Sobre Fabio Montale, el protagonista de la trilogía de Marsella escrita por Jean-Claude Izzo.
El amor casi siempre huele a algo; ya sea a vainilla y chocolate, a lavanda y romero, o a tomillo y orégano. Varía y permuta, dependiendo de perfumes y costumbres; de jabones, champús y desayunos. Para Fabio Montale, que vive sumergido y dividido entre el salitre de la brisa marina marsellesa y la acidez del orín de los callejones, el amor siempre ha olido a menta y albahaca. A frescura entre el humo, a verdor entre ruinas y asfalto.
Una juventud marcada por los sueños de escapar, de ganar dinero y ser —al fin— alguien, le convirtió en un delincuente de poca monta. Atracos periódicos a farmacias y tiendas diversas; botines gastados en trajes a medida, cenas, mujeres y bebidas. La felicidad inmediata. El placer del aquí y ahora, palpable y gustable, como queriendo olvidar lo más rápido posible la niñez. Un juego: como toda adolescencia, como toda entrada en la adultez. Un juego en el que, como eco de la infancia, la despreocupación marca el tempo de las acciones; si nunca hubo consecuencias, ¿por qué tendrían que existir ahora?
Pero las hay. Siempre las hubo. Un atraco se torció y hubo que disparar. A un inocente. Y nauseabundo comenzó una huida en la que dejaría atrás a sus amigos —prácticamente hermanos— con los que compartía vida, arte y delitos. Y dejaría también atrás a Lole y sus plantas de menta y albahaca, y como un barco zigzagueante que no sabe dónde atracar, decidió hacerse policía. Quizá por redención, quizá porque no había otra salida de la cité, del barrio: o policía o atracador. Pero esta, como todas las grandes historias, no es una maniquea de buenos y malos. Es, en todo caso, una historia de pringados y poderosos; de aquellos que valen menos que la bala que los mata, y de aquellos que ordenan matar. Llena de intermediarios dubitativos y errantes; llena de contradicciones y tristezas.
You won’t find a better loser. No encontrarás a un perdedor mejor, cantaba Clapton en una canción que, sin duda, debía encantar a Montale; perteneciente a un disco que probablemente se encontraba en su estantería. No en vano era un apasionado de la música en general y del blues y el jazz en particular. Imposible para alguien como él no vivir y sentir una música capaz de convertir el lamento en festividad feliz y la pena en ceremonia artística. Ya lo decía él: la única música que tiene sentido es la que tiene corazón. La que sirve para recomponer pedazos y ordenar rompecabezas.
Así parecía haberme hecho viejo. Dudando demasiado y sin atrapar la felicidad al vuelo, cuando estaba pasando por delante de mis narices. Nunca supe. Ni tomar decisiones. Ni responsabilidades. Nada de lo que podía comprometerme en el futuro. Por miedo a perder. Y perdía. Perdiendo.
Es así: no encontrarán a un perdedor mejor que Fabio. No hay nadie que se desenvuelva con su carisma y solvencia en la derrota. Nadie que sepa reciclar como él el regusto a sangre y vísceras de su paladar en vida, en pasión. Nadie que conviva mejor con fantasmas y gusanos. Es un hombre sencillo, que no simple; de contados amores: al mar, la comida y la bebida; al cine, la literatura y la música. Y a Lole. A la mujer que desearon él y todos sus amigos; la mujer que fue durante años un recuerdo onírico, un deseo y una promesa pendiente. Una mujer de origen español, sevillano. Que siempre vivía con un par de plantitas de menta y albahaca que se convirtieron en su fragancia personal. En su seña de identidad, en su firma, a la hora de sudar junto a alguien.
Ella va y viene. Respeta, comprende y comparte los silencios, las mareas de la soledad. Tan pronto pone a Los Chunguitos para follar como que desaparece en un barco hacia Sevilla. Dejando tras de sí una melancolía crepuscular que Montale calma, obsesivamente, con una botella de Lagavulin y un disco de Miles Davis: Sketches of Spain. Bocetos de España. Y así, el amor dejó de oler a menta y albahaca, cuando el deseo, otrora galvánico e inventor de alegrías, se limitó a perpetuar la nostalgia de lo que pudo haber sido, pero jamás fue.
Tristeza, cólera, gritos, lágrimas, desprecio, eso era todo lo que había al final del camino. Y yo ausente. Huidizo. Cobarde. Con miedo de volver a la frontera y probar a ver qué pasa en el otro lado. Quizá, como me dijo un día Rosa, no me gustaba la vida.
Quizá no le guste la vida, y con razón. Apesta a muerte, a abandono, a insignificancia, a fracaso. Y por eso, alejado de la grandilocuencia y la pomposidad impostada, disfruta intensamente de lo diminuto, de lo pequeño y casi microscópico: de la luna sobre el mar navegando en su barquito, de la compañía de su maternal vecina Honorine o de una noche en el bar de su amigo Hassan. Un pastís, una dorada a la plancha, una guitarra bien tocada. La vida, la otra vida, la que vale la pena, siempre se abre paso a través de la minúscula simplicidad de lo cotidiano; esa es una de las principales lecciones que, casi sin querer, transmite Fabio Montale. Una de las lecciones que, además, mejor lo definen. Ojalá saber perder con su elegancia. Con su dignidad.
No dejen de leer sus novelas.
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