No hay mayor traición en este país que cambiarse de bar. Lo de Mbappé nos duele a los madridistas, nos escocerá un tiempo, pero cuando los tres años que tiene ahora de contrato con el PSG se acerquen a su extinción nos volverá a parecer mejor que Vinícius y hasta esa sonrisita anfibia se tornará atractiva. En cambio, la traición de abandonar tu bar así, por las buenas, esa no se olvida.
Aquí no pasa como en Nueva York o Londres, donde puedes ir a un pub o a otro y si te he visto no me acuerdo. Allí todavía predomina el carácter netamente materialista del asunto. Si eres más barato, te elijo. Si me gustan más tu fish and chips, allá que voy. En cambio en España uno elige su bar como el que elige a su chica. Tiene que haber algo entre los dos, que no es muy fácil de explicar, pero que va más allá del mero materialismo.
Los flechazos a primera vista son, como ocurre en el amor, una rara avis, y la cosa requiere de paciencia, tiempo y comprensión. Es necesaria una conjunción de factores para que llegado el día, mires de frente al letrero de la taberna y con una sonrisa de medio lado a lo Han Solo te digas a ti mismo: “He aquí mi bar”.
El bar es una rutina, pues termina instalándose en el hábito de cada uno y nuestro culo termina teledirigido hasta sus asientos como movido por una fuerza mágica digna de Hamelin. Pero es a la vez un ecosistema propio. Cuando ya has elegido tu bar y vas con cierta asiduidad, empiezas a reconocer las caras de sus moradores, esa estirpe de hombres y mujeres que, como tú, han elegido ese sitio para comulgar con su existencia. Por eso, una vez que se elige bar, es una traición inasumible abandonarlo.
Me ocurrió tras lo peor de la pandemia. La mascarilla ya no había que llevarla en la calle, pero sí al entrar en un restaurante o en cualquier sitio cerrado. Allí estaba yo, desayunando, como muchas otras veces. Los mismos camareros, la misma barra descolorida, las mismas barritas con tomate y aceite de oliva, la misma proporción de jubilados y obreros tomando su café o su chupito de DYC…
Al día siguiente, decidí probar en otro sitio por el que me acababa de aficionar. El camarero me había dicho: “Si pruebas estas barritas no vas a querer probar ningunas más”. Movido por la curiosidad, decidí comprobar científicamente si aquella boutade culinaria era cierta o no. Efectivamente, me encantaron aquellas barritas. Aquel momento fue como una especie de revelación. Alcé la vista y me pregunté: “¿Por qué obligarme a ir al otro sitio a desayunar cuando aquí soy feliz?”. Había empezado una nueva historia de amor.
Supongo que ocurre como con la pareja. Llega un punto en que algo empieza a desgastarse, a fallar, y tu café torrefacto ya no es aquel de grano colombiano que recordabas. Pasé meses sin acercarme al bar de mis desayunos. Si me acercaba a la zona procuraba esconderme lo máximo posible, como si fuera un delincuente buscado en cinco países.
Hasta que un día… me descubrieron. “¡Borja! ¿Qué pasa? ¡Entra!”, voceó uno de los camareros en la distancia. Más avergonzado que si me hubiera presentado en pelotas en la redacción del periódico me limité a saludar y a seguir por mi camino. Sin embargo, aquello tuvo efecto en mí. Volví, y atravesar el dintel de aquella puerta clasicorra de bar de película de Alfredo Landa me costó tanto como entrar en una plaza de toros solo para vérmelas con un miura.
“¡Hombre! ¡Mira quién ha venido! Vaya abandono de negocio, macho. Si todos hicieran como tú nos íbamos a la ruina. ¿Qué te ha pasado?”. Y acompañado de la mayor sensación de inmundicia y miseria que he sentido en años balbuceé alguna excusa barata relacionada con el poco tiempo libre que me permitía mi oficio de juntaletras.
Sí. Aquello fue peor que confesar una infidelidad atroz, como decirle a tu chica que llevas meses acostándote con su mejor amiga. No me quedó más remedio que aquella burda estratagema, porque en este país hubiera sonado mucho más loco que la culpa la tenían unas barritas con tomate. Estamos retomando la relación, ahora reparto mi tiempo entre todos mis bares y espero ser capaz de limpiar alguna vez esta mácula de traidor. Lo dicho, elijan bien a quién traicionan.
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