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Memorial del desarraigo

Hace diez años, la editorial Sin Sentido presentaba en un único volumen la novela gráfica Modotti, que Ángel de la Calle (Molinillo de la Sierra, 1958) había publicado en dos entregas aparecidas en los años 2003 y 2005. La obra, un sucinto recorrido por la biografía de la fotógrafa Tina Modotti y sus conexiones con las corrientes artísticas y políticas de su tiempo, no tardó en convertirse en uno de los buques insignia del cómic español. Conoció traducciones a varios idiomas, fue aplaudida por los lectores y la crítica y si no le valió a su autor el Premio Nacional de Cómic fue porque tal galardón aún no se había constituido en aquellos tiempos. Quizá otros hubiesen aprovechado el tirón del éxito para desempolvar trabajos arrumbados en los cajones o sacar a la luz cualquier cosa susceptible de prolongar unos meses más los oropeles. No lo hizo De la Calle, que se entregó a un silencio relativo —es director de contenidos en la Semana Negra de Gijón y todos los veranos publica, bajo el seudónimo Adela C, la tira Mar y Mari en el diario El Comercio— mientras preparaba el andamiaje de la que iba a ser su siguiente obra. Como nos conocemos desde hace años, tuve la fortuna de leer la primera parte de esa narración que aún estaba por nacer —y que, de hecho, ni siquiera tenía título— en una copia digital que remitió a mi correo electrónico. Ahora que al fin ha caído entre mis manos Pinturas de guerra (Reino de Cordelia), puedo constatar que Ángel de la Calle ha vuelto a alumbrar un libro importante.

En el preámbulo, Paco Ignacio Taibo II advierte a los lectores: «Van a entrar en una de las más brillantes novelas gráficas que he leído en mi vida». Hasta el momento, todos los que han seguido sus pasos le han venido dando la razón. Pinturas de guerra es muchas cosas. Una reivindicación —de una ciudad, de un tiempo, de unas utopías, de ciertas personas que nunca se arrepintieron de sacrificar su porvenir en beneficio de sus ideales, de la necesidad del arte y de su inutilidad sólo aparente— y una encrucijada donde se encuentran historias lejanas y dispersas que coinciden en su conexión con alguno de los desastres dictatoriales padecidos por Latinoamérica en las décadas de 1960 y 1970.

"París es, en ese contexto, un gran telón de fondo, el mejor escenario posible para la representación de una tragedia que también incurre en homenajes, explícitos e implícitos, a referentes tan preclaros como Julio Cortázar o Guy Debord."

Igual que ocurría en Modotti, donde el interés que despertaba la vida de su protagonista se veía subrayado por la arquitectura del relato, Pinturas de guerra, que es (además de todo lo anterior) un cómic sobre las vanguardias, lleva ese trasfondo hasta su propia forma. La novela gráfica arranca con una secuencia estremecedora: en una mansión de Santiago de Chile se celebra una fiesta de alto copete y uno de los invitados, al buscar el cuarto de baño, terminará descubriendo algo terrible en los sótanos. La segunda parte del libro es también la principal. En ella, un personaje llamado Ángel de la Calle llega a París para investigar la biografía de la actriz Jean Seberg. Este sutil guiño que el propio autor se hace a sí mismo y a sus circunstancias —otra vez una biografía, otra vez una mujer que, como Tina Modotti, fue al mismo tiempo artista y musa— propicia el verdadero nudo gordiano de la obra. Un error conduce al recién llegado a una casa distinta de aquélla que debería ocupar, y en ese hogar sobrevenido acaba entablando contacto con artistas latinoamericanos exiliados —también con algún español, caso del escritor Juan Goytisolo— que han encontrado en la capital francesa un escenario en el que materializar, generalmente con más pena que gloria, sus ideas acerca de la creación y sus polisemias. A lo largo de más de cien páginas asistiremos, así, a sus idas y venidas por una ciudad que lo es de la luz, pero también de las sombras; a sus incertidumbres creativas y vitales y el temor a una mano enemiga que siempre acecha en la penumbra; a la evidencia de que las dictaduras del Cono Sur no fueron un fenómeno aislado ni autosuficiente, sino que contaron con la aquiescencia de otras potencias que aparentemente se desentendían del asunto; a un emocionante memorial del desarraigo y la esperanza donde el desencanto alterna con una firme voluntad de sobrevivir pese a quien pese; a un raro e hipnótico fresco en el que lucidez y demencia, esplendor y derrumbe, parecen caminar siempre de la mano. París es, en ese contexto, un gran telón de fondo, el mejor escenario posible para la representación de una tragedia que también incurre en homenajes, explícitos e implícitos, a referentes tan preclaros como Julio Cortázar o Guy Debord.

La tercera parte sirve para que sean tres de esos artistas malditos —exiliados de sus patrias y sus luchas y también, en cierto modo, de sí mismos— los que tomen la palabra para narrar, desde la primera persona y mediante relatos entrecruzados, su peripecia anterior a la llegada a París, lo que es tanto como decir su proceso de toma de conciencia y la asunción de que arte y política no eran más que dos caras de una misma moneda. El cuarto tramo de la obra reincide en esta idea al presentarse como un sumatorio de los apuntes tomados por el ficticio Ángel de la Calle para esa biografía, nunca escrita, de la actriz Jean Seberg. Seberg, nacida en Iowa en 1938, falleció en París a la edad de cuarenta años en lo que oficialmente se presentó como un caso de suicidio. Hay quien duda de que eso sea cierto, máxime teniendo en cuenta que la intérprete estaba en el punto de mira del FBI por su apoyo a distintos grupos de defensa de derechos civiles y que, a la par que se iba convirtiendo en actriz fetiche de la nouvelle vague gracias a sus papeles en Bonjour tristesse o À bout de souffle, también se revelaba como una personalidad incómoda para la ortodoxia estadounidense. Por último, un breve epílogo refresca el estremecimiento de las primeras páginas al retomar a dos de sus personajes, que ahora, envejecidos por el inevitable paso del tiempo, hacen ostentación y balance de su personal catálogo de infamias.

"Lo único que hay que lamentar de Ángel de la Calle es que publique tan poco. Se lo perdonamos porque ha vuelto a demostrar que no está dispuesto a dar a imprenta nada que no sea brillante."

Una estructura fragmentaria y en principio inconexa, pero que paulatinamente descubre sus sólidos anclajes en el núcleo duro de las razones que llevaron a De la Calle a embarcarse en el empeño de sacar adelante un volumen de esta envergadura. Cinco eslabones que encadenan el discurrir de un libro que es a la vez denso y ameno, hermoso y terrible, tan aparentemente accidental como rigurosamente necesario. Pinturas de guerra es, igual que Modotti, una obra destinada a perdurar porque ilumina en sus páginas claroscuros cuyo tratamiento roza la excelencia y logra confundir la verdad histórica con una peculiar ucronía literaria que dibuja tiempos inexactos para enmarcar los movimientos de unos personajes acostumbrados a vivir a la deriva. Lo único que hay que lamentar de Ángel de la Calle es que publique tan poco. Se lo perdonamos porque ha vuelto a demostrar que no está dispuesto a dar a imprenta nada que no sea brillante.

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Título: Pinturas de guerra Autor: Ángel de la Calle Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Amazon y Fnac

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