Procuro evitar en estas páginas tratar de asuntos relacionados con la política más reciente, especialmente la española, aunque no siempre lo consigo. No creo equivocarme mucho si digo que parecemos náufragos instalados en un frágil bote sometido a los vaivenes de las constantes noticias que se afanan en transmitirnos muchos medios de comunicación. Es casi imposible abstraerse de ese mundo, que supera abrumadoramente las noticias y comentarios sobre cuestiones que llamaré “culturales”, si se entiende este término correctamente, esto es, incluyendo también, pero no solo, por supuesto, a la ciencia.
Esta “revolución nominativa” se incluye —o, mejor, se enmascara— en el cambio que se va a producir en el número de las áreas de conocimiento a las que corresponderán los premios, que se reducirán a seis, para “evitar que se solapen”. Las nuevas áreas serán Biología y Medicina, Ciencias Químicas, Físicas y Matemáticas, Recursos Naturales, Ciencias de los Materiales y de la Tierra, Ingenierías y Transferencia de Tecnología, Humanidades y Ciencias Sociales, y Tecnología de la Información, de las Comunicaciones y de la Inteligencia Artificial.
No entraré en analizar ahora la conveniencia —que bien podría denominarse tacañería— de “simplificar” reuniendo materias diferentes como pueden ser la química, la física o la matemática, ni tampoco en la ignorancia que denota la idea inicial del Ministerio, únicamente que si se completan estos cambios también desaparecerán nombres que son patrimonio de nuestra historia. Al agruparse en una única clase no será posible utilizar los nombres del físico Blas Cabrera, el químico Enrique Moles, el matemático Julio Rey Pastor. E ignoro qué decisiones se tomarán en los restantes casos. ¿Sobrevivirán los de cumbres de nuestra historia como el inventor Leonardo Torres Quevedo o el filólogo, pero no sociólogo, Ramón Menéndez Pidal? Y ¿en qué medida el argumento de “igualdad de género” afectará a otra justicia, la de cómo fue realmente el pasado, pues desgraciadamente en España no disponemos todavía de ejemplos como el de Marie Curie o Emmy Noether?
No es aventurado sospechar que semejante revolución tiene que ver con el deseo de prescindir del nombre del inventor del autogiro, Juan de la Cierva (1895-1936), por haber ayudado en julio de 1936 a que el general Franco pudiera disponer de un avión para trasladarse de las Islas Canarias a Tetuán, lo que le permitió tomar allí el mando del ejército del norte de África. Para acomodarse a lo que exige la Ley de la Memoria Histórica, se vetó su nombre hace poco cuando se intentó utilizarlo para bautizar el aeropuerto de Murcia.
Aunque poco más pudo hacer De la Cierva por los sublevados (falleció en diciembre de 1936), supongamos que existe una cierta racionalidad de “justicia histórica” en eliminar su nombre, que se exige “pureza” sociopolítica para recordar, celebrándolos, nombres del pasado, una “pureza”, por cierto, que no se exige a todos esos políticos que en las campañas electorales dicen algo (“Yo nunca…”) y que luego, cuando gobiernan, hacen otra cosa bien distinta (yo a esto lo llamo “mentir” por mucho que se quiera justificar como acomodación a las “circunstancias”).
Con demasiada frecuencia los zapatos con los que nos trasladamos están manchados de barro. Supongo que el ministro-astronauta Pedro Duque sabrá que uno de los pilares en los que se asentó la NASA que tanto parece admirar —recientemente ha declarado que ha llegado el momento de estudiar la creación de una agencia espacial española, como si el problema de España estuviera en el espacio y no en la Tierra— fue el ingeniero aeronáutico Wernher von Braun, quien antes de ser trasladado a EE. UU. como “botín” de la Segunda Guerra Mundial, fue el director técnico del centro de investigación aeronáutica de Peenemünde, donde se desarrollaron los misiles V2 con los que se bombardeó sin piedad Londres.
Se puede aceptar que se retire el nombre de De la Cierva haciendo hincapié en una parcela de su pasado, y dejando de lado otros aspectos de su biografía que nos deberían dar que pensar, como es que tuviera que buscar otros hogares más sensibles a la innovación para desarrollar su autogiro: en 1926 fundó, con el apoyo de un financiero inglés, la sociedad Cierva Autogiro Company, y fue en el Reino Unido donde se construyeron los primeros modelos.
¿Desaparecerán los nombres de Ramón y Cajal, Marañón, Cabrera, Moles, Rey Pastor, Torres Quevedo y Menéndez Pidal en algún baúl oscuro de la memoria oficial, esa a la que solo parecen importar ideologías? Si de algo carecemos en España es de un número importante de ejemplos de científicos que dejaron alguna huella. Al contrario de lo que ahora se pretende, lo que debería fomentarse es que estos nombres sean conocidos, que los jóvenes vean que, pese a las dificultades, es posible hacer ciencia en España, que algunos la hicieron aun cuando nunca fue fomentada entre nosotros como se merecía. Si no es “por el honor del espíritu humano”, como manifestó en cierta ocasión el matemático alemán Carl Jacobi (1804-851) con relación a la matemática, al menos como el mejor instrumento que se conoce para mejorar la condición material humana.
¡Ay!, y luego nos quejemos cuando en otros países se derriban estatuas de Colón o de otros “colonizadores”.
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Artículo publicado en El Cultural.
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