Lo que se refleja
Como si cumpliera con uno de esos rituales secretos cuyas particularidades sólo conoce uno mismo, me detengo a contemplarme en los espejos del Callejón del Gato antes de asistir en el Teatro Español a la representación de Luces de bohemia. Suelo hacerlo a menudo, en realidad, o por lo menos casi siempre que mis pasos me conducen hacia el Barrio de las Letras, pero digamos que en esta ocasión la parada era ineludible: por primera vez voy a ver representada una obra que he leído en varias ocasiones, y lo haré en el mismo lugar donde se desarrolla ese argumento que enreda a Max Estrella y Don Latino en los pliegues más sombríos de un Madrid alucinado y noctámbulo. Fue aquí donde nació el esperpento, o al menos de aquí partió la reflexión que definió el género, pero sería inexacto decir que el emplazamiento debe la fama a Valle: no fue él quien hizo célebre este rincón, más bien se refirió a él porque ya era un escenario conocido por los madrileños de su tiempo y bastaba hacer alusión tal y como la hace en su obra, así como de refilón, para que todos entendiesen. Cuando Luces de bohemia vio la luz, de hecho, ni siquiera conservaba la calle su nombre original, pero él lo emplea porque de ese modo se continuaban refiriendo a ella en la ciudad. Las autoridades municipales debieron de concluir que la alusión sin más al gato podía llevar a equívoco ―en esencia lo era, porque se refería al mismo tiempo al soldado al que apodaron de tal modo por la habilidad que se dio en el siglo XI para trepar por las murallas de Madrid y también al gentilicio oficioso que a partir de entonces, y en honor a su gesta, recibieron los vecinos de la ciudad― y decidieron ponerla bajo la advocación de Juan Álvarez Gato, un poeta prerrenacentista al que probablemente hoy sólo se recuerde cada vez que uno pasa por ahí y lee su nombre en la placa, porque sin duda les parecía más honorable en una ciudad que anhelaba adquirir el rango de gran capital europea. El caso es que desde mediados del siglo XIX se habían abierto allí dos comercios de vidrio ―el primero fue el de Juan Rodríguez y luego llegó José Canosa, que ocupó el local que dejó libre aquél― que comenzaron a colgar espejos deformantes junto a sus puertas ―ambos de cuerpo entero, uno cóncavo y otro convexo― para divertimento y solaz de los transeúntes y también con la lógica finalidad de atraer clientela. La ocurrencia hizo fortuna y hasta la prensa se hizo eco tanto de la propia existencia de los espejos como de la cantidad de gente que pasaba por allí a divertirse con la contemplación de sus cuerpos deformados al otro lado del cristal. Seguro que los visitó alguna vez el mismo Valle-Inclán, como también no pocos de sus amigos o compañeros de tertulia, y acaso en uno de esos merodeos desocupados germinó en su mente la idea de la deformación como instrumento de análisis, una traslación al terreno literario de lo que Goya había llevado a cabo un siglo atrás con sus pinturas. Estos espejos en los que yo me miro hoy no son los mismos: aquellas viejas cristalerías desaparecieron y el reclamo se mantiene en el exterior de un bar de tapas, por más que no suscite una atención excesiva entre quienes andan por allí. El recuerdo de Valle se mantiene en una placa que el Círculo de Bellas Artes colocó en la esquina hace unos cuantos años para que no se olvide que en esta pequeña calle se fraguó el delirio de Max Estrella y también en un local de copas que ha abierto recientemente con el acierto de recordar en su propio nombre que Inclán era, es, brutal. Tal vez exista una rara coherencia y esos espejos, al fin y al cabo, reflejan más de lo que aparentan.
La visita al maestro
Se cumple por estas fechas el aniversario de la muerte de Pío Baroja, y como cada año recuerdo la escena, involuntariamente graciosa, que se desarrolló en su domicilio durante sus últimos días. Andaba por Madrid Ernest Hemingway, que se reconocía discípulo suyo, y al enterarse de que la salud de su maestro estaba muy mermada y no le quedaban muchos días de vida por delante quiso hacerle una visita. Hay una fotografía que refleja aquel encuentro. Se ve en ella a Hemingway escribiendo algo en un libro junto a la cama donde don Pío —enfundado en un pijama, tapándose con las mantas hasta el pecho y con la cabeza tocada por lo que parece un gorro de dormir— sobrelleva lo mejor que puede su agonía. El volumen que Hemingway sujeta abierto entre las manos es un ejemplar de su novela Adiós a las armas y lo que escribe es la dedicatoria que constituirá el segundo testimonio de esa visita: «A usted, don Pío, que tanto nos enseñó a los jóvenes que queríamos ser escritores». No se sabe mucho más acerca de lo que pasó antes ni después, aunque sí trascendió que Hemingway le dijo de viva voz una de esas frases que, más que la manifestación de un pensamiento sincero, parece una consigna planificada para que alguien se haga eco y la transcriba: «Daría mi premio Nobel a cambio de escribir como usted». También conocemos la reacción de Baroja tras atender en el que sería su lecho de muerte a tanta alabanza y tanto agasajo como le dedicó su colega estadounidense: «Caramba, ¿y a qué viene este tío?».
Camposanto en Madrid
Dado que el Día de Difuntos más conocido de la literatura española fue el que escribió Mariano José de Larra en 1836, y como la jornada ha amanecido con cierta calidez y se adivina en el cielo un sol tímido que más antes que después logrará abrirse paso entre las nubes, decido honrar su memoria visitando el cementerio en el que reposan sus huesos, por más que el propósito no se ajuste a lo que él quiso decir en aquel célebre artículo. El metro me deja ante la Puerta de Toledo y un despiste me lleva por el camino equivocado, lo cual no deja de tener su recompensa: puedo atravesar así el puente monumental que salva el cauce del Manzanares y tengo la oportunidad de saludar a Goya cuya cabeza hace guardia a las puertas de lo que hoy es Parque de San Isidro y antes fue la Pradera que él mismo pintó por dos veces —la primera, en un cartón para tapices; la segunda, en una de las estampas que decoraron su Quinta del Sordo; vale la pena contemplar una y otra y atender a las diferencias, que son tantas que ni siquiera parece que se trate del mismo paisaje: en las tres décadas que median entre ambas habían transcurrido nada menos que la vida y la historia—, y acercarme después a la necrópolis que lleva incorporado el nombre del patrón mayor de la ciudad. No es que sea muy temprano, marca mi reloj un poco más de las diez de la mañana, pero apenas se ve a nadie entre las tumbas por más que en el calendario se señale hoy la festividad de Todos los Santos. Me despisto y me pierdo y termino dando en un recoveco con un corrillo de trabajadores que bromean a cuenta de la que se les caerá encima en las horas que están por venir, cuando se aproxime el mediodía y todo esto se llene de familias y el puesto de flores que he visto a la entrada comience a despachar su mercancía a pleno rendimiento. Les pregunto si me podrían indicar por dónde se va al Panteón de Hombres Ilustres y la única mujer del grupo se ofrece a acompañarme. De camino me explica que las personalidades que yacen aquí están desperdigadas, que no hay ningún espacio reservado en exclusiva para las figuras de las artes o las letras o las ciencias, y que ese pequeño monumento es la única excepción. También me dice que está prohibido sacar fotos en todo el cementerio. «¿Ni siquiera al Panteón?», pregunto. «Ni siquiera», responde cuando me deja ante él. Es un conjunto sencillo: una columna coronada por un ángel a cuyos pies se distribuyen las sepulturas de Donoso Cortés, Meléndez Valdés, Leandro Fernández Martín y Francisco de Goya. Tiene, también, una historia curiosa: en origen a Moratín no iban a enterrarlo aquí, sino en la vieja catedral de San Isidro, hoy colegiata, pero las trabas que pusieron para darle allí cobijo terminaron trayéndolo hasta la tumba que linda con la de Goya y que está vacía, porque el pintor, cuyo cadáver se movió tanto que casi tuvo vida propia, terminó reposando finalmente en el interior de la ermita de San Antonio de la Florida. Me detengo a visitar la ermita del santo y la fuente donde dice la leyenda que se recuperaron Carlos V y su hijo Felipe de las enfermedades que arrastraban. Bajo una suave pendiente hasta localizar la entrada de la Sacramental de San Justo, al que se accede por una rampa por la que no dejan de subir y bajar coches y que flanquean dos gruesos muros de ladrillo en los que se van abriendo las puertas a los distintos patios. Paso al de Santa Gertrudis, cuyo recorrido escalonado casi flanquea la necrópolis al completo, y desde allí voy saliendo a otros y regresando otra vez a éste, en un merodeo laberíntico en el que me demoro durante más de una hora sin encontrar nada de lo que ando buscando. Creo hallarme en el buen camino cuando localizo la sepultura de Chueca en un recodo donde parecen arremolinarse las tumbas más venerables, pero mis esperanzas tardan poco en desvanecerse y pido auxilio a un empleado que se cruza en mi camino. «¿La tumba de Larra?», le requiero. «¿Era un señor famoso?», me pregunta con acento de Europa del este. No sabe darme respuesta, pero me aconseja que baje al patio colindante y busque otro panteón de hombres ilustres que hay allí. Éste lo erigieron unas cuantas instituciones —el Círculo de Bellas Artes, el Ateneo, la Unión Iberoamericana y el Ayuntamiento entre ellas— y acoge más de veinte cuerpos, aunque los más señalados son los de Larra, Espronceda, Eduardo Rosales y Nuñez de Arce, cuyas efigies presiden los cuatro medallones que lo rodean, pero también están Gómez de la Serna, Eduardo Marquina, Bretón de los Herreros o Blanca de los Ríos. Una mujer que debe de haber superado los setenta me observa y me pregunta si ando buscando tumbas de personalidades, le digo que más o menos y me señala la de Ramón de Campoamor, que está aquí al lado. Le digo que su indicación me viene que ni pintada, porque resulta que el muerto fue paisano mío, y le pregunto si trabaja o ha trabajado aquí, en el cementerio. Me explica que no, que su hermano murió cuando era aún muy joven, tenía veintisiete años, y alguien se encargó de que, a modo de magro consuelo, tuviera su última morada en este cuadrante del cementerio, al lado de tantos difuntos reputados. Lo dice con una mezcla de sorna y ternura, como si nunca se lo hubiese creído pero en el fondo agradeciera el gesto, y nos despedimos cuando aparece una amiga suya que viene de dejar flores a sus propios muertos. En otro patio está Gregorio Marañón y muy cerca, en lo alto, encuentro el nicho donde descansa junto a su padre el cantautor Luis Eduardo Aute, a quien los suyos despiden con una hermosa inscripción y un pequeño florero en el que yacen dos girasoles exangües que prefiero ver como giralunas adormecidos que despertarán en cuanto se cierna la noche. Vuelvo al Patio de San Millán en busca de una tumba que no consigo localizar y tengo que consultar el móvil para comprobar que he cometido otro error, el segundo del día, que me obligará a prolongar mi caminata: lo que busco no está aquí, sino en el Paseo de San Illán, sin eme, que no está aquí, aunque tampoco demasiado lejos: es una de las calles laterales que rodean el cementerio de San Isidro, aquél al que me condujo mi despiste de primera hora. Vuelvo así sobre mis pasos —la suave pendiente que descendí para venir asciende ahora, y se hace algo más dura— y tras pasar otra vez ante la ermita del Santo atravieso una puerta que, ahora sí, va a dar a aquello que ando buscando. A la vuelta de la esquina está la sepultura del escritor Javier Marías —o de Xavier I, Rey de Redonda—, coronada por el arranque de uno de los versos que eligió Stevenson para su propio réquiem y rubricada por el lema —Ride si sapis: «ríe si sabes», o «reír es de sabios»— bajo el que ejerció su reinado sobre el islote desierto que asumió como herencia. A la salida del cementerio, Madrid es un telón de fondo que perfila sus contornos bajo un cielo violáceo. «¡Silencio, silencio!», terminaba aquel artículo famoso de Larra en El Español, y en silencio voy volviendo yo hacia el mundo de los vivos.
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