Foto de portada: Argelès-sur-mer, de Manuel Morós.
Leí una vez que el poeta es un Ángel. A lo largo de la historia de la literatura ha habido ángeles, sí, muchos, pero profetas pocos. Naturalmente, toda esta mística ha de beberse en una copita de heterodoxia. Pero, tomándome una licencia sobre la canción de María Elena Walsh, ¿dónde están los profetas? La respuesta llega sola, puesto que, si hay alguien que pueda ocupar el calificativo rotundo de P(r)o(f)eta, ese es Mario Obrero. Ralph Waldo Emerson anhelaba, en efecto, esa figura reformadora y sanadora para la sociedad norteamericana que tiempo después germinaría en forma de Walt Whitman. Lo que no se esperaba Emerson es que también hubiera profecías lejos —aunque solo físicamente— de las orillas del río Hudson.
Sobre las tumbas había miles de tablillas de madera con los nombres de los que allí estaban enterrados. En medio de ellas, se alzaba un cerezo silvestre, con flores blancas sólo en las ramas más altas. Ukyo miró las pálidas y marchitas flores y susurró para sí un viejo poema chino: “Las flores esperan la próxima primavera; / confiando que las mismas manos las acariciarán. / Pero los corazones de los hombres ya no serán los mismos, / y sólo vosotros sabréis que todo cambia, oh, pobres amantes.”
Cerezas sobre la muerte (La Bella Varsovia, 2022) comienza con un mar antiguo bajo el que naufragan los nombres ya desaparecidos que nos recuerdan precisamente eso, la memoria, la memoria colectiva y las 114.226 tablillas de madera que fueron un día cataratas de manos, corazones y lenguas. Lenguas todas, voces sepultadas, condenadas al olvido, al abandono y al escarnio. Lenguas como las de Dante Sanz Parra, Nagore Sánchez, Diego Sastre o Zoe Cabaleiro. Nace este poema en medio del erial. El bardo comienza: «Los ojos desnudos quieren plantar cerezas sobre la muerte». Desde la memoria y la sed, Mario Obrero erige una promesa al mismo tiempo que camina sobre la grava del exilio. Recoge fonemas y simientes en català, galego, asturianu, euskera y castellano, es decir, cosecha y alza la espiga de un país edificado sobre la albura de sus fémures plurilingües.
La misma persona que pasea un domingo por el Parque de la Alhóndiga de Getafe pensando «hemen gara itsaso mugiezinaren aurrean» también, imagino, saldrá de la ducha con los rizos aún por aclarar para, únicamente, apuntar que «som aquí els nous cossos antics de paraula i blat» —por supuesto, sin necesidad de recurrir a softcatala.org.
Reúne Mario Obrero en este libro una esperanza, pues a pesar de cantar al hueso de la cereza y al bancal fecundo de alambres, hace eso mismo: cantar. Y el canto no es más que un rito celebratorio de la vida —ya puestos, de la poesía—, porque sucede que nosotras somos el fruto que pende colorado y firme para oprobio del olvido. Ya nos lo advierte el profeta: «Desconfía la poesía de todo aquel que llama a algo “inútil”, pues la poesía quiere la utilidad de lo servicial, no de lo servil. […] Atañe al poeta el encargo de la memoria colectiva en los charcos sucios del tiempo».
Así pues, Mario Obrero habla sobre el padecimiento desde el optimismo. Y en este cantar yo me imagino a Mario como al abanderado que surge de entre las barricadas, ondeando la bandera de la memoria. Proclamando: «allez, allez, rêvez / allez allez, avancez».
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Autor: Mario Obrero. Título: Cerezas sobre la muerte. Editorial: La Bella Varsovia. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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¿Toda mística ha de beberse en una copa de heterodoxia? Entonces, no es mística, es otro selfie. Yo, yo, yo, yo… No hay otro tema bajo la farfolla de las palabras de mucha gente.