«Vita enim mortuorum in memoria est posita vivorum» (pues la vida de los muertos ha sido dispuesta en la memoria de los vivos).
—Marco Tulio Cicerón (Filípicas IX,10)
Llevaría cinco años en la enseñanza cuando en mi instituto de Huelva, en la semana del Día de los Difuntos, los de Inglés llenaron los pasillos de lápidas, esqueletos y telarañas. Fue la primera vez que vi celebrar Halloween. Me hizo gracia, pero lo veía totalmente ajeno a nuestra cultura mediterránea, en la que me habían educado.
Lo que comenzó siendo algo anecdótico, para pasmo mío se ha convertido en una plaga. Llegadas las fechas en las que el mes de octubre da sus últimos zarpazos, los escaparates se llenan de lóbregas máscaras y tan siniestros como cutres despojos. En el necio empeño de convertirse en un patético calco de lo más cochambroso de la pseudocultura yanqui, gran parte de esta sociedad alienada, vacua y superficial ha adoptado lo peor de la tradición celta para conmemorar a sus difuntos en las fiestas del Samhain.
Los celtas celebraban el fin del año agrícola y la victoria de la noche sobre el día despidiéndose de Lugh (a quien tenemos en el nombre romano de Lugo: Lucus Augusti), dios del sol, en el Samhain, la noche del 31 de octubre. Las puertas que separaban a los vivos de los muertos estaban abiertas. Los difuntos abandonaban su mundo y volvían al de los vivientes. A fin de agasajarlos, las familias encendían antorchas en sus hogares y dejaban alimentos en la entrada. El cristianismo aprovechó esta atávica tradición y se la dedicó a todos los santos. La traducción en inglés es “All Hallow’s Eve” (Vigilia de Todos los santos). De ahí nació la palabra “Halloween”. Fueron emigrantes irlandeses los que la llevaron a Estados Unidos y, deglutida a su manera, a modo de venganza por haberlos colonizado, nos la devolvieron adulterada hasta convertirse en hordas de fantoches y brujuelas que se reúnen para hacer botellón.
En el orbe romano existía la creencia del Mundus patet: el 24 de agosto, el 5 de octubre y el 8 de noviembre la puerta que conectaba el mundo de los muertos con el de los vivos se abría y los difuntos vagaban libremente por la ciudad. En esos días nefastos no se podía celebrar ninguna actividad, ni pública ni privada.
En mi mocedad se honraba a nuestros finados, aparte de yendo al cementerio el 1 de noviembre, con una serie de rituales domésticos (encender velones durante las noches, dejar las camas impolutamente hechas con el mejor ajuar para que los difuntos echen allí la siesta…), lecturas de El monte de las Ánimas, de Bécquer, de El estudiante de Salamanca, de Espronceda, o acudiendo al teatro a honrar a Don Juan Tenorio, de Zorrilla. En la huerta murciana que me cobija se horneaban dulces específicos para estas fechas: huesos de santo, arrope y calabazate, vendidos en puestos a la entrada de los camposantos. Conforme me fui adentrando en el estudio de la Grecia y la Roma antiguas fui tomando conciencia de cuánto les debíamos a estas civilizaciones, también en la manera de relacionarnos con la muerte. La Iglesia trasladó al 1 de noviembre lo que los romanos hacían en las Parentalia (en febrero) y en las Lemuria (mayo) para apartar estas tradiciones de sus raíces paganas.
En la antigua Roma el mundo de la muerte estaba rodeado de unos rituales muy curiosos. Cumplir con los ritos pertinentes era muy importante, pues en caso de no hacerlo, el alma del difunto vagaba cerca del lugar de su tránsito hasta que se cumplieran los ceremoniales adecuados. Al morir al alma se la consideraba lemur. Las ánimas de aquellos que habían sido buenos cuidaban los bienes y la suerte de sus allegados. Se les rendía culto en altares domésticos en forma de lares familiares, pero a aquellos espíritus maléficos y turbulentos, que atormentaban a los vivos, se les llamaba larvae. Si no se sabía si esas almas eran lares o larvae, se las llamaba manes y se intentaba honrarlos para que no se convirtieran en larvae.
Si no se cumplía escrupulosamente con los ritos debidos, se creía que podían acabar convirtiéndose en larvae, que traían la desgracia a la casa. En el mundo rural y en algunas zonas de la Urbs, cuando se sacrificaba un animal su primera sangre se dejaba caer a tierra. Se pensaba que estas larvae bebían de ella para saciar su sed. En caso de no dejarlas, se corría el peligro de que quisieran beber la sangre de los vivos.
Se entiende lo que para griegos y romanos significaba satisfacer las ceremonias debidas leyendo a los Clásicos. En el Canto X de la Odisea Elpénor, el más joven de los remeros del rey de Ítaca, tras una homérica borrachera se acuesta en el tejado de la casa y, al escuchar de mañana la llamada de su capitán, cae de allí y se mata sin que el resto se aperciba. En la rapsodia XI, cuando su señor desciende al Hades, su sombra se le aparece y le ruega que vuelva a la isla de Circe a proporcionarle unas exequias dignas. Así lo hacen: recobran su cuerpo, lo lloran y celebran un banquete en su memoria. Finalmente es quemado y le levantan un túmulo coronado por el remo que manejaba, tal como había pedido su espectro. Algo semejante canta Virgilio, como homenaje al aedo de Quíos, en el canto VI de la Eneida: Eneas encuentra en el Averno los espíritus de Palinuro y de Miseno, asesinado a traición. No descansará hasta asegurarse de que han tenido los ritos fúnebres que merecen.
El mejor documento para este tema es la tragedia a la que ha de enfrentarse Antígona en el inmortal drama de Sófocles: su tío Creonte, regente de la beocia Tebas, ha dictado dar sepultura a su hermano Etéocles “a fin de que resultara honrado por los muertos de allí abajo. En cuanto al cadáver de Polinices, muerto miserablemente… ha hecho publicar que nadie le dé sepultura ni le llore, y que le dejen sin lamentos, sin enterramiento, como grato tesoro para las aves rapaces que avizoran por la satisfacción de cebarse”. Antígona se ve en el terrible dilema de desobedecer la ley de la polis, lo que le acarreará una muerte segura, o no cumplir con la ley divina, mediante la cual una familia ha de dar sepultura a sus miembros.
Su hermana Ismene intenta disuadirla de enfrentarse al gobernante, aunque eso signifique no cumplir con las normas del Hades. Pero Antígona le responde: “Sé tú como te parezca. Yo lo enterraré. Hermoso será morir haciéndolo. Yaceré con él, al que amo y me ama, tras cometer un piadoso crimen, ya que es mayor el tiempo que debo agradar a los de abajo que a los de aquí. Allí reposaré para siempre. Tú, si te parece bien, desdeña los honores a los dioses”.
Cuando su “crimen” es descubierto se enfrenta a Creonte con este argumento:
“No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno. Sabía que iba a morir… Y si muero antes de tiempo, yo lo llamo ganancia… Así, a mí no me supone pesar alcanzar este destino. Por el contrario, si hubiera consentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar. Ahora, en cambio, no me aflijo”.
Volvamos a Roma. En el momento en el que una persona se hallaba en los umbrales de la muerte, se la depositaba en el suelo desnudo. Esto venía a cerrar el ciclo vital: en su nacimiento la comadrona dejaba al bebé en tierra, de donde era alzado por el pater familias para presentarlo a los dioses y, por tanto, reconocerlo como hijo legítimo. Si esto no sucedía así, se consideraba ilegítimo al hijo y podía ser abandonado en las calles.
El heredero ponía sus labios en los del moribundo. Con este beso recogía su último suspiro y le cerraba los ojos. Tras el fallecimiento tenía lugar la conclamatio: todos los que estaban presentes gritaban su nombre tres veces.
Si era un ciudadano ilustre y tenía el ius imaginum (derecho de guardar en casa las imagines maiorum), un esclavo le ponía cera líquida en el rostro para hacerle una mascarilla, a partir de la cual un escultor sacaba un retrato fidedigno del muerto, que era puesto en un lugar de honor en la casa, en el lararium.
A continuación lavaban el cuerpo con agua caliente, lo ungían y lo vestían con sus mejores ropas. Acto seguido se le colocaba en el lectus funebris, que se ponía en el atrium de la vivienda, con los pies hacia la puerta. Debajo de la lengua, una pequeña moneda para pagar a Caronte, el barquero que debía pasar las almas de los difuntos a través de la Laguna Estigia.
El lecho fúnebre se rodeaba de flores y se encendían pebeteros con incienso u otras plantas aromáticas. En la puerta de la casa se colgaban coronas hechas con ciprés, árbol vinculado a la muerte ya desde Grecia. Las mujeres lloraban, se mesaban los cabellos, untados con cenizas, y rasgaban sus vestiduras, arañándose y golpeándose el pecho.
Estos ritos se le hacían al ciudadano de clase acomodada, mientras que a los esclavos se les arrojaba en fosas comunes. Los funerales de los pobres y de los niños se efectuaban por la noche, en tanto que los de los ricos se hacían a plena luz del día y con gran pompa.
El cortejo estaba encabezado por un pregonero que salmodiaba “Ollus Quiris leto datu est. Exequias quibus est commodum ire iam tempus est. Ollus aedibus suis effertur” (un ciudadano ha sido entregado a la muerte. Para quienes les interese, es la hora de acudir a sus exequias. Un ciudadano será sacado de sus moradas). En la zona donde trabajo es habitual escuchar pasar al “coche de los muertos”, que con un altavoz va pregonando el fallecimiento de algún vecino. Nihil novum sub sole, que le gusta repetir a Mar Carrillo.
Al cadáver lo seguían músicos tocando cuernos y trompas. Actores caracterizados con los ropajes del finado y sus antepasados más ilustres, cubiertos con las máscaras que se custodiaban en el lararium, escenificaban a éstos exagerando a veces sus defectos, a fin de despertar cierta hilaridad catártica. Detrás, los portadores de antorchas y las plañideras, mujeres que se alquilaban para llorar con grandes aspavientos y cantar alabanzas al difunto.
Al llegar al lugar en el que se le iban a tributar los últimos honores, el cual debía estar fuera de la ciudad, ya que la ley de las XII Tablas dice: hominem mortuum in urbe ne sepelito neve urito («que no se sepulte ni se queme a un hombre muerto dentro de la ciudad»), podían elegir entre la inhumación y la incineración, siendo ésta la preferida por las clases pudientes en la época republicana y en los comienzos del Imperio. El cadáver era colocado sobre la pira, formada por maderas aromáticas como la del ciprés. Los parientes y amigos depositaban sobre ella objetos, vestidos, armas… Al muerto se le abrían los ojos y se le volvían a cerrar, y le daban un último beso. Un pariente prendía la hoguera, y los demás vertían en ella bálsamos y perfumes. Apagaban los rescoldos con vino, y los familiares recogían los huesos, guardados en miel en la urna con el resto de cenizas. Una vez realizado el sepelio, la familia, que hasta entonces se hallaba en condición de impureza, se sometía a unas ceremonias de purificación junto con toda la casa. Debían guardar los nueve días de dolor, de luto riguroso, y al noveno se celebraba el sacrificium novendiale.
«(…) Después de esto, el Sacerdote rociaba con agua a todos los circunstantes para purificarlos, y al tiempo de retirarse, todos en alta voz decían: aeternum vale. (…)
¿Qué se hacía después del funeral?
Acabado el entierro, y cerrada la puerta de la casa del difunto, la que no se abría en nueve días, los parientes, después de haberse bañado para purificarse, comían juntos el día del funeral; el qual convite se llamaba Silicernium. Y en los entierros de los poderosos se acostumbró dar de comer a todo el Pueblo, o distribuir a cada vecino cierta porción de carne cruda, lo que se llamaba visceratio. Y finalmente, a los nueve días se celebraba el novenario.»
- F. M. I. S. ,Breve compendio de las costumbres y ceremonias de los antiguos romanos, En la Imprenta Real, 1787, (edición en facsímil)
Las necrópolis debían estar fuera de los límites de las ciudades pero, a la vez, en lugares muy concurridos: calzadas, junto a los edificios de divertimento masivo (teatros, anfiteatros…), etc. A los muertos les gustaba que la gente se acordara de ellos. Muchas estelas tienen inscripciones dirigiéndose al caminante y pidiendo un recuerdo para el allí sepultado. Así las siglas T R P D S T T L se podrían leer T(e) R(ogo) P(raeteriens) D(icas) S(it) T(ibi) T(erra) L(evis), que se traducen: “Te ruego, al pasar por delante, digas: Séate la tierra leve”. Otra más explícita para convencer al viajero de recordar al finado lo interpela así: Quod tu es, ego fui. Quod ego sum, tu eris (Lo que tú eres, yo lo fui. Lo que yo soy, tú lo serás). Impresiona pasear por los alrededores del teatro y anfiteatro de Mérida, en los sótanos de su imprescindible museo, y contemplar los diferentes tipos de tumbas allí conservados. La necrópolis de Carmona, una de las mejor conservadas en nuestro suelo, en la que se puede conocer de primera mano todo lo relacionado con lo atrás escrito, se yergue junto a las ruinas del anfiteatro. Al viator que quiera salir de los itinerarios manidos en Roma le marcará pasear por la legendaria Vía Apia, una de las más importantes, y contemplar los vestigios de miles de tumbas a su vera, durante kilómetros y kilómetros. Las más lujosas, adyacentes a la calzada y las más humildes, en segunda o tercera línea. Detenerse en ellas, intentar leer las inscripciones que han sobrevivido, bucear en las entrañas de algunas catacumbas que persisten (recomiendo las de San Sebastián, muy cerca de la iglesuela del Quo Vadis, Domine?).
A los difuntos se les rendía culto en las fiestas de las Parentalia, dedicadas a los antepasados familiares, y en sus aniversarios de nacimiento o sepelio. Esos días se acudía a las necrópolis, se realizaban ofrendas de flores y alimentos a los Manes del muerto, se encendían candiles en su tumba. Los familiares realizaban allí un banquete en su memoria y depositaban sus alimentos favoritos. En la mencionada necrópolis de Carmona una de las tumbas más espectaculares es la de Servilia. Está construida al modo de una domus, con un perystilum ajardinado y porticado, en el que sobrevive el impluvium para recoger el agua de lluvia. Este fastuoso espacio lo preside la cámara sepulcral, con una antecámara de planta trapezoidal, cubierta por bóveda apuntada. En ella se ha erigido una especie de triclinium, en el que se recostaban los parientes de la difunta para realizar un banquete en su memoria. En el lugar de honor una apertura en forma de embudo servía para que vertieran en ella los alimentos y bebidas.
Los manes eran los espíritus benignos. A ellos están consagradas la mayoría de las inscripciones con la fórmula D M (Deis Manibus: a los dioses Manes).
El blog Hortus Hesperidum, vinculado a la Domus Baebia Saguntina, imprescindible para sumergirse en la cultura romana, nos informa de que las Lemuria eran las fiestas que se celebraban los días 9, 11 y 13 de mayo (días nefastos) para conjurar a los lemures, espíritus de los muertos. Las autoras del blog citado nos cuentan que según Ovidio, Fasti V 419-492, el ritual era así:
A medianoche el pater familias se levantaba y haciendo el gesto apotropaico de introducir el pulgar entre los demás (hacer la «higa», gesto obsceno aún vigente) iba descalzo a una fuente, donde se lavaba las manos. Después daba una vuelta por la casa e iba arrojando a su espalda unas habas negras mientras pronunciaba «Tiro estas habas y por ellas me rescato a mí y a los míos» (haec ego mitto, his inquit redimo meque meosque fabis). Lo decía nueve veces sin mirar hacia atrás, pues los lemures iban recogiendo las habas. Finalmente se lavaba de nuevo las manos y golpeaba un objeto de bronce repitiendo nueve veces «manes exite paterni» (manes de mis antepasados, salid de aquí). Entonces ya podía mirar hacia atrás, pues los lemures, satisfechos, se habían marchado.
El papa Gregorio III (731-741) aglutinó Parentalia y Lemuria y las trasladó al 1 de noviembre para conmemorar a todos los mártires de las persecuciones a los cristianos y superponer esta fiesta al Samhain celta y sajón.
Con frecuencia acudo a nuestros inmortales de la literatura española y envidio la naturalidad con la que trataban a los clásicos grecolatinos y lo familiarizados que estaban con sus enseñanzas. Maldigo a las autoridades educativas y a los ciudadanos que las han consentido por haberse dejado arrebatar este inmenso bagaje cultural. Gracias a los grecorromanos, mi inolvidable Adela Franco me hizo ver en sus clases de Literatura lo que se escondía detrás del formidable soneto de Francisco de Quevedo:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
que han gloriosamente ardido.
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido.
polvo serán, mas polvo enamorado.
Sin necesidad de explicárselo a sus lectores, que se suponía que manejaban sus mismas claves culturales, Quevedo alude a Eros / Cupido, dios del amor, con Alma a quien todo un dios prisión ha sido. Del mismo modo que muestra un excelso conocimiento de los grandes de la literatura grecolatina (Homero, Virgilio y Ovidio, entre otros, nos hablan de la vida de ultratumba y su geografía) con el cuarteto
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Según esa ley severa, el alma del difunto, conducida por Hermes Psicopompo / Mercurio hasta las puertas del Hades, debía beber de las gélidas aguas del Lete o Leteo para olvidar su vida mortal y no albergar ningún deseo de retornar a ella. Pues bien: tal es el amor que siente el poeta madrileño que su pasión será capaz de seguir recordando la llama que lo consumió en vida, inmune a la ley que lo impele a olvidarla al cruzar el río del olvido.
Tal vez haya que leer en estas fechas a Propercio en la elegía en la que sueña con que se le aparece el espíritu de su amada Cintia, la Séptima del Libro IV:
Algo queda de las almas: la muerte no lo acaba todo, y la sombra amarillenta se escapa de la pira vencida. Así me pareció ver a Cintia apoyándose en la cabecera de mi lecho, un murmullo de la que poco antes había sido sepultada a la vera del camino (…). Tenía el mismo peinado con el que fue llevada, los mismos ojos, su vestido consumido por el fuego sobre su costado (…), el agua del Leteo había marchitado sus labios.
Exhalaba vivo aliento y voz, pero en los pulgares crujían sus manos quebradizas. (…) (así me habló) “que ahora te posean otras, luego (cuando hayas muerto) te tendré yo sola: conmigo estarás y desharé, mezclados, contra tus huesos los míos”. Después de que, quejumbrosa, terminó de decirme esto entre reproches, su sombra se desvaneció en mis brazos.
Tal vez haya que reflexionar sobre si Edgar Allan Poe se pudo inspirar en Propercio para su Annabel Lee
Fue hace muchos y muchos años,
en un reino junto al mar,
habitó una señorita a quien puedes conocer
por el nombre de Annabel Lee;
y esta señorita no vivía con otro pensamiento
que amar y ser amada por mí.
…
pero nos amábamos con un amor que era más que amor
—yo y mi Annabel Lee—
con un amor que los ángeles sublimes del Paraíso
nos envidiaban a ella y a mí.
Y esa fue la razón que, hace muchos años,
en este reino junto al mar,
un viento partió de una oscura nube aquella noche
helando a mi Annabel Lee;
así que su noble parentela vinieron
y me la arrebataron,
para silenciarla en una tumba
en este reino junto al mar.
Lo ángeles, que no eran siquiera medio felices en el Paraíso,
nos cogieron envidia a ella y a mí:—
…
Pero nuestro amor era más fuerte que el amor
de aquellos que eran mayores que nosotros—
de muchos más sabios que nosotros—
y ni los ángeles in el Paraíso encima
ni los demonios debajo del mar
separarán jamás mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee:—
Porque la luna no luce sin traerme sueños
de la hermosa Annabel Lee;
ni brilla una estrella sin que vea los ojos brillantes
de la hermosa Annabel Lee;
y así paso la noche acostado al lado
de mi querida, mi querida, mi vida, mi novia,
en su sepulcro junto al mar—
en su tumba a orillas del mar.
Tal vez no venga mal recordar que la palabra «cadáver» viene de la secuencia latina carnis ad vermes, que literalmente significa «carne para los gusanos».
Tal vez vaya siendo hora de poner en nuestro mundo menos Halloween y más lemuria. Tal vez haya llegado el momento de plantar cara a los que nos quieren desarraigar, desguarnecidos ante los huracanes que un mundo globalizado y pandémico bufa sobre una ciudadanía materialista e infantilizada por lo inmediato, robándonos lo que mantuvo conectados con los comunes ancestros a nuestros antepasados. Tal vez sea tiempo de volver a lo grecolatino, como hicieron en el Renacimiento, derrotado el fantasma de la Peste Negra, la pandemia más devastadora hasta ahora de la historia de la Humanidad. Tal vez sea llegado el instante de descubrir la Ítaca que Grecia y Roma nos ofrendan como puerto seguro. Conscientes de su recatada humildad, pero, tal y como dijo Kavafis, fue nuestra Ítaca, que encarna lo que Grecia y Roma cobijan, la que nos permitió desplegar nuestras velas y arrojarnos al proceloso mar vital. Con nuestra isla siempre en la memoria, sintiendo nostalgia por ella. Porque es nostalgia, dolor por el regreso, lo que hacia ella nos impele. Nostalgia, a la par que inmensa gratitud por sus dones.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
Traducción: Pedro Bádenas de la Peña
Yo prefiero mil veces la sabiduría que apela a mantener nuestro legado, nuestra historia, sin importar cuán buena o mala haya sido, y no a aquellos libertarios progres, que se jactan de ser «justicieros», «diversos» e «inclusivos», abogando por un supuesto «mundo mejor» en base a destruir todo legado histórico y fomentar un caos que genera división y odios por doquier. Quieren matar nuestra esencia, valores, tradiciones, leyendas, mitos, si se quiere, elementos que, asombrosamente, fomentan la creatividad e ingenio. Es hora de empoderarnos, pero ahora, a la inversa. ¡No, a ese «mundo mejor»!