Cuando menos lo esperamos ocurre lo que solo imaginamos en nuestros mejores sueños, donde nada nos impide conseguir lo que queremos. Hace poco sucedió algo insólito, de lo que nunca pensé que sería testigo. Una librería abrió en mi barrio.
Hace un tiempo que la hazaña empezó a gestarse. Durante las obras, los vecinos parábamos delante para ver cómo se iba transformando el local y comentábamos lo que no tardaría en suceder. Cuando, al fin, colgaron la gran insignia “librairie” sobre la puerta, los rumores se confirmaron y respiramos aliviados. La inauguración ocupó un día entero, lleno de actividades, con taller de pintura para niños, lectura de poesía, concierto de jazz, firma de libros, comida y bebida gratis… Una auténtica fiesta que reunió a todo el barrio y reivindicó el papel de las librerías como verdaderos centros culturales, obligadas a recalcar el contacto humano que la venta por internet nunca podrá remplazar. Se respiraba el entusiasmo de las dos dueñas del local, que prepararon todo con ganas de hacer las cosas bien. Y el público, como era de esperar, acudió en masa. Resultaba casi imposible transitar por la abarrotada librería y el gentío invadía la acera, dando aún más visibilidad al evento.
Sobre los estantes de madera no tratada se agolpan ejemplares de todo tipo y muchos cuentan con pequeñas etiquetas en sus lomos. Es la manera que tienen las dueñas de marcar sus favoritos, incluir un personal comentario que ayude a elegir o indicar si el autor se va a pasar a firmar. Y es que la agenda de la librería ya es bastante apretada y no faltan firmas ni talleres literarios. Cada estantería acoge un género distinto y hasta hay un cajón con libros usados a buen precio. El local es muy pequeño, pero se agradece contar con un espacio pensado al milímetro, decorado con sencillez y donde cada detalle está a la altura de la sensibilidad de sus propietarias. Un pequeño oasis en medio de impersonales cadenas como Fnac, Gibert o Décitre.
Antes, la librería más cercana estaba a quince minutos andando del barrio. Pero, para ser sincero, hay otro sitio donde puedo comprar libros si la urgencia apremia. Y digo sitio porque se trata de un supermercado de la cadena francesa “U”. Ignoro si sucede lo mismo en España, pero en Francia está de moda integrar estanterías con libros entre patatas fritas y productos de limpieza. Lo que se expone es bastante previsible: novedades, libros de bolsillo, best sellers, firmas fácilmente reconocibles, folletines o novelas policíacas. Todo ello pensado para captar la atención de quien pasa por allí y se pregunta, con el carrito lleno y camino a la caja registradora, cómo ocupar las horas perdidas en el metro o en el tranvía. Eso sí, no esperemos encontrar a alguien que nos aconseje si no es para saber dónde está la salsa de tomate o las conservas. Siempre que paso por delante miro a otro lado para evitar la tentación y recordar que no es el mejor lugar donde comprar un libro, que queda reducido a un consumible más y hace mucho daño a esos libreros que sufren para sacar adelante su negocio.
Junto a la librería y el súper hay un mercado. En realidad es una plaza que se transforma tres días a la semana. Es domingo por la mañana y la actividad del mercado obliga a abrir a las tiendas más cercanas. Al salir de la librería, paso entre los puestos de frutas, verduras, quesos, carne o pescado, reteniendo todos los olores que salen a mi encuentro. Un acordeonista toca la melodía de El Padrino en una esquina y viene a mi cabeza el estupendo libro de Mario Puzo. Recuerdo las preguntas que me asaltaron cuando lo leí. ¿Sabré estar a la altura de las circunstancias cuando éstas se presenten, sean cuales sean? ¿Seré capaz de afrontar las consecuencias de todas mis decisiones? Vuelvo a casa con un libro bajo el brazo, algunas compras, aromas envolventes y preguntas incómodas. Hay a quien le basta con un click para comprar un libro. Para mí, no deja de ser un gesto frío incapaz de activar los mecanismos de la incertidumbre, esos que surgen a nuestro paso cuando menos lo esperamos.
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