El ocaso del expresionismo alemán coincidió con el de la pantalla silente. Andando los años 30 de la centuria pasada, el incipiente cine sonoro fue un arte mayor por primera vez con el realismo poético francés, claro precedente del neorrealismo italiano de posguerra. El repertorio arranca con Bajo los techos de París, estrenada por René Clair en 1930, y constituye el conjunto más extraordinario y fascinante de la pantalla de su tiempo.
Ya mediada la década, el pesimismo se tornó un ingenuo optimismo surgido del sentir cooperativo que acompañó al ascenso del Frente Popular, liderado por Léon Blum, en títulos como L’Atalante (Jean Vigo, 1934), Le Belle Équipe (Julien Duvivier, 1936) o El crimen de Monsieur Lange (Jean Renoir, 1936)… Y finalmente, el realismo poético volvió a sus sombríos planteamientos del origen para gravitar en el melancólico fatalismo de las obras maestras del gran Marcel Carné —Muelle de las brumas (1938), Hôtel du Nord (1938) Le jour se léve (1939)—, claro presagio de la Segunda Guerra Mundial.
Siempre protagonizadas por personajes marginales —prófugos, hampones, vagabundos— su poesía era esa fatalidad a la que estaban abocados de forma inexorable. Cintas, todas ellas, de arte mayor, casi siempre estaban protagonizadas por Jean Gabin y Michèle Morgan, la pareja canónica del realismo poético. Sólo Hollywood conseguía ir a la zaga de toda esa excelencia que se producía en la pantalla del país vecino. Hasta que la guerra, que parecían augurar sus secuencias, fue a poner fin a todo.
Tuvo el realismo poético su Rimbaud en Jean Vigo, uno de los grandes líricos del tomavistas. Pero también tuvo su Chopin. Y ese fue Maurice Jaubert, uno de los primeros músicos europeos de la pantalla, el compositor por antonomasia de la banda sonora del realismo poético. Tan dotado para la creación musical como el pianista polaco, su brillante carrera se vio truncada por su prematura muerte. Chopin tenía treinta y nueve años cuando se extinguió en París a consecuencia de la tuberculosis, como mandaba el ideal romántico; Jaubert, apenas cuarenta cuando murió, como mandaba un ideal aún más romántico: defendiendo su país de la invasión alemana, con las armas en la mano. Sí señor, el capitán Maurice Jaubert, que en la pantalla había puesto el acompañamiento musical a la peripecia de Jean —el desertor incorporado por Gabin que protagonizaba Muelle de las brumas— murió por fuego enemigo en las inmediaciones de Baccarat (Lorena). Luchaba por Francia contra los nazis, al frente de la compañía que comandaba. Hoy Francia le honra como al resto de sus héroes: da su nombre a colegios y pone placas conmemorativas en aquellos que fueron sus lugares.
Pero Jaubert murió sin llegar a poder escuchar sus dos últimas composiciones —Saisi y Tres salmos para tiempo de guerra—, escritas en el frente. Y, con toda probabilidad, Francia se vio privada de un compositor que pudo rayar tan alto como Maurice Ravel, testigo de la boda de Jaubert con la soprano Marthe Bréga y su mentor en algunos aspectos.
Hombre de vida breve, y por lo tanto maldito, su obra es numerosa pese a verse truncada en la plenitud de su talento creativo: más de una treintena de piezas para concierto, tres partituras para la escena, y otra treintena de bandas sonoras… A decir de la crítica musical, Jaubert es uno de los artífices del desarrollo de la música en el país vecino, junto a Arthur Honegger, con quien también colaboró en la pantalla.
A la vista de los seis años, a los que compuso su primera pieza Ennio Morricone, o esas trece primaveras, que apenas contaba Nino Rota cuando escribió su primera música para la escena lírica —El príncipe porquero (1926)—, se diría que la precocidad es inherente al compositor. Puede que Jaubert no lo fuera tanto como alguno de sus colegas y predecesores, que en ocasiones llegaron a igualar en virtuosismo temprano al mismísimo Mozart, pero la historia nos dice que el francés, tras haber adquirido algunas nociones de armonía y contrapunto, sólo tenía dieciséis años cuando obtuvo el primer premio de piano en el conservatorio de esa Niza que le vio nacer en 1900.
Ya en París, en 1923, licenciado en letras y doctorado en derecho por La Sorbona, habiendo cumplido con sus obligaciones militares, fue el abogado más joven de Francia. Pero su verdadera vocación seguía siendo la música. Tras terminar de formarse con Albert Groz, Jaubert escuchó sus primeros aplausos como autor de piezas para piano y música de cámara. En 1925 se estrenó en la composición para la escena con una adaptación de El mágico prodigioso (1637), por cierto, de Calderón de la Barca. No mucho después, también junto a sus amigos Ravel y Honegger, ya era considerado uno de los renovadores de la escena musical francesa.
El cine se cruzó en su camino en 1926, ¡con Jean Renoir ni más ni menos!, quien le encargó la música que acompañaba en las salas la proyección de Nana, el primer gran éxito del cineasta. A partir de entonces, Jaubert comenzó a interesarse más por la pantalla que por las salas de conciertos. Puede que ése fuera el motivo de que su música se tornara más popular. Pero también puede que lo fuera la creciente inclinación política del compositor.
Ya andando en el sonoro, tras algunos trabajos en Alemania, colabora con el gran Jean Vigo en Cero en conducta (1932). La cinta resulta ser la más bella exaltación de una revuelta colegial. Pero, como el buen entendedor percibe, tras esa rebelión en el internado, bellamente acompañada por la música de Jaubert, se invita a la subversión a todos los niveles. Ni que decir tiene que Cero en conducta se retira de la circulación tras sus primeras proyecciones. Permanecerá prohibida hasta 1945, cuando ya hayan muerto Jaubert y Vigo.
Pero antes de que se los lleve la Parca, en 1934, el músico y el realizador vuelven a trabajar juntos en L’Atalante. La película, a la que sólo el tiempo hará justicia otorgándole ese lugar que merece entre las mejores de toda la historia del cine, se estrena con Vigo recién fallecido y es brutalmente mutilada por sus productores, con lo que también lo será la música de Jaubert. Cabe por tanto registrar ciertas analogías entre las suertes de Orson Welles y Bernard Hermann en El cuarto mandamiento (1942) y las de Vigo y Jaubert en L’Atalante.
Y aún peor, la injuria que se perpetra a Jaubert es todavía más sangrante. Cuando la distribuidora se asusta ante el fracaso económico de la película, arrambla con el montaje que tuvo tiempo de supervisar Vigo, encarga uno nuevo a uno de sus empleados y reestrena L’Atalante con el título de Le chaland qui passe, una canción de C. A. Bixio y A. de Badet que hacía furor en el país. Aquel fue un periodo esplendoroso de la canción francesa.
Ciertamente, L’Atalante está ambientada en una de esas barcazas que surcan el Sena. Pero también es seguro que a Jaubert no debió de hacerle mucha gracia que dieran a la película el título de una pieza que él no había escrito. Para mayor agravio, fue incluida en una secuencia en que Juliette (Dita Parlo), despechada con Jean (Jean Dasté), abandona L’Atalante —como se llama la barcaza en la que habitan junto al patrón, Jules (Michel Simon)— y se pierde por París hasta dar con un salón fabuloso donde pueden escucharse las canciones de moda mediante distintos auriculares.
Es probable que Jaubert, como el gran Vigo, fuera más poético que realista. Lo que sí es cierto es que casi simultáneamente a su colaboración con Vigo, Jaubert inicia otra con René Clair, quien en aquel momento y solo en los albores del realismo poético, es uno de los realizadores que pueden adscribirse a esta estética. Para Clair escribirá el score de Catorce de julio (1933). Ambientada en la fiesta nacional gala, ni que decir tiene la raigambre popular de las melodías que concibe para ella.
Tras una nueva colaboración con Clair en El último millonario (1934), ya convertido en el músico por antonomasia de la pantalla francesa, con incursiones en la alemana y la inglesa y sin que ello le impida escribir canciones tan populares como Chanson de la sirene rousse, Chanson du pilote o J’ adore humblement les actes du Trés-Haut, llega Un carnet de bal (1937). Es ésta una delicia de Duvivier que gira en torno a la evocación de la suerte de los distintos pretendientes, cuyos nombres figuran en un antiguo carné de baile que encuentra al cabo de las décadas una mujer. Las posibilidades que el asunto ofrece a sus distintas melodías son sobresalientes.
Al igual que tantos otros integrantes de la plana mayor del realismo poético, Jaubert es un hombre comprometido con el Frente Popular francés y firma cuantos manifiestos son menester a favor de su homólogo español. En efecto, es todo un antifascista que incluso le dedica composiciones a Rafael Alberti. Pero la música y el cine están por encima de esa abominación a la que llamamos política, que en aquellos días se disponía a poner en marcha el mayor baño de sangre que registra la historia de la humanidad. En cualquier caso, no compete a estas líneas.
Lo que aquí concierne es aplaudir debidamente el trabajo de Jaubert en Drôle de drame (1937), una insólita comedia de Marcel Carné, dada su ambientación en el Londres victoriano. La simbiosis entre el músico y el cineasta se vuelve sublime a partir de Muelle de las brumas. Alcanzada la perfección, se prolongará en Hôtel du Nord y Le jour se léve. Son estos los tres filmes que integran la trilogía presidencial del realismo poético, y Jaubert, como nadie duda, es una de sus piezas fundamentales. Algo así como los guiones de Jacques Prévert o los bailongos parisinos. Las de Carné son tres cintas, conmovedoras y hermosas, cuyo pesimismo presagia la inminente carnicería que se cierne sobre Europa y Asia. Como L’Atalante, cuentan entre lo mejor de la historia del cine. El realismo poético no hubiera sido igual sin las partituras del maestro.
Declarada la guerra, el compositor es movilizado en septiembre del 39. A diferencia de tantos otros cineastas de compromiso algo más tibio —Clair y Renoir se exilian en Estados Unidos—, el capitán Jaubert responde a la llamada de la patria con entusiasmo. Tras su muerte, su viuda dio a conocer las cartas que el músico le envió desde el frente. En ellas da cuenta de un afán de servicio inquebrantable, hasta que fue ametrallado en una ofensiva del ejército alemán. Aunque su música fue silenciada por los naranjeros del enemigo, habría de ejercer una gran influencia en el cine francés venidero. Otro gran compositor de esta pantalla, Georges Delerue, dirigió las partituras de Jaubert en varias grabaciones y conciertos.
Al cabo de los años, los scores que quedaron inéditos cuando fue abatido fueron utilizados por François Truffaut en Diario íntimo de Adela H. (1975) y La habitación verde (1978). Sí señor, el gran Truffaut, que cuando era el azote de Cahiers du Cinéma se ensañó en sus críticas con Carné —hasta el punto de que al cabo de los años le pidió perdón y reconoció su maestría públicamente— también fue a rectificar sus improperios contra su gran predecesor, recuperando los scores inéditos de su músico. Bien está lo que bien acaba. Honor y gloria a todos ellos.
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