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Mejor productor, de James Robert Baker

Mejor productor, de James Robert Baker

Mejor productor en realidad es el libro de culto Boy Wonder, escrito en los 80 por James Robert Baker, que Libros Walden traduce y publica por primera vez en castellano. Trata sobre la vida del ficticio productor de cine Shark Trager, narrada de forma coral por sus seres cercanos, y cuenta las venturas y desventuras que vivió Shark en el Hollywood de los años 60, 70 y 80, pero sobre todo, habla de cine. Es un repaso al cine clásico, a la nouvelle vague, al nuevo Hollywood de los 70, a los taquillazos de los 80… Toda una declaración de amor al cine y a los que lo hacen posible.

Zenda publica el prólogo de Guillermo Alonso.

Prólogo

El formato de historia oral, o sea, ese subgénero periodístico en el que un evento es narrado por los que lo vivieron con una injerencia mínima del narrador es, probablemente, la más honesta y objetiva forma de contar algo. Gente como Legs McNeil lo convirtió en arte con dos obras imprescindibles para comprender el punk (Por favor, mátame) o el porno (El otro Hollywood). Dos fenómenos tan poliédricos, tan alargados en el tiempo y tan regados por los estupefacientes que, probablemente, sería imposible relatarlos si no es exponiendo ordenadamente lo que cada uno vivió o cree que vivió. Algo parecido sucede con la historia del productor Shark Trager: su vida es tan anárquica que es imposible contarla si no es a través de los recuerdos de los que la han sufrido desde su principio hasta su fin.

La única salvedad aquí es que, si bien McNeil entrevistó a cientos de personas para tejer sus historias, James Robert Baker no entrevistó absolutamente a nadie. Shark Trager y las decenas de personas que lo recuerdan nunca existieron. La vida de Shark es una deliciosa ficción recordada por unos personajes tan buenos como sólo pueden serlo los personajes de mentira.

Aquí entramos de nuevo en las maravillosas ventajas del formato de la historia oral. Uno de los ejercicios más complicados de una novela es mantener eso que se llama perspectiva: saber qué personaje está contando la historia en cada momento, cuánto sabe él de los hechos y qué relación exacta tiene con los demás. Sería casi imposible contar la vida de Shark en forma de novela porque hay tantos matices, tantas visiones, tantas relaciones contaminadas y tantas noches regadas de LSD, cocaína, anfetaminas, alcohol y marihuana que un autor tratando de mantener la objetividad alcanzaría la locura. Y algo parecido le sucedió a James Robert Baker, pero a eso llegaremos más tarde.

Es imposible no pensar en personajes reales con los que comparar a Shark, desde David O. Selznick (de tumultuosa vida amorosa y también adicto a las anfetaminas) a Robert Evans (que pasó, el pobre, de producir Chinatown y El Padrino en los setenta a Acosada y El hombre enmascarado en los noventa). Pero también es imposible que Shark, con una existencia tan autorreferencial y tan fundamentalmente cinematográfica, tuviese cabida en este lado de la realidad. Shark Trager comienza su vida manchando de mierda el coche de John Wayne, está viendo una película mientras matan a Kennedy y tiene la mala suerte de estrenarse en el cine con una historia que predice el asesinato de Sharon Tate a manos de los mercenarios de Charles Manson meses antes de que suceda. Su existencia está llena de retruécanos clásicos del guion: si su padre odia a las japonesas, él se enamora de una; si hay un villano oficial en la historia que contamina el mar con su industria química millonaria, uno de sus camiones acaba matándola. Una fatalidad de género noir persigue a Shark toda su vida, una vida que tiene lugar, por otra parte, en lo que parece un entorno de localizaciones muy limitadas más propio de una telecomedia: resulta delicioso como en esta historia, que va de México a Beirut y de Hollywood a Cannes, todos los personajes se cruzan continuamente, como si al final su existencia se desarrollase en el plató con tres paredes de un estudio de televisión. Y también resulta delicioso cómo la trama cambia continuamente de género: es a menudo una comedia gruesa donde se describen de forma viva y descacharrante los testículos y las tetas de los personajes, es después un profundo melodrama romántico donde alguien vive absolutamente obsesionado con el físico de una mujer (esa Kathy Petro cuyo personaje es una carta de amor a Vértigo); es un thriller bélico cuando el protagonista se convierte en un héroe nacional y es una cinta de terror slasher cuando repentinamente uno de sus amigos se revela como un asesino en serie o las sierras mecánicas hacen de las suyas no en uno, sino en dos de los momentos fundamentales de la trama.

Este amor por el cine y sus recursos no se queda sólo en la estructura, sino que llega a lo visual. Hay en Mejor productor una extraña cualidad que la convierte, por un lado, en una novela imposible de llevar al cine (aunque ha habido varios intentos) pero, a la vez, en un relato con un detalle por lo visual tan exquisito que acaba siendo casi un storyboard. Los personajes están rodando una película a la vez que hablan, haciendo explícitos zooms hacia una mirada, un objeto o una prenda de ropa, elementos que de forma orgánica y natural se deslizan en la trama como si una cámara estuviese ejecutando un suave paneo sobre ellos.

Cuando esos personajes se enamoran lo hacen de forma bestia y pasional, de la misma manera en que un personaje se enamora en una película: sólo tiene cinco minutos del primer acto para que surja el flechazo, el beso y el polvo. Si la vida de Shark Trager es su mejor película, está claro que no le gustan aquellas en las que el tercer acto tarde demasiado en llegar. Cuando Shark folla, lo hace como se hace en el porno. Cuando Shark llora, lo hace como lo rodaría Douglas Sirk. Cuando Shark pelea, lo hace como si estuviese en una de Peckinpah.

Mejor productor habla de esos años cubiertos de polvo blanco en los que Hollywood fue capaz de lo mejor y lo peor de su historia. En ocasiones recuerda a esa autobiografía seminal del Nuevo Hollywood llamada You’ll Never Have Lunch in this Town Again, de la fallecida productora Julia Phillips. El episodio más famoso de ese libro relata cómo Julia ganó un Oscar (por El golpe, en 1973) y se presentó a recogerlo colocada de cocaína, maría y Valium. ¿Adivinan qué? Dos cosas. La primera es que una escena casi exactamente igual tiene lugar en Mejor productor. Y la segunda es que You’ll Never Have Lunch in this Town Again fue publicada tres años después que la obra ficticia de James Robert Baker.

Aquellos años eran los mismos en los que Hollywood era capaz de producir películas como Ishtar (dos imitadores de Simon & Garfunkel viajan a Marruecos), Howard, un nuevo héroe (un pato extraterrestre aterriza en la Tierra) o Enjambre (unas abejas asesinas invaden Texas). Esa rareza made in Hollywood que nunca supimos muy bien entender, la de directores con verdadero talento y productores con experiencia estrenando auténticos pedazos de mierda en los que se habían gastado decenas de millones de dólares, está muy bien explicada en Mejor productor: se necesita gente verdaderamente apasionada, en ocasiones talentosa y muy a menudo atormentada por la presión del éxito para convertir el arte en basura. Mejor productor es un homenaje a muchas cosas, pero especialmente al fracaso. Shark siempre está mucho más cerca de su verdadera esencia y siempre hace un mejor uso de su talento cuando fracasa estrepitosamente que cuando el mundo entero le aplaude.

Uno de los grandes éxitos de este productor ficticio en ese Hollywood de mentira es el que vertebra la parte más irreverente y divertida del libro (que ya es decir en un relato que se atreve a ir más allá de lo que nadie podría esperarse más de treinta años después): una película protagonizada por un burro parlante. En una de las escenas más locas, el burro se pone cachondo en la Casa Blanca e intenta tirarse a una de las protagonistas. Hay que cortar ahora aquí a la vida real: el guionista Joe Eszterhas (Instinto básico, Showgirls), un personaje que podría perfectamente existir en el universo de Shark Trager, escribió en su día un guion sobre un candidato a la presidencia estadounidense que se hace enormemente popular y lidera las encuestas después de que lo pillen follándose a una vaca. Según contó el propio Esterzhas, Sacred Cows («Vacas sagradas») atrajo el interés de Steven Spielberg, Robert Zemeckis, Blake Edwards y Milos Forman. El mundo nunca llegó a ver la película, demasiado osada para que nadie la financiase, aunque recientemente el guion se ha filtrado en Internet. Ese guion que nunca llegó a producirse se escribió (adivinen, sí) un año después de ser publicada Mejor productor. La novela de James Robert Baker no es sólo una carta de amor a la industria, parece también su carta del tarot.

La conclusión es que aquel Hollywood chiflado, pasado de vueltas y lleno de personajes inquietantes que imaginó Baker no era tan diferente del que después tuvo lugar. Me encantaría decir que puede tener lugar ahora mismo mientras lee usted estas líneas, pero hoy Hollywood —el mundo en general— ya es un lugar diferente en el que esa fiesta ha terminado. Para James terminó en 1997. Novelista satírico-queer, un kamikaze que iba demasiado lejos para los gustos del mainstream, se suicidó en 1997. Según su viudo, la mala acogida de la que él consideró su mejor y más personal novela, Tim & Pete, fue uno de los principales motivos. Se diría que el propio James se enfrentó al fin de aquella fiesta eterna en la que vivió Trager. Ninguno de los dos halló su lugar en el nuevo orden.

Pero como reflejo de todo aquello queda la historia de Shark Trager, un personaje fantasma (él nunca está y nunca habla) tan grande que parece salir de las páginas de este libro y formar una silueta obscena en el aire. Algo que Shark sabía bien es que uno puede tener un enorme poder sin estar presente. También que la belleza no necesita de lo bello. La vida de Shark Trager es tan impresionantemente bonita en su composición y ejecución como la escena de las escaleras de El acorazado Potemkin: alguien avanza hacia el abismo y la muerte, pero todo está narrado con tanta hermosura y equilibrio que no podemos dejar de mirar. Algo que Shark también sabía es que lo bueno no necesita de la bondad. Shark Trager podía ser un hijo de puta integral, pero se convierte en un semidiós cuando sus hazañas, desde las más reservadas y detallistas hasta las más grandes maldades, son contadas por gente que, incluso a su manera cínica y distante, lo quería. Ésa es probablemente la lección más valiosa que nos enseñó Hollywood: cualquier villano se puede convertir en un héroe si lo vemos a través de los ojos de quien lo amó de verdad. —Guillermo Alonso

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Autor: James Robert Baker. TítuloMejor productor. Editorial: Libros Walden. Venta: Fnac y Casa del Libro.

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