De camino al centro de la ciudad en el tranvía número 12, en la parada de Hessendenkmal, veo subir a una pareja de revisores que empieza a recorrer el vagón en el que me encuentro para comprobar que todos los viajeros disponen de su billete.
Fue una de las primeras cosas que, inevitablemente, me llamó la atención de esta ciudad: para utilizar el transporte público, ya se trate del tranvía, el metro o el autobús, normalmente no necesitas mostrar tu billete ni pasar por un torno. Simplemente compras tu boleto, te montas y ya.
La confianza que muestran en la honradez de los usuarios es digna de elogio. Se trata de un sistema que agiliza el tránsito de pasajeros y evita aglomeraciones y colas innecesarias. He de decir que, en los cinco meses que llevo aquí, tan sólo he tenido que mostrar mi abono unas tres o cuatro veces.
En cada vagón hay carteles que informan de que viajar sin un billete válido conlleva una multa de sesenta euros. Y lo hacen en varios idiomas, incluido el español, para que no haya la menor duda.
Obviamente, los revisores son implacables. Es la única manera de que este sistema funcione. A una amiga la multaron porque le había caducado el abono de transporte el día anterior. A otro tipo al que conozco no le perdonaron haberse pasado un par de paradas del área por la que le permitía circular su billete.
Cuando llega mi turno, muestro la tarjeta de transporte con aprensión. El revisor la comprueba con rapidez antes de desentenderse de mí y acercarse a un tipo que dormita en un asiento cercano. Lo llama, pero no responde. Le apoya una mano en el hombro para llamar su atención, pero eso tampoco funciona. ¿Se está haciendo el dormido? Creo que el revisor también lo piensa, ya que lo zarandea brevemente.
Se despierta, claro.
Le clava al revisor una mirada airada. Farfulla algunas protestas, pero el operario no se inmuta. Le exige el billete con diplomacia y media sonrisa. Su compañero acude y se coloca detras de él, lo bastante cerca como para dejar claro que apoyará a su colega si hay problemas.
El tipo no tiene billete, pero sabe que no tiene escapatoria. Protesta sin convicción, consciente de su destino.
El revisor cumple con su cometido y, con mucha educación, le dispensa la consabida multa. El dormilón va a tener que pagar sesenta eurazos por un viaje que no cuesta más que dos euros y pico. No puedo evitar ponerme a hacer cuentas: ¿cuántos viajes de gorra deberías dar para que, aún multándote, la picardía te salga a cuenta? Es un número demasiado alto como para considerarlo una apuesta segura. Aun así, me han llegado algunas historias de usuarios que se la juegan de forma habitual y llevan meses sin pagar el abono de transporte. Presumen de no haber sido multados nunca, pero dudo que sea verdad. También sé de otros que sólo pagan uno de cada tres trayectos. Es una manera absurda y bastante idiota de desafiar a la leyes de la probabilidad para ahorrarte un puñado de euros, pero allá ellos. Me gusta pensar que gracias al dinero recaudado por las multas a esos listillos se puede mantener un servicio de transporte público bastante cómodo y puntual.
Personalmente no me la juego. Prefiero pagar por mis viajes antes que verme con cara de idiota y sesenta euros menos en la cuenta corriente, como el tipo que, a un par de asientos de mi posición, mira por la ventanilla con el rostro enfurruñado. Parece que ya no tiene sueño.
*****
Bajo en la parada de Konstablerwache. En esta céntrica plaza confluyen muchas de las líneas de metro de la ciudad, por lo que es un buen punto de partida para ir a cualquier lugar.
A un lado y a otro de la plaza se pueden ver, como si tal cosa, grupos de chavales que charlan, ríen, beben o simplemente están allí sin hacer nada. He oído que en este lugar abunda el menudeo de droga y que si quieres unos gramos de algo sólo tienes que preguntar a alguno de estos chicos para que te guíen en la dirección correcta. Tengo el dato anotado en la recámara, listo para utilizarlo en mi nueva novela.
El indice de criminalidad de Frankfurt es uno de los más altos de Alemania, pero hay que tener en cuenta que se trata de un dato sesgado por varios motivos. Uno de ellos es la existencia de las narcosalas y el barrio rojo, que constituyen una fuente inagotable de conflictos y dan trabajo de sobra a la policía. Otro es el hecho de que Frankfurt dispone de uno de los aeropuertos más grandes del mundo. El trasiego de pasajeros y mercancía conlleva algunas incautaciones de droga que elevan la estadística a niveles estratosféricos.
Con todo, Frankfurt es una ciudad muy segura. El elevado índice de criminalidad resulta inapreciable, ni siquiera en el barrio de Bahnhofviertel. Los drogadictos que merodean las casas de consumo no suelen meterse con nadie, más allá de pedirte algunas monedas si pasas cerca de ellos. No es un lugar recomendable, pero tomo por ahí a menudo y nunca he tenido el menor encontronazo.
Esta seguridad es apreciable con sólo echar un vistazo a las ventanas de las casas, ya que es casi imposible encontrar rejas o barrotes. Hay plantas bajas tan accesibles de un simple salto que me cuesta concebir que nadie pueda estar tranquilo viviendo expuesto de esa manera, pero tengo entendido que es una práctica muy habitual en este país. Apenas se producen robos en las casas y son tan confiados que, cuando hace buen tiempo, es posible ver algunas ventanas abiertas en plena noche.
Tengo que introducir toda esta información en mi nueva novela, pero no tengo muy claro cómo hacerlo. No quiero atribuir a esta ciudad más delincuencia de la que tiene, para evitar inexactitudes y exageraciones que restarían credibilidad al relato. Una vez oí aquello de «no dejes que la realidad te estropee una buena ficción», pero no estoy de acuerdo con esa sentencia. En mi opinión, en el caso de la novela negra, la realidad proporciona conflictos y argumentos de sobra para rellenar varios miles de páginas. Sobra materia prima para crear escenarios e historias genuinamente oscuras respetando la verosimilitud, en ocasiones grotesca, que nos rodea. Es más fácil ignorar la realidad, claro, y acomodarla a nuestro relato, en lugar de hacerlo al contrario, lo que demuestra no sólo falta de imaginación, sino también pocas ganas de trabajar.
Pienso en ello mientras paseo por el barrio rojo y echo una ojeada a los escaparates de los burdeles que se asientan a mi alrededor. Me guste o no, un día de estos tendré que visitar alguno de ellos. No es que me haga ilusión, precisamente, pero sólo así conseguiré construir un relato fiel de este y reflejar todas las sombras que cobijan estos impresionantes rascacielos.
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