Lidia Caro Leal es muy de bares. Recrea con soltura esos microcosmos animados por su propia banda sonora compuesta de una cacofonía envolvente en la que el vocerío de la parroquia compite con la tele, las tragaperras y el molinillo de café. Son escenarios recurrentes en sus historias por los que deambula una fauna variopinta de currantes, desempleados, jubilatas, gentes de mal y peor vivir. Cuanto más marginados mejor. Nada de cafeterías pijas con posavasos, sino baretos de carretera o de barrio, con barras algo mugrientas, pincho tortilla, cerveza y cortado muy corto. Al fin y al cabo estos locales de recreo adulto son el mejor laboratorio para chequear la realidad. Y como joven periodista en activo, Caro Leal vive muy conectada a ella en una doble faceta: reportera literaria y escritora que ha despuntado con un par de títulos: la colección de relatos, Hijas de algo (Festiu, 2021) y su primera novela, Los años que no (Barrett, 2022) en la que se abre valientemente en canal para relatar las secuelas de una violación.
Volviendo a los bares, fue precisamente en uno de los más cutres de pinchos resecos y bollería fósil, situado entre Calamocha y Teruel, donde un cartelito que llamó su atención —«no entrar con una llama»— le inspiró el título de su segundo libro de relatos, No entrar con llamas (Altamarea, 2023). En su escritura suele utilizar los rótulos callejeros con intención informativa o argumentativa, y este aviso incongruente y mal redactado le vino de perlas para abrazar sus trece relatos —está claro que no es supersticiosa— en los que el fuego es protagonista: Sangre quemada, Combustión espontánea, Prohibido arrojar colillas, Donde hubo fuego… Correfoc. Abstenerse de hacer chistes fáciles sobre lo apropiado del tema para una nativa de la ciudad española donde se rinde culto lúdico a este elemento. El más despiadado y destructivo cuando se descontrola pero también el que más ha aportado al desarrollo de la civilización.
El fuego calienta, fríe y cuece, nos hace arder de pasión. Pero también quema y mata, sobre todo a través de su aliado inseparable, el humo. Vivir entre llamaradas sin inflamarse. Es lo que intentan los personajes que habitan estas trece historias. Materiales ignífugos y almas de amianto. El primero es la ceniza. «Soy sexo triste y los restos de una barbacoa. Soy la fuente de fósforo, potasio, calicio y boro que alimenta el jardín en donde se ha celebrado una fiesta. La amistad consumada, la carne quemada, las personas consumidas».
María es bombera y se alegra de no llevar el nombre de su abuela, Candelaria, por eso de evitar bromitas tontas. «Soy bombera para salvarme a mí. Si puedo bajar a un gato de la copa de un árbol, debería poder dejar de ir a la farmacia a por ansiolíticos». La protagonista de El tiempo no hace milagros trabaja en una gasolinera y se ha acostumbrado al olor del combustible. «Si tirase una colilla, podría hacer que todo prendiera hasta purificarse». Luego, encuentra trabajo en un súper, a un antiguo compañero de la universidad que la ama y tienen gemelas. «Las lágrimas de los niños son dejarse las llaves de casa puestas por dentro, que follar se convierta en amor, que los yogures caducados no desarrollen hongos. Que Hacienda te devuelva. Es un llanto sin explicación».
Cierra el círculo en una pensión de Madrid, ciudad que describe como «un decorado de cartón piedra de trabajo y alquileres caros, con viandantes que sorbe café en vasos de cartón corrugado». Y cómo no, la atracción irresistible por esos espacios que en la ciudad de los gatos se multiplican en cada esquina. «Los mejores bares son los peores bares. Antros con marcas de bayeta sobre la barra de aluminio, que sostiene una vitrina amarillenta, que acoge un único croasán seco que pide una señora de mediana edad con uniforme de limpiadora y que moja, más bien bautiza, en un café clarito en vaso de Mahou que podría haber estado en el primer bar de este texto».
Mientras escribe Caro Leal no piensa en un potencial lector modelo. Ni siquiera le da muchas vueltas, asegura, salta sobre las palabras encendidas como si fueran hogueras en una noche de San Juan: «Si lo piensas mucho, te quemas», afirma. Tal vez por eso no lo pone fácil. Se niega a complacer las expectativas convencionales, a seducir con ingeniosos artefactos o morbosos argumentos. Cazadora de ojos hambrientos, se lanza a las calles para captar instantáneas de lo que ocurre a su alrededor, tanto sucesos reales como imaginarios, o una mezcla de los unos y los otros, y en la fase de revelado bajo la luz roja del laboratorio les inyecta su propio halo. Invita al lector a descubrir que existe mil y una manera de contar la misma historia. Habla de la precariedad laboral, de los diferentes lenguajes del amor, de cuando al borde de los treinta tus amigas no quieren ir a las mismas discotecas que tú. Sus relatos me recuerdan los trabajos de trencadís, esos mosaicos hechos de fragmentos irregulares de azulejos que componen un puzle de colores y formas, armonioso en su diversidad. Unos saltan más a la vista que otros pero en general se llevan bien entre ellos. La hibridación, el mestizaje la caracterizan. Entre urbanita radical hecha a patear bares y discotecas y habitante de las huertas de la Albufera, medio niña marisabidilla, medio anciana que se las sabe todas y las ve venir desde lejos.
Crecida literariamente bajo la tutela de Bárbara Blasco y Kike Parra, amén del poso que aportan múltiples y ávidas lecturas, Caro Leal reconoce el influjo de Roald Dahl en su prosa y admira a Jon Bilbao y Eloy Tizón, por lo que debe estar feliz de que su colección de relatos coincida en algunas librerías con el que su ídolo acaba de publicar, Plegaria para pirómanos, donde arde el fuego creativo. Se le nota la buena crianza en las letras y una firme determinación por encontrar su propia voz que aflora en estos relatos fácilmente inflamables que a veces caldean e iluminan, y otras producen cierta quemazón.
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Autora: Lidia Caro Leal. Título: No entrar con llamas. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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