Un cuento irlandés
Hay cerca de Llanes un pueblo que se llama Pendueles. En sus afueras se levanta una casa que acostumbra a pasar inadvertida para quienes ignoran los pormenores de su historia y desconocen lo que se cuece en su interior cada septiembre. Mandó construirla a principios del siglo XX el indiano Ricardo Ortiz, que tras enriquecerse en México y Brownsville (Texas) quiso regresar a su pueblo natal y erigir en él una mansión que estuviese a la altura del éxito que había obtenido al otro lado del océano. Encomendó los planos a Manuel Posada Noriega, un arquitecto al que se conocía por aquellos parajes debido que ya había puesto en pie otras residencias para personalidades que, como el propio Ortiz, habían vuelto a Asturias dispuestos a exhibir los réditos que les había deparado su aventura americana. La casa, sin embargo, no permaneció mucho tiempo en manos de su artífice. En torno a 1920, la familia la vendió al Colegio de Nobles Irlandeses del Patronato de San Patricio de Salamanca, una institución fundada en 1592 a instancias de Felipe II para ofrecer amparo a los estudiantes de aquel país que pretendían cursar estudios canónicos en España, dado que en su tierra el catolicismo andaba perseguido. El Colegio entendió que aquel palacete erigido a orillas del Cantábrico, y al que ya se conocía como Casona de Verines, podía ser un excelente refugio veraniego para sus pupilos. Hasta hace no mucho, quedaban en Pendueles vecinos ancianos que recordaban cómo, al concluir la primavera, invadían el pueblo grupos de alegres zagales que hablaban un idioma extranjero y se entretenían tocando el violín y el piano y jugando al fútbol en la playa. Estos alborozos estivales se mantuvieron hasta 1936, cuando el estallido de la guerra civil aconsejó postergar los jolgorios y los jóvenes estudiantes del Patronato de San Patricio tuvieron que ser evacuados a Francia. Volverían a frecuentar el oriente asturiano una vez terminado el conflicto, hasta que en 1957 resolvieron abandonarlo de modo definitivo. La Casona de Verines pasó a ser propiedad de la Universidad de Salamanca, que la mantuvo abandonada hasta que en 1984 procedió a su restauración para convertirla, a partir del año siguiente, en la sede de los llamados Encuentros de las Letras Españolas, que desde entonces reúnen allí cada año a escritores, críticos y periodísticas para debatir sobre el estado de la cuestión de las literaturas hispánicas. Tomé parte en esas discusiones hace ya unos cuantos años, en septiembre de 2009, y en una de las veladas con las que acostumbrábamos a demorar el momento de acostarnos tras la cena, alguien —creo que Jon Kortazar, que exhibía una erudición envidiable— nos contó una historia que probablemente sea falsa, pero que me resultó y me resulta tremendamente sugestiva. Según aseguró, tras la evacuación de los irlandeses en los inicios de la guerra, alguien —no especificó quién, pudo ser un vecino del pueblo o un soldado de cualquiera de los dos bandos, ese extremo tampoco importa demasiado— entró en la Casona a husmear, por ver si encontraba algún objeto de cierto valor entre los enseres allí olvidados por los estudiantes, que como es de imaginar habrían tenido que abandonar el lugar a toda prisa. Deambulando por sus estancias, terminó dando con un extraño libro de cubiertas azules que yacía en una mesita de noche y al que tampoco hizo mucho caso, dado que estaba escrito en una lengua extraña y resultaba imposible descifrar el contenido de sus páginas. Se trataba de una edición del Ulysses, la novela que James Joyce había publicado catorce años antes y que había causado un revuelo considerable, por más que a España sólo hubiesen llegado ecos parciales —entre 1924 y 1930 se publicaron cuatro fragmentos traducidos, pero la primera versión íntegra en castellano no se alumbraría hasta 1976— y se tratara —entonces como hoy, todo hay que decirlo— de una obra más glosada que leída. No hay forma de contrastar la veracidad de estos hechos y es más que probable que su relato provenga de ese territorio ignoto en el que nacen las leyendas, pero me gusta creer que una de las primeras lecturas que se hicieron del Ulysses en nuestro país se llevó a cabo arrullada por la melancolía luminosa de una playa del Cantábrico. Que algún joven irlandés se dejaba mecer por el arrullo suave de las olas mientras se emborrachaba de melancolía al enfrascarse en la peripecia anodina y fascinante en que se vio envuelto Leopold Bloom cuando, el 16 de junio de 1904, salió a las calles de Dublín para entretener el día con un paseo que iba a revolucionar la literatura universal.
La siesta de la ciudad heroica
Mi tía Amor, hermana de mi abuela, tenía una amiga de la juventud, con la que solía verse con frecuencia, a la que llamaba Marujina. Recuerdo su figura menuda, su habla suave y afectuosa y entusiasta, una alegría que no sé si fue real o es una mera atribución de mi memoria. Desde siempre me habían dicho que su abuelo había sido un escritor muy famoso, pero tardé algunos años en saber que aquella mujer se apellidaba Alas y era nieta de Clarín. La tía Amor y ella se habían conocido en Oviedo, cuando ambas eran estudiantes, y se habían hecho íntimas. Pese a que la suya fue una presencia recurrente en los años de mi infancia y mi primera adolescencia —solía venir de vez en cuando por Mieres, otras veces la encontrábamos en Oviedo, si mi tía tenía que hacer algún recado por allí y yo la acompañaba—, nunca llegué a interesarme por sus antecedentes familiares más allá de las cuestiones que podían suscitarme alguna curiosidad a mi edad entonces tierna. Tampoco sabía ni la mitad de lo que sé ahora, gracias a la información que voluntaria e involuntariamente he venido recabando a lo largo del tiempo y que ahora me encuentro excelentemente expuesta y ordenada en El caso Alas «Clarín» (Luna de Abajo), un libro que acaba de publicar Ricardo Labra y que tan pronto discurre por los caminos del ensayo como se adentra por los predios de la novela de terror. No es sólo que a Clarín el canon tardara en asimilarlo como uno de los suyos —le pasaron factura sus ardores críticos, pero me temo que también el recelo que otros escritores, Galdós incluido, sintieron al leer La Regenta y asumir la certeza de que era ésa, precisamente ésa, la novela que ellos habrían querido escribir— , es que la misma ciudad donde pasó la mayor parte de su vida y cuyo reverso más tenebroso quiso inmortalizar en esa Vetusta claustrofóbica y maledicente que tan bien sigue ejemplificando hoy los complejos y las hipocresías de ciertos entornos sociales, se obstinó en corromper su memoria y tomar cumplida venganza de la afrenta que, ya es paradoja, le otorgó un lugar de honor en la historia literaria. A Leopoldo Alas Clarín pretendieron obviarlo sus compañeros claustrales cuando, en 1908 —siete años después de su muerte—, celebraron el tercer centenario de la Universidad de Oviedo sin mencionar más que de pasada su condición de catedrático de la misma. A su hijo, Leopoldo Alas Argüelles, que llegó a ser rector de esa misma casa, lo fusilaron en la guerra civil no tanto por lo que representaba su adscripción republicana como por la evidencia de que ésta venía a ser una herencia de los ideales de su padre. Por esas mismas fechas, el monumento que homenajeaba al escritor en el Campo de San Francisco fue dinamitado por un grupo de fascistas. Sus ruinas permanecieron varadas en el parque hasta que, mediado el siglo, las autoridades franquistas entendieron que el oprobio era lo suficientemente mayúsculo como para que hasta una dictadura tan chusca y tan vil como era la suya se viera obligada a avergonzarse. La Regenta no volvió a leerse en España hasta que la editorial Alianza la recuperó en la década de los sesenta y la presentó ante los lectores como lo que verdaderamente era, la gran novela española del siglo XIX. Fue más o menos por esas mismas fechas cuando se inauguró la reconstrucción del monumento erigido en memoria de su autor. Se celebró para la ocasión un acto que presidieron los consabidos prebostes del momento, pero en el que nadie pudo esquivar una ausencia clamorosa: no acudió ninguno de los descendientes del escritor. Las apariencias no engañaban a nadie, y ellos sabían bien que la heroica ciudad aún tardaría algunas décadas en despertarse definitivamente de su siesta.
La tumba de Babieca
En uno de sus poemas más célebres, se preguntaba Bertolt Brecht por qué la gloria se la llevan siempre los gerifaltes y no quienes, a sus órdenes, hacen posible lo que ellos únicamente alcanzan a visualizar en su cabeza. Con esto de las elecciones en Castilla y León, anda la derecha carpetovetónica resucitando el fantasma de Rodrigo Díaz de Vivar —mucho se deprimiría Joaquín Costa si levantara la cabeza—, fingiendo que éste fue el héroe sin mácula al que glorifica el cantar de gesta y no el mercenario interesado e inteligente del que nos habla la historiografía. Quizá sea esa conciencia del abismo que separa al personaje real de su reflejo en la ficción la que me ha impedido sentir la menor emoción en las dos ocasiones en que he estado junto a su tumba, tan marmórea y resplandeciente, ante el altar mayor de la catedral de Burgos. Me conmueve bastante más la lápida que, en los jardines del monasterio de San Pedro de Cardeña, recuerda a su caballo. No hay la menor constancia de que el animal existiera, y no hay ni que decir que no se pueden tomar ni medio en serio las alusiones que se le hacen tanto en el poema como en la llamada Leyenda de Cardeña —¿qué caballo vive cuarenta años?—, pero al menos él lleva con resignación, sin incurrir en resabios ni bravuconadas, una existencia que sólo desde el cinismo se puede calificar de subsidiaria: por mucho que le pusieran ese nombre tan humillante, ni habría sido nadie el Cid sin su caballo ni podrían encorajinarse hoy los de siempre con sus hazañas bélicas si el pobre Babieca no hubiera transportado sobre la grupa su cadáver en aquella póstuma victoria valenciana. Tampoco hay noticia de que saliera ninguna frase lapidaria de sus belfos. Y eso, hoy por hoy y tal y como anda el patio, me parece suficiente razón como para dedicarle el recuerdo que otros prefieren brindar a su jinete.
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