Arturo Pérez-Reverte es conocido principalmente por sus novelas y sus artículos dominicales en XL Semanal, tras su trabajo periodístico anterior en prensa, televisión y radio, pero desde hace décadas hace incursiones también ocasionalmente en otros campos, como los del cine (venta de derechos aparte, tiene un Goya por el guion de su propia novela El maestro de esgrima y otra nominación por la letra de la canción Gitano), el podcast (Bienvenido a la vida peligrosa) y también el cómic. En 1986, anterior a toda su producción novelística, escribió el guion de Alias «Ruinas», historia que apareció en El Víbora, y varios de sus relatos han sido adaptados a las viñetas, como por ejemplo los dos primeros libros de Alatriste por Joan Mundet, o La sombra del águila por Rubén del Rincón.
Precisamente Del Rincón, que ya colaboró con Pérez-Reverte también en el cómic ¡Viva la Pepa!, publicado en XL Semanal con motivo del bicentenario de la Constitución de 1812, es el dibujante del volumen que nos ocupa hoy, Max: les années 20. Junto a Salva Rubio, responsable del guion, es el autor de esta «precuela» sobre la vida de Max Costa, el protagonista de la novela de Pérez-Reverte El tango de la Guardia Vieja. El álbum de momento está disponible solamente en francés, publicado por Editions du Long Bec, por las razones que el propio Rubio ya nos contó anteriormente en Zenda, pero aparecerá en español en 2019.
Nacido con el siglo XX, hijo de un asturiano «migrante» (como lo querrían llamar ahora: mis tíos abuelos, como el padre de Max, serían «emigrantes») de múltiples idas y vueltas entre el viejo mundo y el nuevo, sabemos de Max por la novela original que en los años 20 era bailarín mundano en transatlánticos de lujo, en los 30 se buscaba la vida entre varios países europeos por una Europa bélica y violenta, y en los 60, ya con la vejez encima, vive como apacible chófer en la Costa Azul francesa. Rubio y Rubén, como aparecen acreditados en la portada de la obra, nos cuentan sus años anteriores a todo eso. En 1928 Max está disfutando de la oscuridad marina, encaramado a la proa de un crucero durante su rato de descanso, reflexionando que «la noche es pérfida, porque revive los recuerdos», hasta que una clienta viene a buscarlo, no para hacer pareja en un tango, un fox-trot o un boston, sino para «un baile de otro tipo, para el que usted está, al parecer, también bien dotado». «Vuestros deseos son órdenes», responde Max, mientras su mano se dirige al escote de la dama y sus labios al cuello. Ciertamente, este es el Max que conocíamos hasta ahora.
Flashback a 1921. Max está de nuevo (o estaba ya de aquella) en la cama de una mujer, de vestido caro, collar de gruesas perlas y larga boquilla para sus cigarrillos. El que siete años después será un seductor bailarín seguro de sí mismo es por ahora un simple botones jovenzuelo, moreno y largirucho en el hotel Ritz de Barcelona, que con sus atenciones extra a la clientela femenina se saca una paga extra, con la complicidad de su compañero de empleo, Mir, un chaval del Poble Sec. Al tiempo, ambos intentan ocultar estas actividades extracurriculares al severo director del hotel, don Arturo, y a la novieta que el propio Max tiene, la criada Nela, hija de Valentin Fokine, alias «El Francés», antiguo bailarín que dice haber trabajado con los ballets rusos de Diaguilev en París, y que ahora, tras haber perdido una pierna, es el mentor de Max en un tipo de danza muy diferente: los sábados por la noche, Max baila en los tugurios del Barrio Chino haciendo pareja con una pasional morenaza apodada «La Sevillana».
Y estos son los planes de Max y Valentin por ahora: intentar hacerse un nombre entre los locales nocturnos barceloneses, ganándose la vida entreteniendo a los demás. Sin embargo, Ferrán Fontana, «hijo único del más grande mafioso de Barcelona», tiene otros designios para él. Colocado Max como está en esa posición tan de protagonista revertiano, con acceso tanto a los bajos fondos como a un mundo más pudiente, al que en realidad no pertenece, pero con el que se puede codear, se le presenta la tentación de hacer trabajitos extra, del tipo de ayudar a aligerar a los clientes del hotel de una parte de sus posesiones terrenales. De resultas de las decisiones de Max, de cómo vayan los trabajitos y de alguna que otra puñalada trapera de submundo marginal, nuestro joven protagonista acabará yendo a parar a un lugar muy diferente: la legión española en el norte de África, justo en el momento en el que se está fraguando uno de los mayores desastres a los que se habrá de enfrentar en su historia. A pesar de la dureza del nuevo ambiente, Max encuentra allí un nuevo mentor veterano, mencionado en la novela original, el cabo segundo Boris Dolgoruki-Bragation, de origen polaco, que enseñará a Max a disparar, a poner alto el mentón y a lucir corbata y frac como nadie en los burdeles de Tánger. Después de un tiempo allí, mezcla de fascinante e infernal, llega la hora de volver a Barcelona, con la piel ya no intacta, sin oficio ni beneficio, y con solo la intrigante llegada a su vida de una tal Boske en una fría noche mediterránea junto al puerto. Continuará todo en la segunda parte, que tras esta primera, llamada El silencio tras el tango, se titulará Fox-trot sobre una tumba.
En comparación con el personaje de Pérez-Reverte, el Max de Rubio y Rubén habla en primera persona, ampliando información sobre otros personajes o expresando sus pensamientos cuando la acción le da un respiro. «Noche tras noche, solo podemos recordar, con la esperanza de que un día nuestra memoria olvide». «¿Por qué soy incapaz de apreciar lo que poseo y que, al decir de todos, es tan difícil de obtener?». «Pena y dolor: aparentemente, era lo único que tenía que ofrecer a las personas que amaba». A ratos, la figura de Max alcanza durante el álbum tonos de superhéroe: se encarama a la proa del barco como Di Caprio en Titanic, se sube a lo más alto de la Sagrada Familia cual Batman oteando sobre Gotham, y escala a ciegas por las fachadas de los hoteles de Barcelona como un Daredevil o un Fantomas. Sus superpoderes son su agilidad felina y la fluidez de sus movimientos, y con ellos logra sobrevivir en las sombras, conseguir atención femenina y enfrentarse a villanos y malhechores. Sin embargo, Max tampoco es que sea un benefactor altruista a lo Bruce Wayne: la Barcelona de los años 20 aparece retratada como un lugar tan peligroso como Londres, Marsella o Shanghai. Abigarrada, sanguinaria y mezcla de culturas, está además amenazada por un momento histórico y político particularmente violento, en medio de atentados anarquistas y policías represores. Max no se mete en nada de esto: «Para mí, eran todos unos hijos de puta».
Rubio dice de Rubén que «es simplemente el dibujante que más talento tiene para el movimiento, la fluidez, la elasticidad; y casi sin esfuerzo, lo que siempre es marca de talento, su línea se hace móvil, larga, controlada y líquida». Ese es sin duda el sello de sus viñetas, ayudadas aquí por la moda de la época, que a menudo prefería prendas holgadas, con pantalones anchos, chaquetones, gorras, pañuelos y otras formas de convertir la forma humana original en algo moldeable a base de pliegues y arrugas, como si antes que dibujo hubieran sido esculturas en arcilla. Los rostros son duros y de facciones contundentes. El propio Max es de ceja gruesa, mentón a lo Kirk Douglas y nariz con personalidad.
En definitiva, Max es un añadido muy interesante al canon novelístico de Arturo Pérez-Reverte, que además puede completarse con las once páginas publicadas en el XL Semanal número 1605, publicado el 29 de julio de 2018, en el que los mismos autores nos muestran los peligrosos momentos anteriores a que Max Costa se subiera al transatlántico Cap Polonio, donde conocerá a la mujer que marcará su vida posterior, quizá tanto desde la distancia como desde la presencia: Mecha Inzunza.
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