Acuden a mi mente las palabras de la Mala Rodríguez: «tengo un trato: lo mío es pa mi saco». No me queda muy claro si ella era consciente de lo pertinentes que resultarían en un futuro inmediato y hasta qué punto determinarían el devenir de las industrias culturales.
Recientemente, John Lydon (también conocido como Johnny Rotten, antiguo vocalista de los Sex Pistols) anunciaba durante su paso por España, con ocasión de la gira de su formación Pil, que era propietario de su propia discográfica y que había cumplido su sueño: «que nadie me diga lo que tengo que hacer».
Del mismo modo Radiohead —que acaba de poner a la venta su último disco, A Moon Shaped Pool— dejaba entrever que, al igual que sus más recientes trabajos anteriores, coqueteaban con el indie. Dicho de otro modo, el disco ha sido publico en digital bajo el sello XL Recordings, una discográfica independiente con fuertes anclajes en la gran industria. En unos meses llegará la edición en CD y vinilo, para lo cual el grupo ha subcontratado (por decirlo de algún modo) los servicios de una distribuidora. Algo muy parecido a la estrategia llevada a cabo por los autores indie que publican novelas en formato digital en plataformas como Amazon, Google Play o iTunes, y recurren a servicios como Createspace para ofrecerlas en papel mediante el procedimiento de impresión bajo demanda.
Asimismo, están aquellos creadores que sacan por su cuenta su obra a la venta y, después de haber obtenido el beneficio de las primeras ventas (donde se concentra el mayor índice de impacto), tratan de negociar con editoriales, discográficas o productoras a fin de que éstas se hagan con los derechos y sigan ocupándose de la venta y distribución.
Y es que el ecosistema cultural está mutando a fin de adaptarse a un cambiante escenario donde las antiguas reglas han dejado de funcionar y en el cual la brújula parece girar de un modo enloquecido, sin ser capaz de señalar un rumbo fijo, para desconcierto de la industria y los propios artistas.
La venta de libros, discos y películas sigue descendiendo de manera dramática, a lo que la industria reacciona bien limitando su oferta —con lo cual se restringen las oportunidades de nuevos talentos— o bien lanzando a discreción trabajos diversos, y un tanto aleatorios, con la esperanza de que alguno se convierta en superventas y amortice el resto.
Ante este nuevo panorama, se impone una especie de DIY cultural, un regreso a la filosofía del Do It Yourself —o, en algunos casos, un modelo híbrido entre los viejos formatos y los nuevos—. Desde mi punto de vista, aunque a fecha de hoy sólo podamos intuir su alcance, es un hecho que se trata de un movimiento imparable y que modificará por completo las reglas del juego.
Conviene señalar un ligero matiz que nos ayudará a comprenderlo todo. Tradicionalmente, el indie ha sido el refugio (cuando no el sinónimo) del «aspirante»; un modo elegante de decir que se trata o de trabajos minoritarios o, sencillamente —y aquí se concentraba en mayor número de ejemplos— de artistas que todavía no habían logrado acceder a la «primera división», es decir, la de las editoriales tradicionales, las grandes discográficas o las productoras y distribuidoras (según nos movamos en el terreno de la literatura, la música o el cine).
La pregunta clave, por tanto, no es por qué los aspirantes recurren a las tácticas de guerrilla del DIY —la respuesta más habitual suele ser: porque todavía no han logrado que un gran sello los fiche—; lo que debemos preguntarnos es: ¿por qué lo hacen los grandes?
En 2013, el director y guionista David Mamet anunció que autopublicaría su nuevo trabajo. ¿Los motivos? Otra vez, el dinero como razón principal. (Tal y como señala Fernando Gamboa, uno de los abanderados del indie español, también Paulo Coelho y Matilde Asensi se han pasado a la autopublicación independiente en formato digital, dejando a las editoriales la venta del soporte físico, en papel).
En plataformas como Amazon, las novelas autopublicadas ocupan los primeros puestos del ranking y más de un cuarenta por ciento de los trabajos presentes en el top 100 provienen del entorno independiente.
Además del beneficio económico, podemos encontrar otras causas que explican el éxito de propuestas indie, como son la mayor flexibilidad y rapidez a la hora de llevar a cabo campañas de promoción (por poner un solo ejemplo), o la posibilidad de experimentar con propuestas más novedosas y arriesgadas. Y es que, una vez superado el «complejo de inferioridad» que hasta hace relativamente poco sentía el artista independiente (esa sensación de saber que en el fondo se es un «artista de segunda»), un nuevo universo comienza a desplegarse ante nuestros ojos, dejando ver las costuras del viejo modelo empresarial.
A fin de ilustrar esta afirmación con un poco más de precisión, es importante resumir la antigua relación entre el artista y el mediador con su público potencial. Hasta hace poco —básicamente hasta la llegada de la web 2.0, que, aunque parezca que surgió en los albores de la humanidad, no lleva tanto tiempo entre nosotros—un sello editorial era sinónimo de calidad; un filtro (y un agente) que garantizaba una factura profesional. La productora, discográfica o editorial, además, se implicaba en las tareas de promoción más allá de la semana o quince días que suelen dedicar a fecha de hoy. Los adelantos eran generosos y, en definitiva, los artistas podían dedicarse a su tarea: crear.
Con el descenso de las ventas y el surgimiento de la web 2.0, los adelantos comenzaron a reducirse, las propuestas arriesgadas a descartarse (por norma general, claro está), y la promoción por parte de los sellos se redujo a unos cuantos tuits y unas pocas notas de prensa a lo largo de una o dos semanas, recayendo el peso de la misma sobre los propios creadores, quienes ahora debían ocuparse de más asuntos… recibiendo un porcentaje de beneficios menor.
Era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo, que incluso los artistas más consagrados comenzasen a advertir que quizá no necesitasen un sello, o, al menos, no tanto como antes —que, en honor a la verdad, ellos eran el sello—; que podían subcontratar a otras empresas para distribuir sus trabajos en soporte físico y a diversos profesionales para ocuparse de las tareas más técnicas, tales como la edición, cubiertas, maquetación, etc., etc. En otras palabras, comenzaron a plantear la siguiente cuestión: «si yo pongo los ingredientes del pastel, lo cocino, lo promociono y lo vendo… el pastel es mío». Una forma brutal de cuestionar el papel del intermediario y ponerlo en la situación de tener que justificar el elevado porcentaje que suele quedarse para sí.
Si Amazon puede ofrecerte hasta un 70% del importe de las ventas de tus propios libros; si puedes difundir tu música a través de Spotify o iTunes y generar beneficios gracias a las visitas de tu videoclip, cortometraje o película alojado en plataformas como Youtube, Netflix o Hulu. Si, en definitiva, el público va a acercarse a tu trabajo —especialmente si eres uno de los grandes— con independencia de quién lo haya comercializado, ¿por qué no «matar» al intermediario? ¿Por qué no convertirse en empresario y multiplicar los beneficios?
Esta situación nos empuja a posicionarnos en el bando de los apocalípticos o de los integrados, haciendo un guiño al texto clásico de Umberto Eco. ¿Qué futuro les aguarda a editoriales, discográficas y productoras audiovisuales? ¿Desaparecerán los libros, los CDs, los DVDs o los vinilos? Mi respuesta es que no, por mucho que la gente lea menos (o que directamente no lea), o que las propuestas de las editoriales se reduzcan a novelas escritas por youtubers, tuiteros o presentadores de televisión; no, aunque nadie sepa ya dónde reproducir un CD o un vinilo; no, a pesar de que nadie vaya al cine ni tenga un lector de DVD.
Sin lugar a dudas, libros, música, películas y el resto de productos culturales seguirán existiendo… pero se convertirán en otra cosa: el libro se convertirá en libro-regalo o en ese objeto que llevas en el metro para que todo el mundo sepa o que eres como los demás —leyendo las 50 sombras de Grey— o que formas parte de ese selecto grupo que sólo lee a Thomas Pynchon —por mucho que lo único que hayas visto sea la adaptación cinematográfica que Paul Thomas Anderson hizo de Puro vicio—; los CDs, vinilos y DVDs se convertirán en ediciones de coleccionista, en objetos que compartan espacio con otros productos de merchandising como camisetas, muñecos y un montón de cosas cuyo valor reside en no ser desenvueltas o desempaquetadas.
En este giro copernicano cultural, las editoriales, productoras y discográficas ya no serán el trampolín hacia el éxito, sino que se convertirán en coolhunters que rastrearán las tendencias, que «espiarán» a los autores y a los receptores, ahorrándose costosos estudios de mercado. Que localizarán aquello que ya está funcionando y tratarán de rentabilizarlo… después de que los creadores hayan recaudado el mayor botín, las ventas iniciales, la parte más grande del pastel.
No penséis que esto es el futuro, pues ya se ha convertido en nuestro presente y, como si de un lema ciberpunk se tratase, debemos recordar que «el futuro ya ha tenido lugar».
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