En la última jornada del I Congreso internacional de escritores de Puerto Rico se fue la luz. La noche anterior un apagón dejó sin electricidad a buena parte de la isla. El corte de suministro se produjo en medio de la intervención de la escritora puertorriqueña —nacida en Cuba— Mayra Montero. La autora de El caballero de San Petersburgo no se amilanó y prosiguió con su discurso a capela —algo que tiene más mérito aún por la reciente intervención en las cuerdas vocales de la que todavía se estaba recuperando—, iluminada por las linternas de los teléfonos móviles de las personas que llenaban el Centro de bellas artes de Caguas. La periodista de El Nuevo Día no da un paso atrás ni en las peores circunstancias. Ganadora del Premio Sonrisa Vertical con Púrpura profundo, Montero publicó en 2019 su última novela, La mitad de la noche, un relato con un principio intenso, asfixiante, desgarrador y memorable.
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—En los últimos años, Puerto Rico ha vivido una quiebra económica, un huracán que destrozó las infraestructuras del país, y luego vino la pandemia. ¿Cómo ha vivido el confinamiento el mundo de la cultura?
—Esto nos ha afectado mucho a nivel cultural, aunque quizás los escritores lo hayamos padecido menos porque el nuestro es un trabajo confinado, de aislamiento, aun con la salvedad de que yo perdí a dos familiares muy queridos en España por la pandemia, y que también me dolió mucho la muerte por COVID de Luis Sepúlveda, uno de los primeros fallecidos por esta enfermedad en Asturias. La realidad es que para los autores yo no siento que haya sido terrible. Yo no me siento fiestera ni ando chinchorreando.
—¿Chinchorreando?
—Aquí la gente ha inventado un verbo que se llama «chinchorrear»: salir de ruta por la isla parando en los chinchorros —pequeños locales donde se vende comida y bebida— para tomar una fritura, una cerveza, conversar… Van en moto o en carro. Yo no chinchorreo. Debe de ser la edad. No me llama la atención. (ríe). Durante el confinamiento sí que eché de menos el diario porque yo iba a grabar el pódcast allí. Entonces el periódico cerró y tuve que hacerlo en mi casa, como el resto de la redacción de El Nuevo Día. Yo soy de la junta editorial y nos divertíamos mucho en las reuniones, y todo eso desapareció. A partir de ese momento mucha gente ha seguido trabajando online. Pero los que realmente más sufrieron el parón fueron los teatros, la industria musical. Se suspendieron muchos conciertos, que es una fuente muy importante de ingresos para el país.
—¿Va a dejar un poso la pandemia en la escritura? ¿Los autores van a dirigirse a ambientes más opresivos, hacia relatos distópicos?
—Si hablo por mí, no. La pandemia para mí no cambia nada. El aislamiento, el confinamiento, el toque de queda, para mí eran problemas operativos, yo no tuve un trastorno grande. Yo había vivido un momento trágico hace nueve años, cuando murió mi marido. Entonces sí que caí en un bache: llevaba muy avanzada una novela cuando él murió y tuve un paréntesis creativo. Seguí con el periódico, que es mi asidero. Hace once años tuve también un linfoma, un cáncer —muy avanzado— que me obligó a una quimioterapia de caballo porque yo estaba en estadio cuatro. Yo seguí escribiendo; iba con el suero por la finca… Pero lo de mi marido sí que me afectó: estuve tres años perdida. Pero lo de la pandemia no. Yo creo que después de pasar por lo de él —llevábamos treinta años casados— estaba preparada para el huracán, para el confinamiento. Recuerdo el libro de Fernando Savater La peor parte: Memorias de amor (Ariel, 2019), en el que habla de la muerte de su mujer Sara Torres, que él decía al principio de la obra que estaba hecho un niño pequeño: lo único que hacía era dormir, comer y llorar. Hace poco él ha escrito una columna muy bonita sobre el cine que veía con su esposa. Yo me siento muy identificada con todo eso. Después de la muerte de mi pareja yo sentía que nada peor me podía ocurrir después de haber pasado por esa experiencia. Recuerdo que él estaba muy enfermo, tenía cáncer. Sabía que iba a morir pronto. Yo le propuse ir a España en las vacaciones de Navidad. Al principio dijo que no, pero luego me llamó al periódico para que fuésemos a comprar los pasajes. Él no pensaba que iba a morir en ese viaje, pero quería despedirse de sus hermanos, de su familia en hermanos. Fue un vuelo terrible: se desmayó en el avión. A los dos días, pasamos bien la Nochebuena, aunque él estaba agotado. A la mañana siguiente, el día de Navidad, lo hospitalizamos y murió el cinco de enero. Cuando tú pasas por un trauma de esa naturaleza —como le ocurrió a Rosa Montero y a Fernando Savater— todo lo demás se convierte en circunstancial. Yo no le quiero quitar importancia a esto, al COVID, al dolor que ha causado la pandemia y las muertes terribles en todo el mundo, pero a los efectos prácticos para mí no significó tanto: yo seguía en mi casa escribiendo todos los días, hice hasta un diario, pero luego me aburrí porque la pandemia seguía y yo ya no tenía qué decir de ese tema (ríe).
—¿Cómo es la convivencia entre el español y el inglés en Puerto Rico?
—Yo creo que es bastante saludable. Hay mucha gente que no habla inglés; yo misma lo hablo muy mal. Siento a veces un poco de complejo. Yo me eduqué en México y Cuba, y aquí, en Puerto Rico, una buena parte ha viajado a Estados Unidos por motivos académicos, y los que han realizado sus estudios en escuelas públicas dieron materias en inglés. Hay una división, porque los que han estudiado en escuelas públicas lo han hecho solo en español, aunque en las nuevas generaciones la influencia de la música ha cambiado su uso. Hay tres generaciones de personas que no hablan inglés, incluso políticos afines a la estadidad —el movimiento que persigue la plena integración como un estado más en USA—, de los que la gente se burla cuando comienzan a hablar en ese idioma y meten la pata, no saben conjugar los verbos… No tienen obligación de hacerlo bien, pero si tú estás abogando por ser parte de los Estados Unidos lo mínimo es que hables bien su idioma.
—¿Qué dificultades encuentra un escritor puertorriqueño que escribe en español a la hora de la publicación y difusión de sus obras?
—Es muy difícil. Ya no hay librerías. Solo está la de Norberto González, sobreviviendo a trancas y barrancas. Queda una Ponce. Pero incluso antes de que fueran cerrando las últimas, la gente ya compraba mucho por Amazon. Las librerías han ido languideciendo por imperativo de la tecnología. También han aparecido los audiolibros. Yo tengo alguno de los míos en ese formato, pero te confieso que todavía no he escuchado ninguna novela. Pero yo también decía que no iba a leer nada en Kindle y sí que lo he hecho, porque hay libros que no consigues de otra forma. Aquí hay algunas editoriales —pequeñas—, pero el catálogo de las mexicanas y españolas tarda en llegar a la isla. Cuando necesito material de investigación para mis novelas sé que esos libros solo los voy a conseguir en Amazon.
—¿Y cómo consiguen publicar en España?
—Eso es lo más difícil. Nos peleamos unos con otros para conseguirlo. Nos tiramos de la falda y del bajo del pantalón para lograrlo (ríe). Esto es algo que ha pasado desde hace muchas décadas, desde el boom. Publicar en España era una necesidad para dar a conocer tu literatura.
—¿Qué supone un congreso como este para los escritores puertorriqueños?
—Nos da una exposición muy buena, sobre todo a nivel de medios de comunicación, para demostrar que existimos, que hay escritores. Es importante porque esto es algo que no se está haciendo en otras islas del Caribe.
—Con Rosa Montero habló de complicidades en el congreso. Ella es la única —junto con su editora— a la que le cuenta qué parte de ficción y de realidad hay en sus libros. Y a la que le anticipa los contenidos.
—A veces también le adelanto algo de la historia a otra amiga. Pero a Rosa sí que se lo cuento todo, y ella me dice «que ese personaje sea tal cosa», «ese título no dice nada…».
—¿Tiene título para su siguiente libro?
—Mi próxima novela yo la iba a titular Nocturno, porque es un poco autobiográfica y así se llama un programa de radio de Cuba, que tiene mil años, que empezó en el 1966 y todos los adolescentes escuchábamos, en el que nunca ponían a The Beatles porque estaban prohibidos. Nosotros lo oíamos con la esperanza de que esa noche sí que los iban a poner, pero nunca sucedió. Nos conformábamos escuchando a los grupos españoles: Los Brincos, Juan y Junior…
—¿Cómo ves las últimas protestas en Cuba?
—Están muy reacios al cambio y no entiendo por qué. Los cubanos le tenían una gran fe, que yo nunca le tuve, a Biden. Ha pasado un año y medio y la situación se recrudeció. Había una idea generalizada de salir de Trump, que la comparto, pero yo creo que él podía haberse reunido con Díaz-Canel y continuar con lo que había hecho Obama. La situación ahora mismo es caótica. A ellos les golpeó muy duro la pandemia. Las tiendas están cerradas. Por lo menos lo estaban hace unas semanas.
—En esa charla con Rosa Montero de la que hemos hablado antes, comentó cómo fue su formación como lectora y escritora, explicó que clásicos infantiles como Hansel y Gretel y Alicia en el país de las maravillas le provocaron mucho miedo.
—Sí. Claro. Qué crueldad. Alicia tiene una parte de violencia, ¿cómo va a salir de ahí? Y Hansel y Gretel, cuando la bruja comprobaba si estaban gordos o flacos… Y qué crueldad también en la Caperucita, un libro casi pornográfico.
—¿Cómo deben ser hoy las lecturas de los chicos jóvenes? ¿Hay que dirigirles o sugerirles?
—Sugerir. Y yo no les recomiendo nada que no haya leído a su edad. Poesía, poesía romántica. Leer a Darío, Nervo, Bécquer, Lorca… Y después los cuentos de Edgar Allan Poe, que tienen una vigencia y una universalidad tremenda. Relatos como La gallina degollada de Horacio Quiroga. Cuentistas argentinos, mexicanos, incluso los americanos. Faulkner no es tan difícil. A los catorce años se puede leer, y también la novela negra y policiaca de los años cincuenta, obras como la de Dashiell Hammett. Y evitar Caperucita Roja, que es mucho más terrible (ríe).
—La sociedad ha cambiado mucho en estos últimos años. Cada vez hay una mayor presencia de las narradoras en las librerías. ¿Cómo ves el papel de las autoras en el momento actual?
—Yo creo que desde hace unas décadas ha habido un cambio. En los años cincuenta encontrabas muy pocas mujeres escritoras, burguesas casi todas, pero ahora, a partir de los ochenta hubo un boom en España y en América Latina también. Yo con lo que no trago, ni tragaré nunca, es con la corrección política ni con la tontería esa de la inclusión del femenino. No lo haré nunca; no hay libro que resista eso. Lo han intentado en los periódicos; no solo la inclusión del femenino, también la del neutro, «todes». Me parece una tontería que jamás voy a legitimar ni en mis obras ni en mi oralidad, porque además es muy irregular en su uso. No creo en eso.
—¿Se siente más cómoda como columnista en El nuevo día o escribiendo ficción?
—Me produce más satisfacción escribir libros, pero yo no subestimo nunca las piezas periodísticas, las escribo como si fueran obras literarias. Te confieso que en ocasiones me han dicho —cuando tenía que elaborar un texto para un medio de comunicación con poco tiempo— que hiciese cualquier cosa para salir del paso y yo me he negado. Soy incapaz. Yo el texto periodístico lo pienso, busco sinónimos para evitar repetirme, soy incapaz de «tirar a mierda» un texto.
—¿Cuáles han sido sus referentes como columnistas y novelistas?
—A mí el columnismo me salió de joven. Yo tenía veintiséis años y escribía de política internacional en un periódico que ya no existe. Yo escribía lo que pensaba, sin referentes de otros columnistas. En la literatura sí que he tenido mis libros y mis escritores de cabecera. Alejo Carpentier fue para mí fundamental. También Rubén Darío y los poetas malditos franceses: Verlaine, Baudelaire, Mallarmé… Y los autores rusos, Tolstói, Dostoievski y Turguénev, y obras como Guerra y paz, Crimen y castigo y Nido de nobles. De adolescente leí mucho. En la televisión cubana había solo dos canales. Si se rompía el aparato de TV pasaban meses hasta que la arreglaban. ¿Qué podías hacer en Cuba? Leer. Además éramos muy snobs. Un poeta, que era muy amigo mío, Luis Rogelio Nogueras, que murió muy joven, me hablaba de «los minoristas» —un grupo de creadores de las ciencias sociales, artistas, literatos, músicos…— y yo le preguntaba quiénes eran y él se enfadaba. Nogueras me recriminaba que tenía que leer y yo me sentía como una cucaracha (ríe). Entonces empezabas a leer a «los minoristas» para quedar bien. Empezabas a tener como orgullo haber leído tal obra o autores raros como Raymond Radiguet, el autor de El diablo en el cuerpo.
—Dejó el pódcast político y comienza uno nuevo. ¿De qué va a tratar?
—Es un pódcast sobre licores, cócteles y vino desde la perspectiva femenina. Porque ha habido siempre un machismo licorero. En Puerto Rico, por el Día del Padre todos los anuncios son de whisky y de coñac, y para el Día de la Madre florecitas y ñoñas (ríe). La idea es tratarlo de una forma muy humorística e iconoclasta. También cuento anécdotas como una que me ocurrió hace muchos, cuando no existía Internet, y compré una botella de vino blanco —creo que era italiano— que tenía un grillo dentro. Podría haberles demandado por el trauma que me supuso y haberles pedido suministro vitalicio (ríe). Hablé con ellos y un hombre me trajo una botella nueva —debería haberme traído una caja, por lo menos— y se llevó la del grillo. Tendría que haber montado un escándalo. Lo que sí hice fue escribir un artículo.
—Para terminar, ¿cuándo la tendremos de nuevo en las librerías?
—Estoy con una nueva novela con un componente autobiográfico. Voy por la mitad. Te puedo adelantar que me encuentro con Bobby Fischer…
—¿Bobby Fischer?
—En la Habana, en 1966. Yo tenía catorce años, los acababa de cumplir. Él había estado en Cuba en la década de los cincuenta, cuando era un niño, en unas partidas de exhibición donde ganó a los grandes maestros de la isla. Uno de los organizadores se enamoró de la madre. Luego vino diez años más tarde para las olimpiadas de ajedrez. Pero seguía siendo un nene, aunque tenía veintidós; jugaba con un trenecito (ríe).
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