Portada: Elaine Vilar Madruga.
Pese al discurso normativo que exalta la maternidad como un rol natural de las mujeres, un don que deben honrar con amor y complacencia, hay muchas que no sólo combaten imposiciones de género, sino que también reniegan de los críos. Los libros El cielo de la selva y Un trabajo para toda la vida dan cuenta del problema de los hijos.
I
Una selva brinda refugio a mujeres que por ser mujeres están condenadas a la miseria, a la fuga, al olvido. Es una fuerza viva e inteligente que, a cambio de su protección, lejos de los matones y de los cañones que las subyugan, exige el fruto de sus vientres. La preñez que la satisface sin empacho. Desde sus fauces surge un reclamo de recién nacido, de llanto y de inocencia, una latencia feroz, un bramido que llama al reguero rojo y al degollamiento. Después del filo que hiende el cuello aún con olor a leche, sorbe la sangre que se derrama en su tierra de misterios y con ella aplaca su hambre hasta un próximo sacrificio: «Una vida por otra vida. Una carne por otra carne. La selva da y la selva quita. La selva les permitía vivir dentro de su panza, abría y cerraba los caminos porque era dios, y con dios no se juega, mucho menos con la comida que ha permanecido en espera de que sus bestias (…) vengan a ofrecerle el tributo prometido: la axila sudorosa a peste joven, a peste de vida…». Gracias a la fecundidad de su útero, Santa —al igual que otras gestantes que van y vienen con la carga prescindible— da la comida que la selva engulle. Ella no es madre, es una superviviente. Sin la ofrenda después del nacimiento, libre de remordimientos, sería esclava de los narcos. Los que aplebeyan, persiguen y violan a pelanduscas como ella. O quizá estaría con la boca abierta en una zanja también abierta de cadáveres y gusanos. Por eso produce niños a los que repudia y educa para la muerte: «Al principio intentaba que Santa amamantara a los recién nacidos. Ella siempre se negó. Luego me di cuenta de que era mejor así (…). De todas formas la selva se los iba a sacar. Era preferible que Santa no sintiera nada por ellos. Ya les había dado un cuerpo. Suficiente para toda una vida».
II
En Londres, una escritora mira con desconcierto la imagen que revela la ecografía: una suerte de parásito flota en el remanso de su abdomen. La hinchazón le despierta los temores y resentimientos que, desde muy temprana edad, le suscita el embarazo. Un revoltijo de cromosomas y genes compartidos la expugna y se apodera no sólo de sus vísceras —¡ojalá se tratara de tripas!— sino también de su conciencia. Cambia su identidad y le provoca un tartamudeo, una incapacidad semántica, un mutismo que le impide esclarecer qué será de ella: «la experiencia de la maternidad lo pierde casi todo en su traducción al mundo exterior». Para intentar poner orden en su cabeza, recurre a sus herramientas de siempre: las palabras, que no pueden explicarse sino a través de otras palabras. Entonces comienza su travesía literaria o más bien su pharmakeia: veneno y cura. Dejar registro de la transformación es volver a la discusión de categorías controvertidas como sexo, género y naturaleza. Pero también es hallar los significados que no la determinan, o que alguna vez creyó que no la determinarían. Narra la agonía de los nueve meses de espera, henchida de naufragios, pérdidas y prohibiciones; la desgarradura del parto y, por supuesto, la tiranía del bebé: «…desempeña un curioso papel en la cultura del embarazo. Es a la vez víctima y autócrata. Es un ser destinado a vivir únicamente en el momento de perfección del nacimiento, para a continuación degenerar e iniciar su decadencia, volverse humano». Después del primer llanto en el pecho y de la encía que muerde el pezón viene la confrontación del binomio ineludible: mujer-madre. «La cuestión de qué es una mujer si no es madre ha quedado sustituida para mí por la de qué es una mujer si es madre; y qué es una madre, en realidad».
Tanto la novela El cielo de la selva de la narradora y poeta cubana Elaine Vilar como el relato Un trabajo para toda la vida de la inglesa Rachel Cusk revuelven conflictos e interpretaciones de la maternidad. Santa, la protagonista de la primera, asume la procreación como una labor con la que gana tiempo de vida. Se convierte en una fábrica de «chamacos» que vende a una selva a cambio de un espacio en el que puede ser, lejos del progreso, aunque en su lugar de procedencia campean la barbarie, el crimen, el asesinato… Y la mujer, considerada un receptáculo donde los verdugos desfogan su terrorismo, no sólo ocupa el último escalafón social de esos territorios tiranizados por delincuentes, sino que también su capacidad de dar a luz la define. No obstante, la factoría de Santa es un atentado contra el orden establecido: alumbra no para perpetuar el oprobio de la norma, con la muerte de sus chavales, desmantela regímenes de violencia.
En cambio, el embarazo de la escritora del segundo se convierte en un acto subversivo que enciende la chispa de una íntima rebelión feminista. Con su barriga, cuestiona su posición en el mundo y la de todas las mujeres. Admite que «la civilización es la que genera esa criatura intermedia entre macho y eunuco, que se califica como femenina», como suscribiera Monique Wittig en El pensamiento heterosexual. Ella no impugna el concepto de mujer como mito. Sabe que no hay destino biológico o psicológico que determine el papel de ella en la sociedad y que es una categoría política y económica que el sistema designa, en el seno de las relaciones de producción, basada en la distribución sexual del trabajo: «El parto y la maternidad son el yunque sobre el que se forjó la desigualdad», confirma.
Lejos de las virtudes de abnegación, paciencia y misticismo que una madre debe encarnar —según las mentalidades dominantes—, Santa clava el cuchillo en los corazones de su descendencia. ¿En qué se convierte al cometer filicidio? Matar a los hijos la acerca a lo monstruoso, objeto de estudio de la teratología; el crimen de Medea suscita no pocas censuras porque infringe códigos morales. Quizá lo verdaderamente aterrador en Santa es su carencia de culpa, por lo tanto, no hay contrición ni reprobación propias. Su única señal de piedad es el consejo trágico de aceptar el hado antes de la herida final: «Alégrate de morirte joven y apetitosa, niña. Alégrate de que te vayan a comer por ahí. No es un destino tan malo». En un intento de explicar las razones que llevaron a Medea a asesinar a sus niños, Chantal Maillard, en La compasión difícil, propone «penetrar las zonas oscuras, abandonar la buena conciencia y el territorio protegido» para tratar de «comprender el origen de nuestros actos. No los motivos…». A pesar de su despiadado oficio, Santa no es un páramo estéril, en su pecho reverdecen bellos sentimientos, goza de los apegos y de las caricias del semental que la colma para continuar su quehacer reproductivo: «conocía demasiado bien lo que era el amor. El dolor de amar a alguien, como ella amaba a Lázaro, eso nunca lo había sentido por ninguna de sus crías. No era el dolor del cuerpo que parecía abrirse a su propia cáscara para dar paso a la vida. Era solo vacío». Esa ausencia desmiente la existencia de algo llamado como «el instinto materno».
La protagonista de Un trabajo para toda la vida entiende la maternidad no como una empresa privada, sino como un ejercicio público que está sometido al escrutinio ajeno. La medicina, la familia, la religión y otras instituciones dictan el deber ser, imponen modelos de comportamiento —una madre, por ejemplo, debe imitar a la virgen María, paradigma de entrega y sufrimiento— y fiscalizan el mundo de los afectos. Ella, sin embargo, no tiene escrúpulos al reconocer que, además de querer sin condiciones a su hija, otras emociones se arremolinan en su alma: «veo continuamente imágenes de abandono, de falta de amor, incapaz de no recrearme en los malsanos relatos de los que pasaría (…) si la dejara sola todo el día, si no la cogiera en los brazos cuando llora o si me negara alimentarla (…). El amor es más respetable, más práctico, requiere mucho más trabajo del que yo había sospechado nunca, pero está muy cerca del poder de destrucción».
Para la investigadora Orna Donath, autora de #madresarrepentidas, a las progenitoras no sólo se les regula la conducta sino también los sentimientos con normas que otros los califican de apropiados o no. Son restricciones que «suelen ofrecer recompensas sociales como el honor, la estima y la aceptación. Esto es lo que las hará “buenas mujeres” y “buenas madres”…». Al menos en las sociedades occidentales, el arrepentimiento no tiene cabida, es una categoría de difícil entendimiento que abriga ilegitimidad por transgredir leyes naturales, es digno de castigo. La escritora de Un trabajo para toda la vida no se amordaza, trasunta sus frustraciones y descontentos en ese acto de liberación que le facilita la literatura, confiesa sin adornos que la experiencia maternal es lo más parecido al infierno, que no compensa porque sus «obligaciones guardan una correspondencia inversamente proporcional con los deseos del obligado», que un segundo embarazo creció dentro de ella, lleno de «insatisfacción, a veces de verdadera angustia. Una sensación de privación y desarraigo se apoderó de mí (…) y hasta que dejé de albergarla y le di vida propia no comprendí que sólo era un fantasma, una construcción. Al parecer, había dado una forma concreta al dolor que me causaba el no poder seguir viviendo la vida que había vivido». Y esa «sensación de privación y desarraigo» no la hace tan diferente de Santa. Al contrario, las acerca. Ambas comparten la honestidad de manifestar su hartazgo, su animosidad, en definitiva, su disgusto hacia la prole. No temen al calificativo de loca, bruja o malvada; se muestran como lo que son: mujeres que el haber parido no las ungió de santidad. La sangre de su sangre no las exoneró de los vicios y de las contradicciones y bajezas de la humanidad.
Sin duda, es un artículo… poco convencional. Mas, supongo que a muchos de nosotros nos falta ser madres o vivir de las condiciones que la protagonista Santa vivía para mostrar realmente un poco de empatía. El tema de la maternidad nunca dejará de ser confuso y apoyo que pueda ser expresado.
Muchas gracias Andrés. Como autor me asustaba escribir sobre esto, por no ser mujer. Intenté, sin embargo, callar mi voz y darle el justo protagonismo a ellas: los libros teóricos y literarios son todos escritos de mujeres. También entreviste a una decena de madres… en fin, espero simplemente continuar la discusión.
En el texto, se presenta una crítica incisiva a las expectativas sociales que rodean la maternidad, desafiando la imagen idealizada de la madre abnegada y amorosa a través de la figura de Santa. Al cometer filicidio, Santa se convierte en un símbolo de la monstruosidad inherente en el ser humano, mostrando una alarmante carencia de culpa que revela la complejidad de las emociones que pueden coexistir en una madre. Esto sugiere que el instinto materno es más una construcción social que una verdad universal.
Es complejo, entiendo hasta el miedo hablar desde la perspectiva masculina, pero eso no silencia la opinión, o en este caso la discusión.
Saludos