Veinte años después de su anterior recopilación, una publicación denominada Poesía (1974-2001), José Carlos Llop reúne ahora para la colección Vandalia (Fundación José Manuel Lara) los cinco libros publicados desde entonces y les suma un sexto hasta ahora inédito, titulado El árbol de los cormoranes, con el que se cierra de momento su casi medio siglo de dedicación a la escritura poética por parte de uno de los más prestigiosos autores españoles contemporáneos.
La edición ofrece por primera vez las traducciones al castellano de los poemas escritos en catalán: el libro entero Quartet, así como los demás poemas de José Carlos Llop —autor también de las versiones españolas— escritos en esa lengua.
Hay que destacar que el frontal de cubierta recoge una acuarela inédita de Miquel Barceló, expresamente cedida por el artista para esta edición.
Zenda adelanta el prólogo y tres poemas del libro.
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EL CANTO DE LOS PÁJAROS
Aunque la metapoesía ocupara gran parte de nuestra formación –y me refiero a cuestiones generacionales, años 70–, a cierta edad no hay más poéticas que las que encierra el poema en sí. Miro a mi alrededor y veo a lo lejos el tomo de Luzán junto a los de Aristóteles, Horacio y Boileau, como quien observa el mapa de un continente por el que viajó por curiosidad en su juventud y al que ahora –con la excepción horaciana– sería incapaz de regresar. En aquel viaje se partía de la sencillez y el hallazgo para fondear en la sofisticación y lo ornamental: eran los tiempos. Ahora ya no, pese a que, como sabe cualquier viajero, no todo queda en el camino. La mirada de Rilke apoyado en la banca de un jardín, un reloj de arena, una acuarela veneciana pintada en la escalinata de La Salute, una vieja lámpara de aceite, o una fotografía del monasterio copto de Santa Catalina, forman parte del mapa donde espero que nazca el poema, aunque en los fundamentos de ese poema estén –o estuvieran– las poéticas mencionadas y no haya ahora más poética, repito, que la que habita en los versos nuevos y Homero al fondo y el mar.
Al amanecer suena el canto de los pájaros y nosotros celebramos la vida entre la naturaleza y la civilización: hemos aprendido que la muerte se disuelve en el arte, pero no la conciencia de la muerte, que es su razón de ser. Abrir las persianas y que entre la luz del poema: no hay más y no es poco y ahí está la voz. En uno de los relatos que configuran su novela Todas las mañanas del mundo, Pascal Quignard narra la vida de un músico que de niño formó parte del coro de un monasterio y al cambiarle la voz en la adolescencia fue expulsado del coro y del monasterio y arrojado a la calle sin más patrimonio que su oído para la música. Decide visitar a un músico de viola de gamba y aprender con él su arte. Cuando lo consigue acaba triunfando en la corte mientras su maestro –jansenista y por tanto austero, místico y puritano– continúa con su vida alejada de los fastos del mundo y nada quiere saber de la gloria de su antiguo alumno, que considera una traición al verdadero sentido de la música, oración y don concedido por Dios. En el bosque que rodea su vieja casona, cantan los pájaros.
Pienso que el cello –heredero de la viola de gamba– es el instrumento que evoca los sonidos más parecidos al tono de la poesía que más me gusta: entre la conversation piece, la elegía y el sonido del mar cuando está en calma. Y pienso también que la vida del poeta es la de quien ha conocido el misterio de la voz y la pierde y dedica sus días a su recuperación porque sabe que nunca más será sin ella; no quien fue, sino quien ha de ser y se debe. La corte o el monasterio ya no son elecciones del poeta, sino del hombre, que es otra cosa. Lo demás es Donne y Cavafis, Shakespeare y Seferis, Eliot, una vez más, y Pound… Sin olvidar a Auden en un pasaje veneciano contado por Joseph Brodsky: la niebla apoderándose de la plaza de San Marcos, el café Florian donde conversan divertidos Auden y Spender y Cecil Day Lewis con sus parejas y «un kremlin de bebidas y teteras sobre la mesita de mármol». De repente un marinero aparece de entre la niebla, tras el alto ventanal y Auden se levanta al verlo y va tras él como el poeta detrás de su voz, como el poeta detrás del poema, y –el que narra es ahora Spender– Auden sigue riendo, «pero una lágrima rodaba por su mejilla».
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A principios del XXI apareció en la editorial Península el volumen Poesía (1974-2001). Mediterráneos (2001-2021) es su continuación y entre ambos abarcan casi medio siglo de escritura poética. La expresión medio siglo encierra cierto aire de senectud que no se corresponde con la realidad del género, cosa que no me atrevería a decir respecto de la novela, el ensayo o el periodismo, que son otros géneros literarios que he cultivado de forma sucesiva y en paralelo. Ni siquiera la poesía considerada elegíaca guarda en su concepción y escritura –y esto es importante: concepción y escritura– relación especular con su agente provocador: el fin de una época, por ejemplo, o el adentrarse en otra de decadencia, sea cual sea la que la vida nos tenga reservada.
La escritura poética –el acto de escribir un poema– es siempre epifánica y superior, por tanto, al hecho que la provoca, o así es como la he conocido en mí y la he percibido en otros. Pero también es cierto que el tiempo concede una manera de mirar distinta que nos permite contemplarla reunida como el arqueólogo observa un mosaico recién desenterrado, al que una voz –la voz como sujeto poético– va regando para que aparezcan sus verdaderos colores –aves, mamíferos, plantas, hombres y mujeres danzando…– con toda su vivacidad y el esplendor de la juventud. O sea, la epifanía, el misterio otra vez. Aunque a ese mosaico le falten teselas y el tiempo haya destruido fragmentos de una escena de caza, de una batalla perdida, de ciudades en el horizonte, de un amor que fue y sin el que no seríamos como somos, ni habríamos escrito como lo hemos hecho…
José Carlos Llop,
Mallorca, 2022
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CIVILIZACIÓN
Hace algunos meses, heredé
diferentes prendas de un amigo
muerto: un par de chaquetas,
una gabardina inglesa y varias camisas.
Mi amigo y yo, cuando él aún vivía,
dábamos largos paseos por la ciudad.
Una vez murió, al ponerme su gabardina
y salir de casa, tenía la sensación
de que continuábamos paseando juntos
por las mismas calles o frente al mar
y la nueva soledad no lo era del todo.
Al revés: había una complicidad distinta
e invisible a ojos de los demás,
que yo reforzaba al meter las manos
en los bolsillos y seguir adelante.
Hoy es un bochornoso día de verano
y llevo una de sus camisas, azul pálido
y de manga corta. Con bolsillo:
‘las camisas han de tener bolsillo’, decía.
Hace un rato me he desabrochado
uno de los botones del pecho
y en el gesto del pulgar y el índice,
de repente, le he visto a él,
haciendo lo mismo. No sé si ver
es el verbo indicado; sentir
estaría más cerca de su significado.
Eso suele ocurrir
con los padres muertos, pero desconocía
que con los amigos pudiera pasar
también. Y al mirar de comprenderlo
-que es otra forma de contar
y de contarnos a nosotros mismos-
he visto en ese gesto el fino hilo
de la civilización.
Antiguamente,
en los patios de las casas nobles
y de mercaderes de mi ciudad
(que acabaron confundidas),
se repartía la ropa de los muertos
en una especie de subasta,
que aseguraba la continuidad
de su uso y también un sentido
práctico frente al lado hostil
de la vida.
Pero no hablo
de ese aspecto de la civilización.
En el gesto de índice y pulgar
que ha invocado a mi amigo
estaban las tablillas del escriba,
los retratos de Al Fayum,
la estructura de la casa romana,
el evangelio de San Marcos,
el taller de Brueghel El Viejo,
el café y el tabaco, el vino y el té,
los salones del Dieciocho,
el quinteto para cuerda de Schubert,
las terrazas de los bares, los viajes,
la Bauhaus, París, Bob Dylan…
En un solo gesto sobre esa prenda
heredada, está todo eso y más.
Se llama memoria del hombre
y es una nebulosa donde el hombre
es todos los hombres y es el mismo,
envuelto en pieles en una cueva
que en una base espacial que gira
como un vals alrededor de la Tierra.
Al fondo, la invención de los afectos,
que nos hace sentirnos menos solos
y una camisa de verano, azul pálido,
de manga corta y con bolsillo.
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HISTOIRE D’O
Quizá penséis que en su vida,
flexibles varas, azotes en las nalgas,
muñecas atadas o collares de cuero
fueron esenciales y no acertaréis.
Lo fue la literatura francesa, la poesía
religiosa de su país, Virginia Woolf,
Evelyn Waugh o Scott Fitzgerald
–a quienes tradujo a su lengua– y
lo fue su trabajo, una vida entera
y plena, en la Nouvelle Revue Française.
Sólo era una intelectual parisina
y este ‘sólo’ es aquí admirativo.
El hallazgo del deseo más obsceno
–si no todo es obsceno en el deseo
o si nada lo es en él– lo obtuvo de su amante,
con su amante y junto a su amante.
Y fue tan grande y tan hermoso
–la turbiedad de esa belleza–
y tan intensa la complicidad
de ambos con el universo,
(más luminoso y más oscuro también)
que dejó de lado todo lo demás
para escribir en secreto
y enmascarada, un relato pornográfico
que mantuviera despierto el interés
de ese mismo amante, cuando ella
ya nunca más fuera joven
y el secreto que los había unido
hasta lo indecible, hubiera desaparecido.
Esta es la historia de aquel libro:
decir lo que no puede decirse
y mantenerlo vivo en el tiempo.
¿Sus flecos?: cuarenta años oyendo
que estaba escrito por un hombre
o viéndolo arder en manos feministas.
Cuando confesó que ella era su autora
tenía ochenta y siete y el espíritu
de Sherezade enamorada
al enmudecer. Sonreía.
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CUÁNTA ALEGRÍA
Al pie del funicular de Monte Santo,
en Nápoles, se abre el mercado
como un portal mágico
a una dimensión distinta,
una cantata de Bach
o los colores de una cerámica
del XVII, viejos y luminosos,
como viejo y luminoso es el sol.
Decir zoco es fácil, pero también
lo es la metáfora anterior
y ambas cosas son ciertas.
Estábamos en Nápoles
y en Palermo y en Fez
y el funicular de Monte Santo
y antes las vistas sobre la ciudad
como una Atlántida de cúpulas
y jardines y el Vesubio al fondo,
cíclope con ojo de fuego
y todo el refinamiento del Medievo
en una Virgen dormida
que nos unía a nuestra isla
y a una corte que fue y se olvida.
Los jóvenes con ciclomotor
eran mosquitos acelerados
entre gritos alcaloides
y vendedores con delantal
de goma y cascadas de agua
sobre las bandejas de cangrejos,
gambas, copiñas y calamares,
y una vitrina con hojas
de limonero y las entrañas
de conejo y de cordero
como pájaros en su jaula
y un trópico inesperado.
De repente empezó a lloviznar
y alguien se puso un impermeable
rojo, el dandi de Monte Santo,
y una alegría tranquila, adulta,
fue la música que iluminó
nuestros pasos en aquel escenario
barroco, donde una parte de nosotros
se quedó ya para siempre
y es esa parte la voz del poema.
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Autor: José Carlos Llop. Título: Mediterráneos: Poesía 2001-2021. Editorial: Fundación José Manuel Lara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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