Una de las frases más célebres de Jorge Luis Borges es el epítome perfecto al placer de leer cuando proclama que «otros se enorgullezcan por lo que han escrito, que yo me enorgullezco por lo que he leído». Si Borges podía vanagloriarse de lo que había leído, los buenos libreros y bibliotecarios pueden presumir de lo que recomiendan leer. Y ese orgullo se extiende a más oficios, como el de profesor de Literatura, editor, antólogo, traductor y, en general, a cualquiera que recomiende un libro —incluso los críticos literarios cuando lo hacen— o que facilite a los demás el acceso a un determinado tipo de Literatura. Y es que, además, cuando acierta, le hace al recomendado el gran favor de descubrirle el deleite de una buena lectura.
Me gusta creer que todos (o casi todos) nos hemos encontrado con alguien que supuso un antes y un después en nuestra vida; un mentor que nos abrió un nuevo camino o que vio en nosotros un potencial que nosotros mismos ignorábamos y cuyos consejos, influencia o ejemplo fueron fundamentales para nuestro desarrollo. He tenido la suerte de toparme con varios maestros de este tipo, pero quizá la primera fue una profesora de Lengua y Literatura que se llamaba —y se llama— Isabel de Ancos, y fui su alumno a mediados de los ochenta. Un buen día, nos puso como deberes hacer una redacción de tema libre, y para ello escribí una historia de fantasmas cuyo argumento probablemente plagié de un cómic. Isabel vio algo en aquella composición infantil que le llevó a decirme que un servidor de ustedes, algún día, sería escritor. Tardé treinta años en hacerle caso e incluso, al hacerme periodista, casi malogro la profecía pero, al final, su vaticinio se cumplió.
A Isabel de Ancos —hoy merecida y felizmente jubilada tras décadas dedicada a la enseñanza— le debo muchas más cosas; entre ellas, que me descubriera a uno de los autores de literatura de terror más influyentes de la Historia: Howard Phillips Lovecraft. Fue una mañana de invierno. Mi profesora bajó las cortinas para que el potente y desvergonzado sol valenciano no estropeara la atmósfera y después, aquel auditorio compuesto por cuarenta niños y niñas de doce años pasó miedo durante un rato mientras Isabel leía en voz alta el cuento Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner, incluido en la antología Los mitos de Cthulhu, publicada por Alianza Editorial en su imprescindible colección El libro de bolsillo, que en este 2019 cumplirá (en octubre) 50 años tras 36 ediciones y reimpresiones y 150.000 ejemplares vendidos. Todo un clásico que ha unido a varias generaciones de lectores y que, como los dioses primigenios de las pesadillas de Lovecraft, parece inmune al tiempo.
Que el horror cósmico del escritor de Providence y sus seguidores pudiera ser leído en castellano se lo debemos a Rafael Llopis Paret y a su cuñado, Francisco Torres Oliver, psiquiatra madrileño el primero y profesor alicantino de Humanidades el segundo. Llopis fue quien hizo la selección de los 21 cuentos que conforman el volumen de Los mitos de Cthulhu, ordenándolos en tres bloques en los que cartografiaban el nacimiento, el auge y la decadencia del universo literario de Lovecraft y de su círculo de seguidores. Por su parte, Torres Oliver los tradujo, iniciando así una brillante carrera que culminó con la consecución del Premio Nacional a la Obra de un Traductor en el año 2001 y el Premio Nocte a toda su obra en 2009, tras haber traducido, además de a Lovecraft, a Charles Dickens, Bram Stoker, D.H. Lawrence, Daniel Defoe, James Hogg, Jane Austen, Lewis Carroll, Arthur Machen o Vladimir Nabokov, entre otros.
La obra de Lovecraft, tal y como dice Maikel A. Nepomuceno (compañero en esta prisión de Zenda) «ha sido estudiada, imitada, extrapolada a muchos medios y finalmente canonizada». Sin embargo, no siempre fue así. En vida, tal y como explica Michel Houellebecq (en boca de todos estos días por Serotonina, su último y polémico libro) en la biografía que escribió sobre el creador de La llamada de Cthulhu, Lovecraft vivió en la pobreza toda su vida, ya que sus obras «no le reportaron prácticamente nada» y además «siempre quiso verse como un gentilhombre de provincias, que cultiva la literatura como una de las bellas artes, para su propio deleite y el de algunos amigos, sin preocuparse por los gustos del gran público, los temas de moda o cualquier otra cosa por el estilo». A pesar de sus ínfulas aristocráticas y su afán por sentirse parte de la alta sociedad, los escritos de Lovecraft siempre aparecieron en revistas pulp como Weird Tales, publicaciones baratas dirigidas a la clase obrera y despreciadas por la alta cultura a la que el escritor quería desesperadamente pertenecer. Cuando Lovecraft murió en 1937 —tenía 46 años y vivía casi en la indigencia—, excepto para unos pocos aficionados a la literatura de terror su nombre era completamente desconocido. No obstante, a su alrededor surgió un grupo de escritores que bajo la denominación común de Círculo de Lovecraft intentarían mantener vivo el legado de su maestro, el cual tendría un impacto colosal en la cultura popular del siglo XX y cuya influencia llega hasta nuestros días. El Círculo lo conformaban, entre otros, Robert Bloch, Henry Kuttner, Clark Ashton Smith, Donald Wandrei, Frank Belknap Long, Robert E. Howard (el creador de Conan el Bárbaro y, con él, el subgénero de Espada y Brujería) y, por supuesto, el heredero de Lovecraft, August Derleth.
Cuando Llopis y Torres se propusieron que los horrores de Lovecraft asustaran también en castellano, el legado del autor de Providence estaba sufriendo el mismo ostracismo que, en vida, había padecido en su lengua materna. Los esfuerzos de los miembros del Círculo de Lovecraft por mantener vivo el universo de horrores cósmicos parecían ser en vano hasta que, en la década de los 60, Lovecraft resurgió reivindicado por una parte de la cultura hippie a la que el LSD le hacía ver monstruos muy parecidos a los soñados por Lovecraft. Que Stephen King, tras el monumental éxito de Carrie (1974) se confesara rendido admirador de Lovecraft, al que define como «el príncipe oscuro y barroco de la historia del horror del siglo XX», supuso un decidido empuje que culminó en el año 2005 cuando la prestigiosa Library of America incluyó en su colección de clásicos americanos el volumen Tales de Lovecraft, una recopilación de sus mejores relatos. Al igual que otros autores de las revistas pulp como Dashiell Hammett o Raymond Chandler, Lovecraft consiguió entrar en el olimpo de las letras de Estados Unidos al lado de William Faulkner, Mark Twain, John Dos Passos, Scott Fitzgerald o Tennesse Williams.
Volviendo a finales de los 60, nos encontramos con que Llopis y Torres partían prácticamente de cero. Aunque el escritor catalán Joan Perucho decía que él era el descubridor de Lovecraft, al que había leído en una versión francesa, curiosamente el primer idioma al que se tradujo una pieza del universo de los Mitos de Cthulhu fue el español. La editorial Molino, nacida en Barcelona en 1933 y trasladada a Buenos Aires en 1938 a causa de la Guerra Civil, publicó en 1946 la novela corta El que acecha en el umbral, escrita por August Derleth a partir de un argumento de Lovecraft. La traducción, por cierto, fue obra de una mujer, Delia Piquérez. A finales de los años 50 la editorial Minotauro (la misma que vertió El Señor de los Anillos al castellano, tal y como cuento aquí) publicó en Argentina el cuento El color que cayó del cielo. Con todo, la antología de Rafael Llopis adquirió en pocos años la categoría de canónica, de la que sigue disfrutando hoy en día. Alianza Editorial fue publicando posteriormente el resto de la obra de Lovecraft en traducciones de Francisco Torres Oliver y Aurelio Martínez Benito, que siguen siendo verdaderas referencias. El propio Rafael Llopis volvería a Lovecraft editando Viajes al otro mundo – Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter y como traductor en Los que vigilan desde el tiempo convirtieron en canónicas. En los años ochenta, otras editoriales empezaron a publicar nuevas traducciones, como Bruguera, EDAF o La Factoría de Ideas. Ya en los años noventa, sin embargo, fue la editorial Valdemar la que se consolidó como la editorial definitiva de Lovecraft en castellano, con ediciones de auténtico lujo como Lovecraft Narrativa Completa que reunió Juan Antonio Molina Foix en dos volúmenes en 2017.
A Rafael Llopis no solo le debemos que introdujera la narrativa lovecraftiana. Suya es también otra obra clave, la Historia natural de los cuentos de miedo publicada originalmente en 1974 por la editorial Júcar y reeditada en 2014 por Ediciones Fuentetaja y que es el primer estudio sistemático sobre la literatura de terror en España. Antes de Los mitos de Cthulhu había preparado Cuentos de terror, una antología en dos volúmenes que publicó, tal y como cuenta el propio Llopis en esta entrevista en eldiario.es, «por rabia».
Como «autor de culto» se define a aquel creador injustamente olvidado o conocido solamente por unos pocos fieles. En el caso de Lovecraft, el escritor de Providence es el autor de culto más popular de la historia. Es venerado hasta lo religioso —y eso que era ateo— por legiones de admiradores, pero su influencia ha traspasado las barreras del género fantástico o de terror para sentar sus reales en la cultura popular. Es sencillamente inabarcable la cantidad de películas (no todas buenas, como cuenta en Zenda mi compañero de cautiverio Juan Carlos Martínez Barrio), novelas, relatos, tebeos, juegos de rol, videojuegos, canciones, ilustraciones, películas y series de televisión basadas directamente en su imaginario —como el cómic Providence de Alan Moore— o indirectamente influenciadas por él, como la serie True Detective de Nic Pizzolatto, por poner sólo dos ejemplos.
¿Cómo es posible que relatos escritos hace casi un siglo (el primero del ciclo de Cthulhu, La ciudad sin nombre, es de 1921) sigan manteniendo su fuerza narrativa? Lovecraft hizo evolucionar el cuento de miedo anglosajón de raíz romántica y que asustaba con fantasmas, vampiros y demás imaginería gótica para crear, como dice Thomas Ligotti —otro escritor norteamericano confeso heredero de Lovecraft, aunque mucho más salvaje—, «un universo de pesadilla, tanto si se muestra indiferente con nosotros mientras nos engulle, como si está enteramente empeñado en nuestra devastación». Y para ello, Lovecraft habla de dioses cósmicos cuya maldad no podemos ni concebir, criaturas inmemoriales, cultos subterráneos, brujería y abyectas depravaciones de los servidores humanos de los horrores estelares o de las profundidades del oceáno. No obstante, todo ello está contado de forma velada y hasta casi inconexa. Lovecraft obliga al lector a explorar a ciegas un mundo aparentemente normal que esconde una realidad prodigiosa y aterradora que acecha a la humanidad desde la oscuridad y que hace enloquecer de miedo a quien se atreva, siquiera, a mirarla por el rabillo del ojo. Quizá el mayor logro de Lovecraft, tal y como dice Jon Bilbao, escritor y también traductor del autor de Providence en La sombra fuera del tiempo (Ediciones Nevsky), «es que no cayó en el error de querer explicar lo inexplicable, y así creó alegorías difusas de las que cada lector puede extraer una lectura particular. Eso hace que los relatos de Lovecraft continúen siendo actuales».
Y buena prueba de ello es que su influencia se mantiene en escritores españoles de terror actuales, y ahí están los trabajos de José Carlos Somoza, Emilio Bueso, Jesús Cañadas o Ismael Martínez Biurrun reinterpretando —cada uno a su manera— el imaginario de Lovecraft con espléndidos resultados. También es asombrosa la cantidad de páginas web de aficionados al universo lovecraftiano donde se publican relatos, módulos para jugar a alguno de los juegos de rol basados en los Mitos de Cthulhu y un sinfín de cosas más.
Lovecraft es también el responsable de la creación del libro inexistente más famoso de la historia de la Literatura: El Necronomicrón, mencionado por primera vez en el cuento La ciudad sin nombre, supuestamente escrito por el «árabe loco» Abdul Alhazred. Es un libro de magia cuya lectura provoca la locura y la muerte de una forma atroz. En el caso de conseguir descifrarlo y seguir vivo —por cierto, se dice que fue editado en España en el siglo XVI— permite el acceso a fórmulas mágicas que permitirían invocar a los Antiguos, entidades sobrenaturales de poder inmenso y maldad sin límites que permanecen en letargo esperando a que alguien los despierte y apoderarse de este mundo.
En la narrativa de Lovecraft aparecen sólo fragmentos indirectos de este grimorio maldito y su cita más famosa, la que se refiere al mismísmo Cthulhu y que dice aquello de «no está muerto lo que puede yacer eternamente, y con el paso de extraños eones incluso la muerte puede morir». La obra de Lovecraft parece destinada a convertirse en algo tan eterno como sus monstruos dormidos en lo profundo del océano o más allá de las estrellas. En todo caso, si alguna vez se encuentra el Necronomicrón, lo ideal sería que se publicara en una edición crítica anotada por Rafael Llopis y traducida por Francisco Torres Oliver. Todos moriremos igual en el espantoso Apocalipsis que se desatará una vez que se revelen sus secretos y los Antiguos vuelvan, pero al menos tendremos la garantía de que el trabajo editorial habrá sido tan impecable y admirable como el que llevaron a cabo hace ahora cincuenta años.
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