Así es como enuncia su primer disparo contra los rebeldes durante su primer encuentro bélico: «Maté a un hombre». Un largo camino, que lleva por subtítulo Memorias de un niño soldado, es uno de los grandes libros que ensordecen por su sencillez, como formulación literaria, y por su contundencia en los hechos narrados. Ishmael Beah nació en Sierra Leona y sobrevivió a todos los males, a los peores que el hombre ha podido crear: una diáspora escondiéndose en la selva siendo púber, apenas acompañado por otros jóvenes tan perdidos y hambrientos como él; ser niño soldado y convertirse en un tipo sanguinario, drogado; un violentísimo proceso de recuperación. Estas memorias están escritas desde cierta seguridad, tras años de vida en una población de Estados Unidos, donde encuentra refugio y familia.
La historia de supervivencia de Beah está relatada sin rencor. Ni siquiera apuntes nostálgicos aparecen en ningún momento. El estilo puede llegar a ser telegráfico y es esa simplicidad la que hace creíble la historia. La capacidad expresiva se reduce a lo esencial, porque la realidad no precisa de gestos fuera de lo común. La potencia ya está en la pesadilla, sin alardes, sin recursos de lenguaje. Nada hay más verosímil que un sí o un no, nada más atado al suelo que pisamos que mencionar nuestro primer asesinato soltando, sin amparo, maté a un hombre. De no ser porque se nos advierte en la biografía, no adivinaríamos que esta obra está narrada desde un hogar: podría tratarse de unas memorias dictadas en una celda. De hecho, la constante que recorre el texto es la imposibilidad de hallar refugio. El conflicto, y decir que la palabra conflicto es un eufemismo resulta, a su vez, un eufemismo, no cesa de perseguirle, y uno lee que ese mismo conflicto, esa misma guerra, ese sadismo, está presente en todas las vidas de los habitantes de Sierra Leona. Casi cualquier narración de cualquiera de las personas con las que se cruza o convive tendría idéntico interés, idéntica pegada, provocaría el mismo estremecimiento.
Y hablamos de uno de los mayores estremecimientos que podrá provocarnos ningún libro hasta ahora leído.
Hemos seguido al muchacho en un itinerario demoledor, en el que el miedo, que tampoco concede al autor una excusa para el lucimiento expresivo, es una constante. «Nuestra inocencia se había tornado en miedo y nos habíamos vuelto monstruos». Beah confiesa que no sabía lo que iba a hacer con su vida porque «tenía la sensación de estar empezando una y otra vez. Siempre estaba en movimiento (…) Sobrevivir era mi único objetivo en la vida». Al dejar de controlar su futuro, y su presente, se limita a aprender a sobrevivir. Hasta que se convierte en un drogado niño de la guerra, armado y se transforma en un loco violento, capaz de obligar a los vencidos a cavar su propia tumba bajo la lluvia, y enterrarlos vivos mientras fuma marihuana, después de apuñalarles las piernas mientras se ríe: «se quedaron quietos mirándonos con ojos tristes y pálidos. Forcejearon debajo del barro con todas sus fuerzas. Los oía gruñir debajo, luchando por respirar. Poco a poco se rindieron y nosotros nos alejamos».
Sabemos que su final, o al menos el final desde el que están escritas las memorias, es casi feliz, pero también sabemos que es privilegiado: son más los que quedaron enterrados, real y psicológicamente, en esos episodios, que los que salieron a flote. Acostumbrados a las novelas de iniciación, al Dickens de Oliver Twist y David Copperfield, este libro nos hará sentir que cualquier otro relato, cualquier otra ficción que trate el tema es una menudencia. Hay que ser valiente para leerlo y la recomendación para quien quiera sentirse vivo siempre será armarse de valor.
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Autor: Ishmael Beah. Traductora: Esther Roig. Título: Un largo camino: Memorias de un niño soldado. Editorial: Big Sur. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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