En el panorama cultural de cualquier época brillan unos cuantos nombres, sobre todo artistas y escritores, y quedan en penumbra o en completo olvido otros muchos que lo hacen posible. En la posguerra hubo unos cuantos peones de brega que impulsaron o trazaron caminos de nuestras letras de quienes no queda noticia. Algunos esfuerzos he dedicado desde mi actividad académica a echar luz sobre varios de ellos, aunque sin apreciables resultados. Encaminé una tesis doctoral sobre Rafael Vázquez Zamora, hombre clave en el premio Nadal, en la editorial Destino y en el semanario homónimo, promotor incansable de los autores españoles del medio siglo, fecundo traductor y brazo derecho del editor Josep Vergés. La joven doctoranda, aunque ya había hecho una esforzada labor, prefirió dar otro rumbo a su vida. Ojalá algún día retome aquel trabajo inicial. Algo parecido ocurrió con Dámaso Santos, tan volcado en promocionar la literatura desde aquel Pueblo de gran audiencia y desde otras varias plataformas. Sus convicciones falangistas no impidieron que diera cancha a jóvenes contestatarios, y a otra mucha gente con la que fue muy generoso. Sus diatribas contra Juan Goytisolo no empañan ese mérito, gracias al cual, por ejemplo, salieron en la prensa los provocadores ensayos de Sabino Ordás. Hizo Dámaso Santos unas memorias, pero en ellas relegó o pasó de largo por muchos aspectos que requieren un indagación.
Míriam Gázquez traza una atractiva imagen de Masoliver por cómo acompasa los aspectos más positivos del personaje y otros negativos. De aquéllos, expone con detalle su vocación cosmopolita que incluye lo que siempre se menciona, su relación con Joyce y, sobre todo, la estrecha relación en Italia, en Rapallo, con Erza Pound, una colaboración seminal para Masoliver pues, en copia del americano, el catalán quiso establecer en España una “corte” cultural. Esta analogía un tanto forzada la convierte Gázquez en el hilo central de su reconstrucción biográfica y se refiere de forma cansina y un poco infantil a la “corte” literaria de Masoliver. De los otros aspectos, deja la autora fehaciente constancia de la complicidad fascista del personaje, sus vínculos con la sublevación y los cargos que ocupó dentro del Movimiento. Pero también insiste en su distanciamiento de la dictadura con un propósito, como ahora se dice, de blanquearlo ideológicamente, aunque él mismo nunca ocultó sus simpatías frente a otros no pocos que echaron tinta de calamar a sus andanzas.
La reconstrucción biográfica se acompaña del demorado comentario de las empresas culturales de Masoliver, en particular su trabajo como editor y perspicaz antólogo. Casi monografías independientes constituyen los análisis de la colección “Poesía en la Mano” y de su trabajo en la editorial Yunque. En función de la nitidez del retrato del personaje tendrían que haberse abreviado mucho las páginas que se dedican a ambos frentes. También se nos da cumplida noticia de la actividad como traductor de Masoliver, la única suya que tuvo justo reconocimiento público, si bien tardío, al obtener el Premio Nacional en 1989, resultado no tanto de una ocupación remunerada como de la pasión por la lectura que lo marcó.
Con gran detalle presenta también Gázquez la vertiente de activista, dinamizador y promotor cultural de Masoliver. En cierto sentido, a esa intención responde su participación en el semanario Destino desde los tiempos en que formó parte del grupo de catalanes que sirvieron durante la guerra a Franco en Burgos. Y en el mismo ámbito de inquietudes se inscribe la promoción del Premio Nadal de novela. Además de otros empeños menos conocidos o casi del todo olvidados como el impulso del Ateneo Barcelonés y su participación en academias y tertulias en su día singulares.
Dice Gázquez que de este hombre que se multiplicó a sí mismo (político, editor, crítico, antólogo, tertuliano, corresponsal, etcétera) se ha tenido una imagen dispersa y fragmentada, y ella persigue dar un visión conjuntada. Escribe con hipérbole y exaltación hagiográfica: “Brilló en tantas facetas que hasta ahora no se ha podido apreciar el diamante que fue, pues siempre se ha atendido a cada una de ella por separado, sin reparar en el conjunto”. Sin duda, este libro contribuye a construir una auténtica etopeya de la cual sale el retrato de una persona compleja que vivió unos tiempos complicados.
Por el propósito abarcador del retrato se echan en falta el comentario detallado de un par de facetas de Masoliver. Habría sido necesario el atento repaso de su prolífica colaboración en La Vanguardia como articulista (en su conocida y duradera sección “Al Margen” y en innumerables textos sueltos siempre de marcada personalidad) y crítico (sus reseñas, o mejor, glosas muy intuitivas, a la vez que de sólida base analítica, e independientes). También se echa de menos —y sorprende la ausencia— un capítulo importante de la polifacética biografía de Masoliver solo aludido, su papel en la fundación y problemático devenir del premio de la crítica.
Estos dos aspectos ausentes habrían colmado la reconstrucción del poliédrico personaje a quien se reivindica y se trata de rescatar. Para el reconocimiento de alguien postergado hace falta, primero, su conocimiento. Es lo que Míriam Gázquez proporciona con holgura, aunque con las limitaciones señaladas. Quienes se interesan por la política, la cultura, en un sentido amplio, y las letras de la posguerra tienen que visitar este libro.
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Autora: Míriam Gázquez Cano. Título: Juan Ramón Masoliver. Edición y cultura en la Barcelona de posguerra. Editorial: Fórcola. Venta: Todos tus libros.
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