incluso su propia hija… Toda la generación de los románticos tendrá en esta obra uno de sus libros de cabecera.
A diferencia de una Olimpia de Gouges que reivindicaba una lista de derechos muy concretos, o de Wollstonecraft, que aborda esos derechos desde un punto de vista más filosófico, Emilia Pardo Bazán se centrará en uno de los temas más debatidos en la época, y que ocupa un lugar central en la obra de Wollstonecraft: la educación. A ambas las separan más cosas, aparte del Canal de la Mancha: sus ideas políticas, su clase social y más de un siglo. Las terminará uniendo mucho más.
Nacida en una familia gallega burguesa, rica, de talante liberal y culta, Emilia Pardo Bazán goza de una educación un tanto inusual, ya que su padre, José Pardo Bazán, creía en la igualdad intelectual y moral de hombres y mujeres. Otra figura fundamental para entender su trayectoria es Giner de los Ríos. Tras casarse y mudarse a la capital comienzan los años de su formación autodidacta, que harán de ella una mujer cultísima. Llegan los viajes —en París conocerá a Victor Hugo—, los hijos, sus publicaciones… y la polémica con su primera obra naturalista: La cuestión palpitante. Su marido le prohíbe que siga escribiendo y la autora, entre un matrimonio que ya hacía aguas y su carrera, elige lo segundo.
Y así llegamos a 1889, el año del rechazo a su candidatura para la Real Academia de la Lengua —la autora está convencida de que se debe a su sexo—, su aventura con Lázaro Galdiano, su estrecha amistad con Benito Pérez Galdós, y la muerte de su padre, todo entre viajes por Europa y crónicas que debe enviar a Madrid. Estas experiencias van cristalizando en reflexiones sobre la discriminación del talento femenino, la doble moral según el sexo, y esa necesidad cada vez más imperiosa que sintiera Wollstonecraft en su momento: la independencia económica. Pronto sus artículos denuncian cómo el arquetipo de mujer española en pleno siglo XIX es peligrosamente cercano al del Antiguo Régimen: “La esposa modelo sigue siendo la de cien años hace (…). Para el español, todo puede y debe transformarse; sólo la mujer ha de mantenerse inmutable y fija como la estrella polar…”.
Como Wollstonecraft, Pardo Bazán liga el progreso a la educación de la mujer, a la incorporación de la otra mitad de la sociedad a las dinámicas en marcha. Como ella, también establecerá una relación atípica con una de las figuras más destacadas de su tiempo: Galdós. La misma mujer que pidiese una entrevista en el Vaticano antes de dejar a su marido mantiene un intercambio de proyectos, opiniones, y consejos profesionales con un “amigo íntimo” que no encaja con el talante de la época, aunque sí con la que Wollstonecraft mantuvo con un Godwin que llegó a publicar la correspondencia y parte de la obra inédita de su mujer tras su muerte, convencido de su talento (destruyendo lo que quedaba de su reputación en el proceso).
Frente a la opinión mayoritaria de que la educación femenina sólo tiene sentido en función de la familia y el contexto social, Pardo Bazán cada vez reivindica con más fuerza que ésta debe encaminarse al desarrollo de la propia persona, sin importar su estado civil. Exige el derecho al estudio y al trabajo, a la independencia económica. Aquí, como en el mundo de Mary, la mujer también es un ser marginado de la vida pública. También la autora coruñesa asocia esa pésima educación de las mujeres al atraso del país. Junto a su voz se alzará la de otra célebre escritora, Concepción Arenal, que por las mismas fechas reclama independencia económica, educación y autonomía social para las mujeres.
La creciente militancia de Emilia Pardo Bazán no cesará jamás. En 1915 se define como “radical feminista” y, ahora sí, se muestra partidaria de que la mujer tenga los mismos derechos políticos que el hombre. En La mujer española y otros escritos Cátedra nos presenta una cuidadísima selección de artículos, cartas personales, fragmentos de obras, artículos, discursos y todo tipo de colaboraciones en medios que ilustran a la perfección la evolución de Emilia Pardo Bazán, acompañados por un brillante prólogo —más que didáctico— que ayuda a poner obra y autora en contexto.
Hijas de su tiempo, lo que ni Mary Wollstonecraf ni Emilia Pardo Bazán fueron capaces de articular lo harían las siguientes generaciones: la fuerza de una voz colectiva. En el caso de Reino Unido habrá que esperar a principios del siglo XX, al movimiento de las sufragistas. En España, poco a poco, se logran concesiones, como la obligatoriedad de la educación primaria para las niñas (aunque excluyéndolas de diversas materias, desde geometría a educación sexual). Habrá que esperar a la Segunda República para que la legislación cambie de forma notable… aunque la mentalidad no se modifica tan rápido. E incluso entonces será una única voz la que se alzará sobre todas para clamar por el voto femenino: la de Clara Campoamor.
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Título: La mujer española y otros escritos. Autora: Emilia Pardo Bazán. Editorial: Cátedra. Venta: Amazon
Título: Vindicación de los derechos de la mujer. Autora: Mary Wollstonecraft. Editorial: Cátedra. Venta: Amazon
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