Como ya anunciamos en el previo a las últimas navidades literario-televisivas en el Reino Unido, el plato fuerte de la temporada iba a ser el Drácula en tres episodios de hora y media cada uno, en adaptación de Mark Gatiss y Steven Moffat, los renovadores ya de otros personajes muy británicos y a la vez universales como Sherlock Holmes o los doctores Jekyll y Who. La miniserie he respondido a las expectativas, con una peculiar forma de integrar elementos de lo más clásico en el personaje y a la vez una interminable serie de inesperadas vueltas de tuerca, reinterpretaciones de varios personajes y hasta mezcla con otros géneros, con unas gotas incluso de humor autoparódico. Los puristas encontrarán mucho por lo que protestar, pero si se le da un poco de cuartelillo, arrastra al espectador sin remedio.
[Dado que todas estas reinvenciones son la clave de la serie, esta vez se subraya con más insistencia el habitual aviso de destripes, a estaca y colmillo, en todo el texto]
Esta nueva versión del clásico de Bram Stoker se ha hecho siendo muy consciente de los Dráculas anteriores del cine y la televisión. Tanto es así que nada más acabar el último episodio en la BBC 1, la BBC 2 emitió un documental presentado por el propio Gatiss, titulado In Search of Dracula, donde se recorren precisamente esas huellas interpretativas, desde la primera representación teatral (en realidad simplemente leída a varias voces) hecha por el propio Stoker para afirmar sus derechos de copyright, hasta la interpretación de Francis Ford Coppola y Gary Oldman (de la que ya hablamos en Zenda) pasando por las versiones de la Hammer Horror con Christopher Lee en el papel. Gatiss reafirma en el documental que estos seriales de terror de los 60 y 70 fueron la chispa que prendió su fuego creativo en la adolescencia y juventud, y por lo tanto ha tenido a todos esos predecesores muy presentes a la hora de preparar su propuesta.
Lo primero de todo es señalar que en esta versión Drácula es un monstruo. No es un vampiro bueno, ni incomprendido ni condenado a su existencia por un mal mayor por encima de él, del que luego busque vengarse. Mata porque lo necesita, y también porque lo disfruta, de una manera clasista y aristocrática («la democracia es la tiranía de los desinformados»), tratando a sus víctimas como sirvientes que están ahí para desempeñar su cometido o como juguetes que el típico niño desmembra para ver qué hay dentro. Encarnado por un actor danés con el estupendo nombre de Claes Bang, alto, imponente y moreno como Lee, este Drácula es, como mandan los cánones, un antiguo conde guerrero, propietario de un castillo enorme, remoto, laberíntico y terrorífico que en 1897 tiene cuatrocientos años de existencia y a quien la palabra «derechos» le suena a otras cosas. Lo que sí es este Drácula es un sibarita refinado y de paladar exquisito que ha llevado a la máxima expresión aquello de que de lo que se come se cría («you are what you eat»), y tras mucho tiempo a base de campesinos locales, ahora elige mucho más a sus víctimas. La frase clave de esta interpretación es que «la sangre es las vidas», no «la vida», como en el original, ya que a través de sus peculiares transfusiones Drácula puede adquirir los conocimientos y habilidades de cada persona a la que vampiriza: no solo sus recuerdos e información personal, sino el poder hablar un idioma diferente o el saber tocar un instrumento, por ejemplo. De ahí su deseo de trasladarse a una de las mecas del conocimiento humano en aquel entonces: Londres, llena de gente «sofisticada e inteligente». Y por ahí precisamente empezamos, con la clásica llegada del abogado Jonathan Harker a Transilvania, para que el conde firme unos papeles sobre unos terrenitos que Drácula quiere comprar en la capital inglesa.
La estadía de Harker ocupa todo el primer episodio. De hecho, los tres episodios pueden verse como tres minipelículas casi independientes entre sí, una en Transilvania, otra a bordo del Demeter camino de Londres y otra ya en Inglaterra, donde la imaginación se desborda. Y nada más comenzar viene el primer y seguramente más celebrado cambio de esta versión: la conversión del cazavampiros holandés Van Helsing, pasando de hombre maduro, sabio y doctor en mil cosas (Abraham) a monja inquisitiva, sardónica, un tanto descreída (Agatha), a la que «aparentemente no se la puede dejar a solas con un hombre» y que tiene un amigo detective en Londres (¿quién podría ser?). Interpretada por Dolly Wells, entabla una batalla de intelectos con Drácula que hace que este la considere digna de irla degustando poco a poco en lugar de convertirla en comida rápida.
Por de pronto, la primera interacción de la serie es entre ella y Harker, quien sería fácil de comparar con un superviviente de torturas y de abuso físico, e incluso sexual (ella intenta sonsacarle a este respecto, pidiéndole que aclare «vuestras cenas, vuestras conversaciones… vuestros momentos íntimos»). La trama nunca llega a meterse explícitamente por ahí, pero sí deja en el aire esa sensación de que algunas de las víctimas de Drácula se ven atraídas por él, al menos hasta cierto punto, o al menos que él les provoca aposta esa fascinación. Sea como fuere, desde luego que puede hacerse un análisis comparativo de situaciones de abuso-violación en algunos casos. Y de hecho, la sexualidad en esta serie podría dar para su propio estudio. Mina escribe a Jonathan que si este «cae en alguna tentación» durante su viaje, ella lo comprenderá completamente. Y es que claro, cuando él está fuera, a ella también le prestan atención «el doctor Homewood, tus amigos Reggie y Barnaby, el majetón de Edwin de tu oficina, el hijo del carnicero, que ha pegado el estirón hace poco, y hasta para dar variedad, la adorable camarera del Rose and Crown, a la que sé que tú también admiras»… Señorita Wilhelmina, por favor, repórtese. Y sin embargo, en el lado contrario, una de las escenas más eróticas del libro, la de las tres novias de Drácula que asaltan a Harker por la noche, se elimina completamente. En el documental Gatiss viaja a Pensilvania para ver manuscritos originales de Stoker, y queda claro que el momento en el que Drácula aparta a las novias de Harker diciendo «dejadlo, este es solo para mí» estaba presente siempre durante toda la evolución de la redacción de la novela. A pesar de eso, esas tres novias se ven reconvertidas aquí en una sola prisionera que ha acabado también convertida en vampira y que rehúye más que busca a Harker, hasta que al final cae en la tentación, y sí, Drácula lo evita. Sin embargo, vuelta de tuerca, Harker queda convertido en «no-muerto», y nunca vuelve a Londres, llegando solamente hasta Budapest, donde conoce a la hermana Agatha. También se revela que aunque Harker creyó haber escrito un fiel diario de lo que le pasó, en realidad solo garabateó repetidamente frases como «Drácula es mi amo, Drácula será obedecido, Drácula es el principio y el final, Drácula es Dios», como si fuera Jack Nicholson en El resplandor.
Otra de las cosas que se esperan de cada película o serie de vampiros es cuáles son las reglas de la existencia vampírica que se han decidido mantener. En Crepúsculo pueden estar al sol. En Entrevista con el vampiro a Louis le encantan los crucifijos. Aquí se toma la decisión de que todas las manías, supersticiones y condicionamientos de siempre son verdad: los espejos, los crucifijos, la luz del sol, la necesidad de tierra transilvana, el permiso para entrar en una casa, la estaca en el corazón… y a muchos de ellos se les busca una razón de ser, en algún caso bastante ingeniosa y hasta científica, una vez aceptada la peculiar biología del conde: por ejemplo, Drácula teme a los crucifijos porque a través de la sangre de los supersticiosos campesinos de los que se ha alimentado ha absorbido sus mismas creencias y rechazos. Tampoco le gustan los espejos, porque en él no se ve saludable y rejuvenecido sino siempre reseco, monstruoso y avejentado, cual Dorian Gray. A Harker le dice que es un tema de vanidad y de que «nadie encuentra iluminación en su propia mirada», pero en realidad lo que busca es evitar verse a sí mismo como en verdad es.
El humor en la serie es otro elemento que tener en cuenta, sobre todo ese wit tan apreciado por los británicos, ese ingenio o afilada agudeza mental. Drácula, especialmente, es aquí muy aficionado a hacer chistes y bromitas sobre sí mismo y su modo alternativo de hacer dieta: «Nunca bebo… vino». «La gente de aquí no tiene… sabor». «No hace falta que me enseñe usted nada, ya lo… absorberé yo». «Su presencia me ha fortalecido. Es usted… sangre fresca». «Parece usted… agotado». En otro tipo de ocurrencias está también: «¡Es usted un monstruo!». «Y usted abogado. Nadie es perfecto». Por su parte, la hermana Agatha tiene perlas como: «Los sueños son un refugio donde pecamos sin consecuencias. Créame, lo sé: algunas mañanas casi ni soy capaz de mirar a la hermana Rose a la cara». O «eres inglés y varón, una combinación de presuntuosidad sin comparación posible». O «¿por qué las fuerzas del mal querrían atacar un convento?». «Quizás es que son muy sensibles a las críticas». Por cierto: es una pena que ese convento lleno de monjas estaca en ristre, cual ejército de templarias con toca, no se haya desarrollado un poco más. Spinoff para ellas ya.
El segundo capítulo es una especie de bottle episode casi autocontenido, a bordo del Demeter, rumbo por mar a Inglaterra desde Rumania, que a veces más parece una mezcla de Diez negritos (de Agatha… Christie), partida de Cluedo y película de terror, y donde Drácula y la monja continúan su batalla intelectual. El resto de la tripulación y pasajeros son una excusa para que Gatiss y Moffat puedan estirar un poco las piernas a la hora de inventar personajes y víctimas propiciatorias: un marinero-polizón rumano, un capitán ruso o búlgaro, una pareja de la aristocracia británica y su empleado negro, una gran duquesa bávara, un cocinero barbudo, calvo y manco, un médico indio, con esposa e hija sordomuda, varios marineros más… Al principio parece que Drácula y Agatha están simplemente jugando al ajedrez tras haber llegado a puerto y contándonos lo que ya ha pasado, pero luego la vuelta de tuerca será que la hermana, habiendo sacrificado su sangre al conde como parte de la posibilidad del barco de sobrevivir, ha perdido un tanto el sentido de la realidad (como le pasó a Jonathan en el primer episodio), ya que en esta serie «el beso de un vampio es un opiáceo», y en realidad está en el camarote 9 alucinando, o soñando, esa partida mientras el viaje aún no ha acabado. En fin, el viaje pasa entre muertes y peligros, y cuando el barco llega a la vista del puerto de Whitby, Drácula acaba en el fondo del mar, de donde consigue salir caminando penosamente por el fondo. Cuando sale, lo reciben… un helicóptero, unas sirenas, unos coches de policía… y la hermana Agatha sin toca y de paisano.
What?
Pasamos el episodio 3, el que más divide a la gente entre «se les ha ido la olla» o «esta es una versión realmente original y disfrutable», con todos los tonos intermedios. Pues sí, resulta que Drácula, como en la novela original, ha logrado desembarcar en Inglaterra, solo que esta vez 123 años más tarde, en pleno siglo XXI. La hermana Agatha van Helsing es ahora la doctora Zoe Helsing, una descendiente suya, que trabaja en la Jonathan Harker Foundation, interpretada por la misma actriz. Escapándose con sus malas artes y bebiéndose a unas cuantas personas, Drácula enseguida aprende todo lo que necesita saber sobre este nuevo mundo (ya en el XIX estaba convencido de que la ciencia era el futuro, y le fastidió mucho no poder «absorber» los conocimientos del doctor Sharma a bordo del Demeter), incluyendo el saber usar una tableta con Skype. Una simple casa de clase trabajadora, con un curioso mueble blanco lleno de comida fresca, un carro automóvil sin caballos y una caja de imágenes móviles, lo tienen más fascinado que cualquier tesoro de reyes o emperadores. Al igual que Louis en Entrevista con el vampiro, Drácula aquí también usa la tecnología para poder ver el sol en la pantalla (aunque, si es capaz de vivir de día y con simplemente estar a la sombra le vale, ¿por qué necesita que le describan el sol?).
El caso es que Drácula y Zoe continúan el baile, más de un siglo después. Zoe tiene cáncer, y eso significa que ahora su sangre resultaría venenosa para Drácula, o al menos le hace vomitar, lo cual cambia la dinámica entre los dos. Ahora es ella quien quiere aprender de su sangre, usando modernos laboratorios, para ver cómo es posible que alguien pueda vivir 500 años, como él. A todo esto, el precio de que Van Helsing y su descendiente hayan ocupado tanto tiempo en pantalla es el perder a Mina, que es básicamente vista y no vista en toda la serie, y a quien Drácula desdeña como «insípida», quizá por irse al extremo contrario del «he cruzado océanos de tiempo» de Coppola. Pero tranquilos, que aún está por aparecer Lucy Westenra, convertida aquí en una joven negra de 22 años (las adaptaciones británicas siempre dan cabida a gente de otras razas en sus nuevas versiones), fiestera y moderna, que atrae las atenciones del conde. Colegas de ella son Quincy el millonario tejano, un joven doctor Jack Seward, que quiere hacer la especialidad de salud mental, y su mejor amigo gay. O sea, los mismos tres que en la novela. También aparece el propio Gatiss, en su cameo habitual, esta vez haciendo de Frank Renfield, el nuevo abogado de Drácula (recordemos que Harker estaba también a su servicio legal, aunque fuera hace siglo y cuarto), que viene ahora a defender esos famosos… ¿cómo era aquello que dijimos antes?… derechos suyos. Como se ve, todo esto es otro ejemplo del ya conocido efecto Gatiss-Moffat: elementos iguales que en el libro, a veces milimétricamente, pero a la vez con muchos cambios alrededor, y que, a su manera, acaban funcionando.
Los acontecimientos se van precipitando. Lucy, otra vez, es la fruta perfecta que busca Drácula, y ella se muestra fascinada también con sus tétricas historias de no-muertos y gente que pasa siglos rascando tapas de ataúd desde dentro. Al igual que había hecho con Agatha, el conde se va bebiendo a Lucy poco a poco, dos o tres minutos de cada vez, hasta que, inevitablemente, acaba matándola. Pero esta vez nadie viene a destruir su cadáver con estacas, sino a incinerarlo al son de Angels, de Robbie Williams, que desde hace un tiempo causa furor en los entierros británicos. Y por fin Zoe logra encontrar la clave sobre Drácula que ni él mismo conocía: el sol no le afecta, ni probablemente tampoco ninguna de las otras supersticiones que se han ido superponiendo una sobre otra durante cinco siglos sin ser nunca cuestionadas sino simplemente aceptadas como válidas. Lo que Drácula desea de verdad es poder morir, y ahora lo podrá conseguir gracias a la sangre de Zoe. Con lo cual acabamos en un final romántico, que quizá habríamos querido evitar con ese comienzo de que este Drácula es un monstruo otra vez. Quizá sea que al pasar mucho tiempo al lado del mal y estudiando el mal, a uno incluso le acaba dando pena. Y qué demonios, que a Drácula siempre se le coge cariño, en el fondo.
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