A Menéndez Pidal le faltaron cuatro meses para cumplir cien años. Probablemente ese siglo de vida haya cambiado el rumbo de la filología, de los estudios históricos, de la literatura, y me atrevería a decir que tanto de la identidad española como de las distintas regiones que la conforman. Trabajaba en pos de la investigación con una mezcla de pasión y firmeza admirable. De labios de Julián Marías escuché la anécdota. Una de las obsesiones de don Ramón Menéndez Pidal tenía que ver con los romances, pues tenía la certeza de que en estas composiciones se hallaba el verdadero protocastellano, la raíz de nuestro idioma. Viajó por toda América recitando romanceros, y los criollos, al escucharlo, reconocían rápidamente ese ritmo de octosílabos. Así descubrió el maestro el corpus de romances hispanoamericanos, hasta entonces desconocidos. Basándose en esta teoría, creía que el poema del Mio Cid no podía ser, como se creía, el inicio de la literatura en español. Era demasiado perfecto. Estaba seguro de la existencia de composiciones orales previas que moldearan aquello. Pocos años antes de su muerte, se descubrieron las jarchas, la lírica primitiva hispánica que daba la razón a Menéndez Pidal.
Nada de este trabajo hercúleo importa ya. Pese a que, tras su muerte, el reconocimiento a su figura se ha visto reflejado en escuelas y métodos, en planes de estudio y corrientes de pensamiento, corren malos tiempos para mantener viva el aura del viejo profesor. Recientemente han retirado su nombre de los premios Nacionales de Investigación, corriendo la misma suerte que otros ilustres como Ramón y Cajal o Juan de la Cierva. A este último, además, le impiden colocar el nombre en el aeropuerto de Murcia, para cumplir con la Ley de Memoria Histórica, importando poco los prodigios de ingeniería que llevó a cabo en el sector de la aviación. De nada ha servido que la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) haya pedido una rectificación, en aras de mantener vivos a los referentes de los futuros investigadores. La decisión está tomada.
Y está tomada porque en esta nueva realidad no importa tanto el mérito como la identidad. Pese a que Juan de la Cierva dedicó su vida a la investigación aeronáutica, el hecho de participar en el traslado del Dragon Rapide —sin conocer su posterior destino— ya le marca como «facha». Y, como facha, no tiene derecho al reconocimiento de sus méritos. Si Menéndez Pidal es un hombre y no se cumplen las cuotas, entonces retiren esa identidad de los premios; quítenme de ahí ese fascista. No se valora el final de la trayectoria, sino ese punto de partida que son las identidades. Identidades que, por cierto, y por cerrar el círculo que traza este texto, pocos como don Ramón Menéndez Pidal ayudaron a entender, a perfilar, a sentir. Ojalá algún día dejen de prevalecer las etiquetas sobre el contenido. Ojalá las mentes brillantes que dio nuestra cultura emerjan más allá de las cuotas. Por lo demás, me despido con una frase del propio Menéndez Pidal: «España es tierra de precursores, que se anticipan para ser luego olvidados». Pues eso.
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