La escritora publica en España La deseada, una obra que, por medio de tres generaciones de mujeres, aborda el dolor de la infancia y el papel de los padres
La vida anticipaba su literatura. Maryse Condé es una narradora prestigiosa, que primero ha salido al mundo y después se ha sentado a escribir. Sacó de su alma una prosa cuidada, pero aserrada por ese afilador que es la conciencia. Es, como los viejos narradores de antes, de esas autoras que usan la imaginación para depurar las vivencias y la imaginación para contar la vida, tal como es, con sus crudezas, con sus alegrías. Su obra nos llega de ultramar, porque ella nació en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, en el año de 1937, cuando nadie había atajado todavía muchos prejuicios del colonialismo. Hace tres años recibió el Premio Nobel Alternativo de Literatura, que está muy bien y es muy prestigioso, pero su mayor galardón es la legión de lectores que se acercan a su obra y que aumentan cada día. La deseada (Impedimenta), una obra de 1997 pero la última novela que se ha traducido de ella en nuestro país, ha arrasado en las librerías. En apenas dos semanas se ha liquidado la primera edición y la siguiente ya está en reimpresión. La autora de Corazón que ríe, corazón que llora regresa a la infancia en estas páginas honestas que abordan temas como la identidad, la tutela paterna y el dolor a través de tres generaciones de mujeres.
—Comenzó a escribir con cuarenta años. ¿Por qué? ¿Es importante vivir antes de escribir?
—Muchas veces he vuelto sobre la misma anécdota: cuando tenía diez años, una amiga de mi madre me dio a leer Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. La novela me sumergió en un éxtasis desconocido, y gracias a esa lectura decidí cuál sería el camino que seguiría. Cuando compartí este deseo con aquella amiga de mi madre, tan solo me dijo: «La gente como nosotros no se dedica a esas cosas». Fue una respuesta triste que me produjo un sentimiento de inferioridad que me costó muchos años dejar atrás. Además, era una mujer divorciada que se encargaba del cuidado de cuatro niños. No tenía tiempo para soñar. Pienso ahora en la frase de Sartre, donde dice: «O vives o cuentas historias».
—Nació en Pointe-à-Pitre, en el archipiélago antillano de Guadalupe. ¿Cómo fue para usted crecer en un régimen colonial?
—La infancia es una época sagrada. Cuando era niña, no sabía que Guadalupe era un país «colonizado», lo descubrí mucho más tarde. Por lo tanto, mi infancia transcurrió feliz, sin preocupaciones. No obstante, y por desgracia, las actitudes colonialistas están por todas partes. Enumerarlas se volvería una tarea infinita.
—Usted ha declarado que sus padres descubrieron lo que suponía ser negro cuando llegaron a París. ¿Qué supuso eso en su familia y para usted? Usted también se marchó a los 16 años a París. ¿Qué le marcó de esa experiencia, qué descubrió en ella?
—No es que mis padres descubriesen que eran negros al llegar a París. Formaban, en realidad, parte de un sector de la sociedad guadalupeña, «los Grandes Negros». Este estatus no tenía ningún tipo de validez en Francia. Nadie les trató de manera especial. En Corazón que ríe, corazón que llora relaté su humillación, aquella que experimentaban cuando los camareros se sorprendían al escuchar su francés tan afinado. Lo cierto es que solo cuando volví a París a estudiar me convertí en activista, no antes.
—Luego ha viajado a África. ¿Qué aprendió allí?
—Allí busqué mis raíces, en parte para poder encontrarme a mí misma. Coincidió con mis lecturas de Aimé Césaire y con una época en la que no entendía que en África me tratasen como si fuese extranjera. Entendí que la piel no es suficiente para considerar a alguien un igual.
—A pesar de todos los logros, aún vemos en Estados Unidos, un país que aparece en La deseada, la tensión racial. ¿Cómo lo ve?
—No es noticia que vivimos en sociedades racistas. Esto no solo sucede en Estados Unidos, donde viví y enseñé durante muchos años. Mis reservas y sentimientos hacia esa tierra son ambiguos. Sus carencias se encontraban con lo que me gustaba de Estados Unidos continuamente.
—¿Qué le inspiró La deseada? Hay un poso de experiencia en estas páginas. ¿Es fundamental la experiencia para que la literatura sea auténtica?
—Bajo La deseada hay una experiencia personal, porque no hay libro que no se nutra de una. Pienso en (Louis) Aragon: «Una novela es una mentira-verdad». Lo cierto es que conté lo que una de mis hijas, que es abogada, me relató: el sufrimiento de los niños que crecen sin tener una figura paterna.
—En este libro habla de la maternidad. ¿Cómo marca a un niño una mala maternidad? ¿Y la violencia? ¿Una educación afectiva errónea cómo influye en un niño?
—Vuelvo de nuevo sobre Jean-Paul Sartre, quien decía que no hay padres buenos. Y es cierto. En multitud de ocasiones intentamos moldear de alguna manera a los niños, al imponerles valores erróneos. La educación es siempre una forma de violencia. Y no me refiero a posibles golpes o palizas, tampoco al acoso en la escuela, sino a lo que sucede dentro de cada uno de nosotros durante la infancia.
—La condición de la mujer queda patente en estas páginas. ¿Cómo ve ahora la lucha feminista en Occidente?
—La lucha por el reconocimiento y por la libertad viene de lejos. Hace poco, en Francia, las mujeres ni podían tener una cuenta bancaria ni tampoco podían acceder al voto. Solo puedo apoyar este movimiento a nivel mundial. El movimiento que menciona es tan solo una instantánea de la fotografía general.
—Ahora que avanzábamos hacia una sociedad multicultural y globalizada, han reaparecido los nacionalismos en Europa. ¿Qué le preocupa de ellos?
—Vivimos, desde hace mucho tiempo, en una sociedad multicultural. Así las cosas, para mí, la globalización no es algo nuevo: pensemos en la trata de esclavos en el Atlántico o la misma esclavitud. Son solo dos ejemplos de migraciones forzadas. Hoy día, las naciones ricas obligan a las pobres a trabajar para ellas por medio de una mano de obra grande y mal pagada: síntomas, en fin, de la nueva esclavitud y de la globalización de la que hablaba.
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