En una entrevista reciente, Claudio Magris (El País, 18 de abril de 2021), el autor de El Danubio, recordaba la anécdota —en realidad mucho más— de que cuando hace quince años enseñaba en un college de Estados Unidos, “solo cinco o seis estudiantes en una clase de 36 sabían quién fue Stalin”. Y añadía que ese tipo de ignorancia, desconocer sucesos o personajes que marcaron épocas del pasado, se estaba acentuando. Que le impresionaba esa “memoria corta”.
En un momento del curso, estaba explicando algo que involucraba al francés Henri Poincaré (1854-1912), una de las cumbres de la matemática de finales del siglo XIX y primera década del XX; se ha dicho que el XIX comenzó bajo la sombra de un gigante, Carl Friedrich Gauss, y terminó con el dominio de un genio de magnitud similar, Poincaré. En opinión de Jean Dieudonné, un matemático notable él mismo, “ambos eran matemáticos universales en el sentido supremo, y ambos realizaron contribuciones importantes a la astronomía y física matemática. Si los descubrimientos de Poincaré en la teoría de números no son iguales a los de Gauss, sus logros en la teoría de funciones son al menos del mismo nivel. Poincaré es la figura más importante en la teoría de las ecuaciones diferenciales y es el matemático que, después de Newton, efectuó el trabajo más destacado en mecánica celeste”.
Como digo, Poincaré apareció en mi curso, y yo, consciente de que su nombre seguramente sería desconocido por los alumnos que procedían de Filosofía, Derecho, Económicas o Psicología, acaso también de los de Física, a pesar de las notables aportaciones de aquel a la mecánica celeste o a la relatividad especial, dije algo así como: “A vosotros su nombre no os dirá nada, pero sí a los que estáis estudiando Matemáticas”. Entonces miré las caras de estos y, ¡ay!, comprendí que el nombre de Poincaré les resultaba totalmente ajeno. Y esto sucedía en matemáticas, la disciplina en la que posiblemente perduren más, tengan más presencia, sean de más permanente actualidad grandes nombres del pasado que forjaron problemas, ramas de la matemática, conjeturas que no han perdido contemporaneidad; los Euclides, Fermat, Goldbach, Gauss, Riemann, Lie, Hilbert… o Poincaré.
Por el contrario, muchos de los grandes nombres del pasado en física o en biología forman parte de su historia, de la cultura que las nutre y enriquece, pero en general sus logros han sido mejorados sustancialmente, en ocasiones hasta el punto de ser irreconocibles: Newton dejó paso a Einstein, Ptolomeo a Copérnico y éste a Hubble, Mendel a Watson y Crick… En un viejo libro mío, Diccionario de la ciencia, conté una de esas historias, verídica en mi caso, que gusta narrar. La de un amigo, uno de los mejores poetas españoles de su generación, que cuando le dije que estaba preparando una edición de escritos de Maxwell me comentó: “¿Maxwell, quién fue Maxwell?”. Y yo, sorprendido, le contesté: “Es como si me estuvieses hablando de Homero, y yo te dijese: ¿Homero, quién fue Homero?”.
Desde entonces he constatado que hay muchas personas —algunas auténticos “faros culturales”—, acaso la mayoría de entre aquellas que no han recibido una formación científica, que no saben quién fue James Clerk Maxwell (1831-1879), al que yo considero, junto a Michael Faraday, tras Newton y Einstein, el tercero en una hipotética y siempre personal escala de grandes de la física. Sus logros, la teoría del electromagnetismo, en la que consiguió unificar en un mismo sistema electricidad, magnetismo y luz (óptica), transformaron el mundo.
A lo largo de la historia van cambiando las modas, los conocimientos, los valores, las maneras de relacionarse… Es natural, mucho más en un mundo como el actual, condicionado por las posibilidades tecnológicas. Y eso inevitablemente produce un cierto distanciamiento entre las viejas y nuevas generaciones. En cierta ocasión, el eminente historiador y crítico de arte, magnífico escritor, tristemente ya desaparecido, Francisco Calvo Serraller, me comentó algo que muchos profesores de cierta edad habrán advertido: “Lo peor es cuando haces un chiste y no se dan cuenta de que lo es”. Es cierto e inevitable.
Para comunicarse hace falta una cierta cultura común, que sirva de eslabón entre generaciones y que permita conservar lo mejor del pasado. Si se ignora quién fue Stalin, que condicionó —masacró y aterrorizó— la vida de millones de personas, no sabremos que la crueldad y el terror pueden aparecer entre nosotros. Si ni siquiera quienes pertenecen, o pretenden pertenecer, a disciplinas científicas pueden reconocer los nombres de lo más granado del pasado y se contentan con recurrir a un buscador de internet, seremos como embarcaciones a la deriva en un océano dominado por instrumentos sin alma ni propósito.
___________
Artículo publicado en El Cultural.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: