En la amplia obra narrativa de Antonio Soler no son infrecuentes las referencias a sí mismo y a su círculo de amigos y gentes próximas. El recuerdo cariñoso de su paisano el vitalista poeta Rafael Pérez Estrada se convierte casi en un signo identificador de sus textos. Y si no se apoya en los datos biográficos necesarios en la autoficción, sí suele apelar a vivencias y emociones enlazadas con su Málaga natal. Un paso adelante en esta inclinación lo da en El día del lobo porque aquí la mismísima biografía familiar ocupa la totalidad del libro. Antonio Soler cuenta qué fue de los suyos en las aciagas fechas de 1936. Refiere las vicisitudes de las dos ramas familiares, la materna y la paterna, en aquellos días en que el ejército golpista se sublevó contra la República. Las dramáticas peripecias se emplazan en Málaga y tiene su centro en la huida en febrero de 1937 de miles de personas, muchos niños y ancianos, desde la “ciudad del paraíso”, como la llamaba Vicente Aleixandre, hacia Almería para escapar del asedio mortífero de las tropas franquistas. No se limita la recreación histórica a ese foco sino que se extiende algo hacia atrás, a los años republicanos y al comienzo de la guerra, y su prolonga en la posguerra hasta bien entrada la dictadura.
Antonio Soler abandona en este libro la ficción, aunque mucho haya en él de ficcionalización, en el sentido de dramatización narrativa, de los sucesos referidos. La sustituye por la historia con una suficiente base documental. No tanto de personales investigaciones como de un amplio soporte informativo que aduce cuando le parece oportuno y que va del líder republicano Azaña o el historiador Paul Preston al novelista Ángel María de Lera. Pero no son los testimonios acreditados o los estudios académicos lo que marca su relato sino la modalidad conocida como historiografía oral, ésta ejercida con puntillismo por él mismo. Para escribir la memoria de aquel tiempo, Soler entrevista a su familia y aporta sus recuerdos e impresiones a la recreación histórica. La crónica tiene, de este modo, una alta temperatura emocional amén de una gran verdad humana porque no faltan apuntes críticos sobre ciertos rasgos de los suyos. No idealiza a su variopinta familia.
El relato de la huida de Málaga alcanza dimensiones dantescas. Son los recuerdos y vivencias familiares, algunos confusos por el tiempo transcurrido, de aquella espectral caravana la munición terrorífica el alimento fundamental del dramático reportaje, pero también es la mano del buen narrador Antonio Soler lo que insufla emoción. Además, un propósito de ecuanimidad le añade tensión histórica. Sentado queda el último y criminal responsable de la situación: los golpistas y sus corifeos, en particular el energúmeno Millán Astray en relación con Andalucía. Pero claro esto, tampoco evita Soler los excesos izquierdistas previos a la sublevación ni la negligencia de las autoridades republicanas que en parte propiciaron la entrega de Málaga al lobo. A ese lobo que se toma como referente para el título y que constituye más que una metáfora, una imaginativa alegoría de las fuerzas fascistas, falangistas, conservadoras, eclesiásticas y militares que se rebelaron contra la legalidad.
La expedición de los justamente atemorizados malagueños fracasó. No llegaron a Almería. Quienes sobrevivieron a los bombardeos desde el mar y por el aire tuvieron que volver al punto de partida. De modo que la situación en ese retorno, y ya la ciudad en poder del ejército sublevado, ocupa un papel destacado en la crónica. Lo subrayo porque en el divulgado episodio del perentorio éxodo malagueño —uno de los capítulos más terribles de la guerra, junto con el bombardeo de Guernica— suele ignorarse el destino a su regreso. A esto Soler le dedica amplio espacio. La evocación familiar es vivacísima. Los timbres cabe imaginarlos: represión implacable a cargo del Carnicero, el Arias Navarro de infausta memoria, temor, vida de topo, hambre… En este trecho de su historia consigue Soler algunas de sus mejores páginas.
Málaga está el foco de la evocación, pero tiene asimismo un complemento paralelo en Madrid, a donde había sido destinado el joven padre del autor, voluntario en el ejército leal. De esta manera, El día del lobo adquiere dimensión de relato general de la guerra. El cabo Soler, luego sargento, maneja una camioneta y hace los viajes que le encargan. El autor logra reunir información suficiente para revivir sus andanzas y para deducir el ambiente en la ciudad del “no pasarán”. Y al final de aquellos años, ya entrado el 39, reconstruye un episodio coincidente con el golpe de estado del coronel Casado. El padre del autor tuvo piedad de un cura camuflado en una vivienda destartalada. Le dio “consuelo y tocino”, y ello le valió su inmediata liberación cuando fue detenido y encarcelado tras la victoria franquista.
Ese es un pasaje espléndido. Bien podría ser una de esas historias de los secretos humanos escondidos bajo la guerra que recreó magistralmente Juan Eduardo Zúñiga, a quien Antonio Soler cita con admiración. Lo notable, sin embargo, no es el suceso, sino el modo como Soler lo desarrolla, el pulso novelesco con que refiere algo de lo que posee muy poca información precisa. Todo el pasaje bebe de una necesaria ficcionalización.
Al final resulta que la historia abreva en la imaginación, y así se potencia. Ahora se oye reclamar más historia y menos memoria en la evaluación del traumático pasado de nuestro país. No son términos excluyentes. Lo ideal está en el ejercicio de una memoria con historia rigurosas, según vemos en El día del lobo. Que es memoria, que es historia y que se lee con parecido disfrute al que brinda una buena novela histórica. O un buen cuento, largo y horrible, que así califica Soler su libro. Claro que en esta ocasión se trata de un cuento espantoso cuyos efectos todavía nos alcanzan hoy.
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Autor: Antonio Soler. Título: El día del lobo. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros.
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