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Me acuerdo, de Jesús Marchamalo

Me acuerdo, de Jesús Marchamalo

Me acuerdo es el nuevo libro de Jesús Marchamalo. Zenda reproduce el preámbulo escrito por el propio autor, el prólogo de Felipe Benítez Reyes y un adelanto de varios de esos «Me acuerdo». 

 

Me acuerdo

Jesús Marchamalo

En 1978, Georges Perec, el escritor francés –perilla, pelo arrebolado, mirada acuosa– publicó Je me souviens, una colección de textos breves que comenzaban con esas mismas palabras repetidas como una letanía –je me souviens, ‘me acuerdo–, y en los que rememoraba episodios de su infancia y adolescencia, recuerdos del colegio, nombres de actrices, eslóganes, hechos históricos: Me acuerdo de la guerra entre India y Pakistán; Me acuerdo del algodón dulce de las ferias; Me acuerdo del yoyó…
El libro de Perec era un homenaje al que, años antes, había publicado Joe  Brainard, un artista y diseñador norteamericano que en su I remember, editado en 1970, recorría también, a través de casi un millar de textos de apenas dos, tres líneas, algunos de sus recuerdos, anhelos y zozobras, y muchos de los detalles de la vida cotidiana de su generación: Me acuerdo de las velas en botellas de vino; Me acuerdo de tener miedo a que al barbero se le fuese la mano y me cortase una oreja; Me acuerdo del DDT

La fórmula fue un éxito casi inmediato. Aquella manera vívida, vibrante,  de explorar la memoria, de enumerar recuerdos y revivirlos por medio de sabores, olores, marcas, sonidos, fue inmediatamente adoptada por otros escritores seducidos por su simplicidad, originalidad y poder de evocación.

Debo reconocer mi fascinación por los meacuerdos desde que leí a Perec, primero, a Brainard, después, y también a mi amigo Elías Moro, coleccionista entusiasta, enfermizo de meacuerdos: Me acuerdo de Chaplin comiéndose una bota en La Quimera del oro; Me acuerdo de las cajas de lata, bellamente decoradas, llenas de dulce de membrillo; Me acuerdo de que Mafalda odiaba, sobre todas las cosas, la sopa en cualquiera de sus formas y texturas
Así este Me acuerdo era no sólo previsible sino, en cierto modo, inevitable. Llevo años anotando en papelitos, cuadernos, servilletas, márgenes de libros, billetes de metro o autobús, o grabando en el móvil los meacuerdos que se me van viniendo a la cabeza: Me acuerdo del Teléfono de la Esperanza; Me acuerdo de que a las zapatillas deportivas las llamábamos playeras; Me acuerdo de los teléfonos góndola; Me acuerdo de los radioaficionados; Me acuerdo de que una vez vi a Nadiuska en la calle

Ocurre con los meacuerdos  que son como las cerezas; se enganchan unos con otros, abren ante ellos puertas y rendijas y es difícil parar. Así, hay, o ha podido haber, mejor dicho, al menos otro libro tan extenso como éste de meacuerdos que he olvidado. Esos que renuncié a apuntar en la seguridad de que los recordaría y que desaparecieron como por ensalmo.
Porque hay algo también caprichoso en ellos, algo de destello, de truco de ilusionismo –visto y no visto–, y que obliga a atraparlos al vuelo, como mariposas, ante la posibilidad cierta de que acaben, erráticos, escabulléndose.

Quiero hablar de los ilustradores, inmejorables y admirados amigos todos ellos, a quienes invité a acompañarme en este viaje por la memoria y a quienes agradezco su generosidad en la certeza de que el libro es infinitamente mejor con su talento. Quiero hacer extensivo mi agradecimiento a Felipe Benítez Reyes, generoso amigo también, que me regaló el precioso prólogo que abre el libro, y a Imanol Bértolo, el editor,  su confianza, sus infinitas atenciones y esta pulcra y cuidada edición.

Nada más. Ojalá lectora, lector, encuentres en este libro, como en esos mejores, algo que te resulte inolvidable.

Marchamalo se acuerda

Felipe Benítez Reyes

Jesús Marchamalo lleva siempre encima una libreta, para lo que se tercie anotar; una cámara de fotos, para lo que se tercie inmortalizar al paso, ya sea una biblioteca ajena o una estampa urbana que le llame la atención; una grabadora, para lo que se tercie recoger de los sonidos del mundo, incluidos los ruidos teóricos de sus colegas de escritura; alguna estilográfica de gran estilo, y lápices, y rotuladores, para lo que se tercie dibujar. Aparte de eso, lleva siempre dentro de la cabeza –como aquel Peter Klein que ideó Canetti- todos los libros que ha leído, aparte de todos los libros que ha escrito y de todos los que tiene previsto escribir. Más que un hombre de carne y hueso, se diría que estamos ante un hombre de tinta y de papel. Si le hiciesen una radiografía, los médicos iban a llevarse una sorpresa.

Marchamalo es el hombre de los ex libris, de las plumas envidiables, de los cuadernos exclusivos, de los libros raros, el coleccionista de fotos dedicadas, el amante de los bibelots, el hombre sin sombrero que dibuja sombreros. (Para que no todo sea coherente, también es tirador con arco, pero esa sería otra historia.)

Pues bien, Marchamalo, que más que un literato es una metaliteratura andante, se ha puesto a recordar, y se ha acordado de cosas que sus coetáneos teníamos mayormente olvidadas, de modo que este libro suyo tiene algo de regalo hecho de tiempo, pues nos devuelve imágenes de menudencias que, a pesar de su pequeñez, aciertan a reconstruir sensaciones muy nítidas en las que reverbera –sobre todo– nuestra infancia, que tan permeable resulta a lo simbólico. El detonante de la memoria de Proust fue una magdalena; el de Marchamalo puede ser el caballero blanco, con su lanza de torneo y su celada abierta, impregnado de olor a desinfección y limpieza profunda, que venía de obsequio invariable en los recipientes del detergente Ajax. Y es que la llave del pasado –que suele andar perdida– puede esconderse en cualquier sitio.

Marchamalo se ha puesto, ya digo, a recordar. El título que agavilla estos recuerdos se lo ha tomado en préstamo a Georges Perec. Los recuerdos se los ha tomado en préstamo al Marchamalo que fue Marchamalo antes de dedicarse a recorrer el mundo con sus libretas, con sus estilográficas, con sus lápices de colores. Para lo que pueda terciarse.

Leer estos recuerdos ocurrentes suyos es como montarse en la máquina del tiempo que ideó H.G. Wells, aunque en dirección al pasado, que suele ser un poco más fiable –aunque tampoco mucho- que el porvenir.

Jesús Marchamalo se ha puesto a recordar para que recordemos. Y recordamos, y nos dejamos arrastrar por él a esa región –mitad arcádica, mitad infernal– en que las cosas que existieron perduran con el contorno propio de las fantasmagorías.

Y sonríe uno nostálgicamente –qué remedio– ante este adiestramiento en la nostalgia. Que es lo que trae, en fin, el acordarse.

1

Me acuerdo de que los médicos llevaban un espejo redondo en la frente, con un agujero por el que nos miraban la garganta.

2

Me acuerdo de cuando daba clases de guitarra en el colegio, y tuve que comprarme una cejilla.

3

Me acuerdo de los tejados, grises, de Uralita.

4

Me acuerdo de que despegábamos los sellos de las cartas con agua tibia, y los guardábamos para ayudar a las misiones.

5

Me acuerdo de que un día se me pegó un chicle en el pelo, y tuvieron que hacerme un trasquilón.

6

Me acuerdo del cierre hermético de cerámica blanca, con una goma roja, de las botellas de Casera.

7

Me acuerdo del servicio de Telefónica, el 093, que daba la hora.

8

Me acuerdo que, de pequeño, me pintaban relojes en la muñeca con un bolígrafo.

9

Me acuerdo del jilguero en el patio de casa, y del hueso de sepia que tenía encajado en los barrotes de la jaula.

10

Me acuerdo de las escopetas de perdigones.

11

Me acuerdo de los tacos del capitán Haddock en las aventuras de Tintin: ¡Ectoplasmas! ¡Noctívagos! ¡Batracios! ¡Filoxeras!

12

Me acuerdo de una colonia que usaba mi madre, Maderas de oriente, y de su olor pastoso y asfixiante.

13

Me acuerdo de un rectángulo que llevaban los camiones en el que se leía ‘Tara’. Nunca supe lo que significaba.

14

Me acuerdo de los aviones de propulsión a chorro.

15

Me acuerdo de haber leído, por la noche, en la cama, debajo de las sábanas, a escondidas, con una linterna.

16

Me acuerdo de cuando nos salían motitas blancas en las uñas, y decíamos que eran mentiras.

17

Me acuerdo de los mejorales.

18

Me acuerdo de que en algunas carreteras, los troncos de los árboles, al lado de la calzada, estaban pintados de blanco.

19

Me acuerdo de las marcas de las vacunas en los brazos.

20

Me acuerdo de que cuando enfermó mi tío Pedro rezaba, en secreto, por las noches, para que no se muriera.

21

Me acuerdo de las máquinas de Rayos X, del contacto frío, allí, desnudos, del metal en la piel y de que teníamos que quitarnos la medalla.

22

Me acuerdo de una perra que tuvo un tío mío, Linda, y de que tuvieron que ahorcarla porque se volvió loca.

23

Me acuerdo de que a los equipos de fútbol se los animaba gritando ‘Alabín, alabán, alabín bom, bam’ o ‘Ra, ra, ra’.

24

Me acuerdo de los patines metálicos, con correas de cuero y, los mejores, con ruedas de madera.

25

Me acuerdo de que en la colada de las sábanas, se echaba una pastilla de Azul Brasso.

26

Me acuerdo de una relojería, al lado de mi casa, y de que en el escaparate exponían uno de los primeros relojes sumergibles metido en un vaso de agua.

27

Me acuerdo de los balones de reglamento, con pentágonos de cuero  cosidos, negros y blancos. Y me acuerdo de que nunca tuve uno.

28

Me acuerdo de que, durante las tormentas, en el pueblo, a las niñas las hacían quitarse los pendientes.

29

Me acuerdo de unos cubiertos minúsculos, desparejados, con mi nombre grabado en el mango, ‘Jesusín’.  Eran de plata Meneses.

30

Me acuerdo de la plata Meneses.

31

Me acuerdo del cueceleches. Tenía una larga chimenea para impedir que la leche se derramara al romper a cocer.

32

Me acuerdo de haber ido a bañarme al río.

32

Me acuerdo de una vez, de pequeño, en que me sacaron una foto en un periódico local, y de que apenas se me distinguía.

33

Me acuerdo de un vencejo que encontramos una tarde en el suelo, y que subimos al tejado para que echara a volar.

34

Me acuerdo que mi primera bicicleta, una pequeña Orbea azul oscuro; llevaba una bandera de España en la palomilla de la rueda delantera. Y otra del Real Madrid.

35

Me acuerdo de la Carta de ajuste de la tele.

36

Me acuerdo de que nos clavábamos chinchetas en los zapatos, para bailar claqué.

37

Me acuerdo de los papeles de periódico que ponía mi madre, en el suelo recién fregado, para que no lo pisáramos.

38

Me acuerdo de una amiga de mi madre que decía ‘convidar’ y ‘convite’.

39

Me acuerdo de haber cantado ‘chivato acusica, la rabia te pica’ y también ‘la roña’ o ‘la tiña’.

40

Me acuerdo de que mi prima Montse tiene  un ojo de cada color: uno marrón y otro negro.

41

Me acuerdo de cuando nos sabíamos los teléfonos de memoria.

42

Me acuerdo de los premios de consolación.

43

Me acuerdo de cuando llovía, y echaban serrín en el suelo de las tiendas.

44

Me acuerdo de que, al cerrar el puño con fuerza, las arrugas que salían junto al dedo meñique eran los hijos que ibas a tener.

45

Me acuerdo de aquellas jeringuillas, intimidatorias, de cristal esmerilado y de las agujas que el practicante, al lado de casa, cocía en un infiernillo.

46

Me acuerdo de que llevaban un enfermo, en los que el conductor sacaba un pañuelo por la ventanilla, mientras tocaba el claxon.

47

Me acuerdo de que en las bodas, nos hacíamos anillos con las vitolas de los puros.

48

Me acuerdo de Ironside, de Bonanza, del Superagente 86…

49

Me acuerdo de que una vez que tuvieron que darme  nueve puntos en la mano, porque me corté con un cuchillo. Tengo la cicatriz.

50

Me acuerdo de que las raquetas de tenis eran de Paquistán.

51

Me acuerdo de que, por la noche, en invierno, mi madre ponía en las camas bolsas de agua caliente.

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Autor: Jesús Marchamalo. Título: Me acuerdo. Editorial: Graphica. Venta: Amazon

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