Inspirada en una historia real, Me limitaba a amarte (Anagrama) es una novela de formación sobre la pérdida de la inocencia, las heridas con las que cargamos y la imperiosa necesidad de encontrar anclaje y comprensión cuando todo se derrumba a nuestro alrededor. Con una escritura precisa y conmovedora, que se inscribe plenamente en la tradición de la gran novela europea, Rosella Postorino indaga en las historias individuales que se ven afectadas por las convulsiones más estremecedoras de la historia colectiva.
Los niños protagonistas de esta novela, finalista del premio Strega 2023, que viven en la Sarajevo de 1992, son arrojados a un autobús que los lleva lejos de la guerra. La narración sigue sus vidas en Italia y nos muestra la evolución de su relación, con muchas claves de lectura: la guerra y el desarraigo, las relaciones familiares en una situación tan al límite y también el despertar del amor en la adolescencia, el sentido de culpa de los supervivientes…
A continuación, ofrecemos un fragmento de Me limitaba a amarte, de Rosella Postorino.
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La madre no volvió, como tampoco la corriente eléctrica. Ivo había robado un radiocasete de una casa para escuchar a Pink Floyd y un reproductor de vídeo en espera de encontrar una cinta de Bruce Lee para verla todos juntos, pero la corriente saltaba. De noche encendían una vela y Omar leía tebeos de Alan Ford, o permanecía a oscuras tapándose los oídos. Al principio se refugiaron en el sótano de los vecinos, cuando los educadores todavía venían regularmente. Pasadas dos semanas, los vecinos jugaban al ajedrez bajo la tenue luz de un kandilo, y un mes después ellos ya no bajaron más, se quedaron en el orfanato. La escuela cerró oficialmente el 9 de abril, pero muchos ya habían dejado de ir antes: se habían acostumbrado a hacer pellas para callejear en el parque, robar tabletas de chocolate en los supermercados, tubitos de cola para desfase de los mayores, bicicletas en la calle. Omar no era particularmente bueno en ninguna asignatura, pero prefería igualmente acudir a la escuela, porque robando era aún peor y no quería quedar mal. El absentismo en las aulas no parecía preocupar en exceso a los educadores, pero el hurto de bicis les hacía montar en cólera. No sabían lo de la cola, o aparentaban no saberlo, pensaba Omar; en poco tiempo los grandes ya serían mayores de edad y ahí se las apañarían solos.
Tan pronto como corrió la voz de una masacre en la calle Vase Miskina, donde a primera hora de la mañana impactaron tres obuses entre la gente que hacía cola para el pan, Omar vomitó. No comía casi nada, cada vez estaba más flaco. Hombros encogidos, huesos afilados, la exigua colada del cuerpo como resultado de un escape, de una pérdida. Tenía el pelo negro, del mismo color que la madre.
La niña sin anular dibujaba en un rincón, incluso en la sombra más espesa. Omar no entendía cómo lo hacía. A veces, al despertarse, mientras las primeras luces se filtraban por los cristales, él escudriñaba entre las cabezas de los otros para identificarla. Ella se despertaba y permanecía sentada unos instantes, como para aclimatarse de nuevo al mundo. Si eran los dos únicos despiertos, se percataba de él, que la espiaba recostado y se formulaba mentalmente una frase que se repetía para aprendérsela de memoria y no equivocarse, la mascaba con la intención de pronunciarla, pero la frase se deshinchaba, un globo pinchado. La niña se levantaba o se ponía a dibujar y alguien se restregaba los ojos o bostezaba ruidosamente. Otra ocasión perdida.
Por la tarde, tan pronto como Ivo salía, la palabra «Muñoncito» empezaba a rebotar de nuevo por la sala: la niña 28 sin anular se volvía arriba en silencio, y Omar fantaseaba con visitarla, presentarse, echarse en el suelo a dibujar con ella por más que no supiera, decirle qué más te da, esa estúpida, no es buena como tú. Nunca había tenido un amigo, nunca había anhelado la compañía de nadie, aparte de la madre, el hermano. Pero ahora aquella niña se había convertido en un deseo.
Una mañana Omar se limpió la boca con el dorso de la mano tras beberse el té y se levantó para acudir a dirigirle la palabra. Recorrió el refectorio casi vacío, ni siquiera había repasado la frase. Un clic le hizo estirar las rodillas y un impulso lo propulsó hacia ella. En la luz del mes de julio la piel de la niña era lechosa. Ivo estaba sentado al revés, con los antebrazos en el respaldo y un cigarrillo apagado entre los dedos.
—Ey, Omar –dijo viéndole llegar.
Él se detuvo frente a la mesa sin responderle, miró directamente hacia la niña y, cuando ella levantó la cabeza e intercambiaron la mirada, el mundo se hizo pedazos.
Dos huérfanos fueron trasladados de urgencia al hospital, las esquirlas de la granada los habían herido, la oreja, una pierna. Omar no entendió, no se entendía nada. Sen había tenido que arrastrarlo por los brazos –la ropa no resbalaba, por la fricción con el pavimento–, él no lograba moverse. Esta vez no iba a echarse a correr, no estaba su madre para mandárselo, esta vez iba a permanecer inerte.
¿Dónde estaba la niña sin anular?
Fuera del refectorio se pegó al hermano. Otra vez el miedo, más fuerte que cualquier deseo. Sen estaba igualmente turbado, no frotaba la mejilla con la suya para calmarlo, no le mordisqueaba la nariz, ni siquiera hablaba. La directora les reunió en el salón, conminándoles a no salir a la calle, al patio: ¿cómo podía creer que alguien fuera a atreverse?
Los más pequeños lloraban, con rastros de moco en la mejilla; las niñas no los consolaban, habían enmudecido, incluso la que se divertía pinchando a la niña sin anular. Vera, la llamaban las amigas, Vera, pero no reaccionaba. La estancia apestaba a humo y a sudor.
Los perros no habían dejado de gañir, resollar, rechazaban las caricias, miraban fijamente un punto en la pared, aturdidos, y a Omar le parecía que andaban rumiando si coger carrerilla y estamparse de cabeza. O bien no paraban de ir hacia el refectorio, olisqueaban la puerta abierta y acribillada. Los educadores, concentrados en recoger los cristales de la ventana hechos añicos y los cascotes de tazas y platos entre restos del desayuno, los echaban a gritos. Čupko –la niña sin anular lo había llamado así, quizá por su pelo encrespado– se echaba atrás con el rabo entre las piernas y se acercaba a ella, acurrucada sobre un costado, la cabeza entre las piernas de Ivo. Omar la escrutaba desde lejos: estaba viva, y él ya no iba a escapar más. Si los dos niños heridos vuelven sanos y salvos, se repetía, entonces mamá sigue viva, si en cambio no vuelven… y apretaba la frente contra el tórax de Sen.
Pegado al hermano, así le pillaron las fotos de los cronistas nacionales y extranjeros venidos a Bjelave, uno de los barrios más expuestos, más ultrajados, para relatar la noticia de las bombas contra los huérfanos. Pero él no leía los periódicos, nunca lo sabría.
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Autor: Rosella Postorino. Título: Me limitaba a amarte. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros
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