El mismo título del libro nos predispone a la lectura de un “más difícil todavía” literario. ¿Qué tendrá que ver el cocido con el violonchelo?, nos interrogamos perplejos frente al dibujo de la extraña portada, en el que la propia autora, de pie junto a un descomunal violonchelo, agarra un larguísimo cucharón de madera en cuyo borde crecen flores gigantes de colores, como si quisiera propinarnos una amistosa bofetada de aromas y sonidos. Nos adentramos así en la lectura, curiosos por la dificultad del reto que ella misma se impone: trazar una línea semántica entre un puchero de garbanzos con chorizo y morcilla y las notas aladas de un violonchelo.
Pero lo cierto es que la autora no se gusta a sí misma viviendo lo que escribe, ni siquiera exactamente narrando en la pantalla de un ordenador sus sabrosas vivencias. Se gusta diciendo que se gusta haciendo lo que hace, bien sea aprender a tocar el violonchelo a sus cuarenta y muchos años, bien visitar la consulta de un otorrino o bien indagar con un toc-toc de cuchara el material de un cuenco en un restaurante de comida rápida (“y me doy cuenta de que es más bien baquelita”). Esta lograda sensación como de secretearnos algo importante al oído, cuando este algo no es un relato confesional sino una experiencia cotidiana, infiltra en cada episodio un finísimo sentido del humor, como si cada frase nos estuviera revelando la intimidad nunca dicha de la autora. No estamos por lo tanto recreándonos en una mera sucesión de anécdotas musicales o nutritivas sino observando el mundo con la mirada interior de la autora, una mirada vuelta sobre sí misma y capturada entre signos de interrogación, bajo la que respira fuerte la pasión literaria por la verdad. En este precioso rasgo de su personalidad beben esas flores variopintas de la portada del libro, que bien podrían representar su fecunda, gozosa, fragante y colorida prosa, capaz de tirar líneas semánticas no ya entre garbanzos y acordes sino entre cualesquiera otros términos del diccionario, pues la lengua es su elemento natural. De ahí que a su paso por cualquier escenario de la vida corriente en la ciudad florezcan las texturas, los sonidos, los sabores y los olores, como si sus cinco sentidos polinizaran con una simiente de palabras el mundo sensible.
Pero ese delicado arte de mirar hacia dentro designando lo de fuera entraña sus riesgos. Como una bola de plomo rodando por una tela inconsútil (aquí la autora acotaría sin piedad que cualquier excusa es buena para escribir “inconsútil”), su amor a la verdad presiona el texto hacia reiterados temas, imágenes o tropos. Algo más quiere manifestarse cuando la autora revela su frecuente visualización en internet de vídeos de niños prodigio tocando el piano o el violín, o cuando se recuerda a sí misma de niña practicando en casa el piano obligada por su madre o asistiendo de noche a conciertos de música clásica con sus padres, quienes en sus ideas políticas “se inclinaban muy pero muy hacia la derecha”, o cuando anhela —mensaje en una botella— una grabación en la que pueda escuchar de nuevo la voz calmada de su terapeuta fallecido, o cuando se subleva contra su incomprensible necesidad de rodearse a todas horas de personas de aspecto moderno, como si no tuviera mucha más gracia e interés un grupo de militares comiendo en Casa Ciriaco un buen cocido, y en especial uno de ellos que, al más puro estilo español, afirma nada más probarlo: “Esto es un cocido”, momento en que la autora parece descubrir con su fino oído una oculta verdad, una nueva música que acaso interprete en otra novela.
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Autora: Mercedes Cebrián. Título: Cocido y violonchelo. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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