La odisea de Max Estrella por la noche de Madrid nada tiene que envidiar a la de Ulises en el Mediterráneo o a la de Leopold Bloom por las calles de Dublín. El periplo de Luces de Bohemia va de un calabozo al despacho de un ministro, de una taberna al cementerio, pasando por la redacción de un periódico.
Han recibido efusivos elogios las acotaciones literarias con las que Valle-Inclán ilustra los diferentes escenarios del drama. La que detalla la ambientación de la escena VII es probablemente el mejor retrato de un periódico español.
“La Redacción de El Popular: Sala baja con piso de baldosas: En el centro una mesa larga y negra, rodeada de sillas vacías, que marcan los puestos, ante roídas carpetas y rimeros de cuartillas que destacan su blancura en el círculo luminoso y verdoso de una lámpara con enagüillas. Al extremo fuma y escribe un hombre calvo, el eterno redactor de perfil triste, el gabán con flecos, los dedos de gancho y las uñas entintadas. El hombre lógico y mítico enciende el cigarro apagado. Se abre la mampara y el grillo de un timbre rasga el silencio. Asoma el CONSERJE, vejete renegado, bigotudo, tripón, parejo de aquellos bizarros coroneles que en las procesiones se caen del caballo. Un enorme parecido que extravaga”.
En esta redacción —que, con su verde mampara batiente, “proyecta un recuerdo de garitos y naipes”—, don Filiberto, el redactor, recibe al cotarro modernista que va a denunciar el atropello policial contra su ídolo Max Estrella. “El periodista calvo levanta los anteojos a la frente, requiere el cigarro y se da importancia”, según el relato de Valle.
—“¡Caballeros y hombres buenos, adelante! ¿Ustedes me dirán lo que desean de mí y del Journal?”
La grey le informa del atropello sufrido por el maestro Max. El periodista intenta buscar rápido una justificación.
—“¡Válgame un santo de palo! ¿Nuestro gran poeta estaría curda?
Inmediatamente, con la falsa empatía que acostumbra a rezumar todo periodista que se precie, se suma a la causa y utiliza al malvado director como excusa:
—“Max Estrella también es amigo nuestro. ¡Válgame un santo de palo! El señor Director, cuando a esta hora falta, ya no viene… Ustedes conocen cómo se hace un periódico ¡El director es siempre un tirano!… Yo, sin consultarle, no me decido a recoger en nuestras columnas la protesta de ustedes. Desconozco la política del periódico con la Dirección de Seguridad… Y el relato de ustedes, francamente, me parece un poco exagerado”.
En esta escena VII, que transcurre en la redacción, don Filiberto recrea a la concurrencia con su estrambótica definición de periodismo:
—“El periodista es el plumífero parlamentario. El Congreso es una gran redacción, y cada redacción es un pequeño Congreso. El periodismo es travesura, lo mismo que la política. Son el mismo círculo en diferentes espacios, Teosóficamente podría explicárselo a ustedes, si estuvieran ustedes iniciados en la noble Doctrina del Karma.”
El redactor Filiberto hace alarde de lengua afilada, agilidad para el ingenio en las conversaciones chisposas, que define como “las justas del periodismo”.
Todo es agudeza y gracejo hasta que la turba modernista define a Alfonso XIII como el primer humorista de España, que ha batido todos los récords de comicidad al nombrar presidente del consejo de ministros a Manuel García Prieto. Hasta ahí podíamos llegar. Han tocado la fibra sensible del periodista, que se cree en la obligación de defender la línea editorial de quien le paga:
—“Aquí, joven amigo, no se pueden proferir esas blasfemias. Nuestro periódico sale inspirado por Don Manuel García Prieto. Reconozco que no es un hombre brillante, que no es un orador, pero es un político serio”.
Filiberto estalla en indignación cuando uno de los maleducados modernistas se sienta en el sillón del director y pone sobre la mesa sus sucias y raídas botas. Recrimina los pocos refinados hábitos de los exaltados:
—“Para ustedes en nuestra tierra no hay nada grande, nada digno de admiración. ¡Les compadezco! ¡Son ustedes bien desgraciados! ¡Ustedes no sienten la patria!”
Zanjadas las bromas, vuelve a interesarse por el encarcelamiento de Mala Estrella. El periodista no puede evitar el juego de palabras con un nombre tan propicio a la chanza. Es un recurso habitual de los chicos de la prensa pedir favores a antiguos compañeros que se han pasado a lo que hoy llamamos gabinetes de comunicación. Telefonea a la Secretaría Particular del Ministro, en la que trabaja “un muchacho que hizo aquí tribunales”. El antiguo periodista, no sabemos a cambio de qué, le hace el favor. Filiberto se lo trasmite a los jóvenes airados y se deshace de ellos:
—“Ya está transmitida la orden de poner en libertad a nuestro amigo Estrella. Aconséjenle ustedes que no beba. Puede hacer mucho más de lo que hace. Y ahora váyanse y déjenme trabajar. Tengo que hacerme solo todo el periódico.”
La relación de Max Estrella con los periodistas nunca ha sido buena. Cuando su paciente compañero de correrías, Don Latino, le pide que aspire a un sillón de la academia, Max se queja:
—“Esa prensa miserable me boicotea. Odian mi rebeldía y odian mi talento… ¡El Buey Apis me despide como a un criado!”
No es para menos. Max, quien debiera ser patrono de todos los colaboradores de prensa, se ha quedado sin la miseria que le pagaban por sus artículos y se queja amargamente a su mujer:
—“Collet, mal vamos a vernos sin esas cuatro crónicas. ¿Dónde gano yo veinte duros, Collet?”
La esposa le consuela repitiendo una y otra vez que “otra puerta se abrirá”.
—“¿En qué redacción me admiten ciego?”, se queja después de que su mujer le lea la carta de la revista Buey Apis, prescindiendo de su colaboración
Max Estrella, a punto de expirar, recuerda lo que le dijo el paria catalán la noche antes de ser ejecutado: “¿Qué dirá mañana esa canalla de los periódicos?”. Es la curiosidad insatisfecha del moribundo, que ya lo sabe todo excepto qué escribirá sobre él esa canalla. Como bien sabe don Latino, al final, todos nos ponemos estupendos. Sobre todo los periodistas.
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